MONOGRÁFICO
EL ESTADO COMO “AGRUPACIÓN DE DERECHO”. LIBERTAD POLÍTICA, LIBERTAD CIVIL Y PROYECTO NACIONAL EN LA ESPAÑA DE ANNUAL
The State as a "group of law". Political freedom, civil liberty and national project in the Spain of Annual
EL ESTADO COMO “AGRUPACIÓN DE DERECHO”. LIBERTAD POLÍTICA, LIBERTAD CIVIL Y PROYECTO NACIONAL EN LA ESPAÑA DE ANNUAL
Cuadernos de investigación histórica, núm. 38, pp. 61-80, 2021
Fundación Universitaria Española
Recepción: 03 Septiembre 2021
Revisado: 15 Septiembre 2021
Aprobación: 06 Octubre 2021
Publicación: 26 Noviembre 2021
Resumen: La historia de España entre la crisis de 1898 y el estallido de su Guerra Civil podría muy bien ser conocida como La Edad de los Intelectuales. España consiguió contar con un Estado de Derecho ajustado a la contemporaneidad en 1931, pero como consecuencia del debate público que sobre la libertad civil y la libertad política aportaron figuras como Ramón Pérez de Ayala y toda la generación de 1914 a lo largo de la crisis final de la Restauración.
Palabras clave: Libertades políticas, Estado de Derecho, Restauración española, Literatura y Derecho, Política, Intelectuales.
Abstract: The entire history of Spain between the crisis of 1898 and the outbreak of her Civil War should really be as well konwn as the The Age of Intellectuals. Spain achieved a contemporary Rule of Law in 1931. But as a consequence of public debate about civil and politic liberties along the ending crisis of Restoration, and the contribution of jurists like Ramón Pérez de Ayala and the whole 1914 generation.
Keywords: Politic liberties, Rule of Law, Spanish Restoration, Literature and Law, Politics, Intellectuals.
1. Introducción: el diagnóstico complejo de una crisis del sistema político y constitucional que coincide con la Era más brillante en la historia de la cultura española
"Para rendir sus buenos frutos, el patriotismo -…- no necesita exagerarse, ni en cuanto al optimismo ciego respecto de la situación alcanzada, ni en punto a la comparación con los extraños; antes bien, cuando se exagera así, deja de ser patriotismo (es decir, algo bueno y esencial en el espíritu humano y en nuestra capacidad de comprender y dar realización a las agrupaciones humanas) y se convierte en el mayor azote de quienes lo sienten y comprenden de tan equivocada manera” [1].
En 1929, la visión de Rafael Altamira, uno de los grandes intelectuales de la España novecentista, patriarca de la Historia del Derecho y de las Instituciones en España, convencido partidario de la necesaria transformación de las estructuras sociales, el sistema educativo, la cultura política y cívica y la modernización del país, y cuya larga vida entre su Alicante natal en 1866 y su amado México D. F. del exilio en 1951 representaba una auténtica metáfora de la España del Sexenio Democrático, la Restauración, la Edad de Plata, la Guerra, la Dictadura y el Exilio, manifiesta con enorme equilibrio y buen sentido la visión que de las instituciones y el derecho en la historia aportan cuando se aproximan a un sujeto de análisis científico por definición no pacífico, como es, en la terminología de Altamira, la “patria” y el “patriotismo”.
Uno de sus más aventajados discípulos, Ramón Pérez de Ayala, su alumno en la Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo cuando allí desempeñaba la cátedra el gran iushistoriador levantino, y cuya también prolongada existencia entre 1880 y 1962 permite constatar el itinerario complejo de algunas de las más relevantes personalidades de la generación de 1914, como Gregorio Marañón (1887-1960), frente a la trayectoria inequívoca de Ángel Ossorio y Gallardo, casi un hombre de 1898 (1873-1946) y sobre todo Manuel Azaña (1880-1940) Pérez de Ayala, además, se encontraba muy próximo a quien habría de ser igualmente uno de sus maestros, Azorín, de parecida evolución cívica y política. La visión patriótica de José Martínez Ruiz sostenía que “urge que conquistemos a España” [2], en lo que representaba una de las mejores expresiones compartidas de las generaciones que tanto en 1898 como en 1914 y 1927 promovieron la transformación del país con arreglo a un programa político integral de cambio, regeneración, reforma y expansión de toda su creatividad y en todos sus órdenes, con el objetivo de hacer posible la definitiva modernización de un país que, en el cambio del siglo XIX al siglo XX, todavía hacía frente a casi un 70% de analfabetismo. Conquistar España, en efecto, equivalía a la consolidación de un Estado de Derecho cuyos poderes públicos afrontaran todas las tareas políticas y jurídicas pendientes. Pero partiendo de una concepción amplia, abierta y generosa de la democracia y del ejercicio de las libertades políticas y civiles.
Y, en este contexto, el análisis de Ramón Pérez de Ayala, el intelectual y jurista, resulta muy original. Era, sin duda, una de las personalidades más relevantes de los pensadores de 1914, denotados por su intelectualismo, pero también por su vocación de compromiso público, político e institucional, que, a todos, y sin excepción, habría de conducir a las Cortes constituyentes de 1931, pero también caracterizados por su impronta madrileña, y su relación problemática con la España católica en la que todos habían crecido y estudiado, pero dando lugar, en el caso de Pérez de Ayala y de Azaña, a creaciones tan críticas y polémicas como AMDG y El jardín de los frailes, respectivamente. Pérez de Ayala, sin embargo, aportaba la visión periférica, tan presente, por no decir definidora, en los grupos literarios e intelectuales de 1898, poblado por vascos, gallegos, andaluces y alicantinos, y de 1927, con una poderosísima impronta andaluza, pero también presencia cántabra, castellana, alicantina y madrileña. Y ello sin contar a los grandes creadores catalanes como Josep Pla, Màrius Torres y Joan Sales. Una visión que, al mismo tiempo, le permitía ganar perspectiva en su análisis de la realidad española. Por eso, fue el escritor nacido en Oviedo quien primero procedió a un mucho más severo análisis del sistema político y jurídico de la Restauración que sus compañeros etarios, en el caso de Azaña integrados en el reformismo y en el de Ortega y Gasset en algunos momentos muy próximos al radicalismo lerrouxista, pero siempre dentro de una tradición liberal clásica que, en el supuesto de Pérez de Ayala, se encontraba menos presente.
La virtud de los testimonios de carácter político que entre 1917 y 1930 publicó en prensa una personalidad después única en la Segunda República, cuando fue capaz de convertirse en director del Museo del Prado entre 1931 y 1936 y embajador en Londres entre 1932 y 1936, es decir, desempeñar por un tiempo prolongado, y prolongado casi al mismo tiempo, ambas responsabilidades en las dos capitales para estupor también del propio Manuel Azaña, reside en que aporta un análisis denotado por una casi abrumadora actualidad y frescura.
-En el Estado de Derecho, libertad política y libertad civil obedecen a un sentimiento inspirador, el de justicia, pero se materializan a través de una construcción producida histórica y políticamente: el derecho.
-El Estado de Derecho es un producto del proceso de civilización. Y el proceso de civilización exige que los poderes públicos garanticen la libertad del espíritu y promuevan la existencia de una nación civilizada, dotada de la obligación de asumir compromisos en el ámbito internacional.
-La Corona es una institución que se enfrente a un problema jurídico y político difícilmente resoluble: al carecer de la capacidad de gobernar, no dispone de libertad.
-Todos los poderes del Estado, ejecutivo, legislativo, judicial, así como el “moderador” que desempeña la Corona, se encuentran en crisis. Y entre las varias motivaciones que aduce el escritor nacido en Oviedo no es la menos importante su conversión en la expresión de “conglomerados familiares”.
-Estado y derecho son parte esencial de la conformación contractual de la sociedad. Y el mejor testimonio literario para proceder a su constatación es el episodio del gobierno de la Ínsula Barataria por Sancho Panza en El Quijote.
-En el Estado de Derecho, el gobierno debe desplegarse con sencillez. El análisis histórico del derecho y de las instituciones vendría a demostrar que los mejores períodos de la historia de España coinciden con las etapas en donde la acción de gobierno ha tendido más a la simplicidad y a la ausencia de adornos inútiles.
-El problema de las instituciones públicas, en España, es su ocupación por leguleyos que faltan a su vocación por el derecho.
-La visión de una España refundada debe necesariamente ser ibérica, porque la plenitud de los pueblos hispánicos está por llegar.
-Las soluciones que exige la ciudadanía española obedecen a su profundo sentido de lo justo.
-¿Necesita España, en fin, una revolución?. Y, de ser así, ¿en qué consistiría?
2. El sentimiento de la justicia y la idea del derecho: no hay libertad de espíritu fuera de una nación civilizada
Ya en mayo de 1918, y en su prólogo a la primera edición de un libro apasionante, Política y toros, Ramón Pérez de Ayala parte de un presupuesto esencial: ningún español puede “henchir la medida de su potencialidad” cuando “se carece de libertad de espíritu, cuando la voluntad está cohibida… Todo español, por ser español, es un hombre disminuido…”. Y, como síntesis de esta perspectiva, el jurista asturiano modela una idea-fuerza que viene a explicar la inexistencia de la libertad de espíritu que debe hacer posible el despliegue de todas las energías creadoras de la ciudadanía: “España no es todavía una nación civilizada”:
"Una nación civilizada es aquella en que está resuelto el problema político y cuyos ciudadanos gozan de libertad de espíritu y robustez de voluntad. Entiendo que está resuelto el problema político cuando está planteado de común acuerdo, aunque las soluciones de él sean diversas, discrepantes. En toda nación civilizada hay un mínimo de ideas políticas comunes a todos los ciudadanos y luego un margen de disparidad. Ese mínimo de ideas políticas coparticipadas, sin las cuales ni el Estado posee estabilidad ni el individuo libertad, no se echa de ver todavía en España” [3].
La finura y vigencia en la reflexión de Ramón Pérez de Ayala, que hace más de un siglo expresa con resolución la doble necesidad funcional del sistema democrático de capacidad de compartir los grandes principios sustentantes, pero también de nutrirse de la diversidad y de la pluralidad, debe ampliarse con la visión de algunos de sus compañeros de generación. Apenas unos años después, con motivo de su célebre conferencia del 3 de mayo de 1930 en el Lyceum que dirigía María de Maeztu, y cuyos seminarios destinados a jóvenes estudiantes habrían de convertirse en uno de los centros neurálgicos del debate académico madrileño, Manuel Azaña, nacido en el mismo 1880 del escritor asturiano, vendría a ampliar el razonamiento con su singular perspectiva de la profundidad de una contemporaneidad que rebasa ampliamente lo actual o coyuntural, para incardinarse en la realidad profunda de las sociedades [4].
Para Pérez de Ayala, la consecuencia es que en España existe una poderosa tendencia a la proclamación de “la invalidez, no ya de la política, genéricamente, sino de la libertad y del derecho como primordial contenido político”, lo que conduciría a la afirmación de la no existencia del derecho y de la justicia como entidades sustantivas, que quedarían reducidas a “cualidades circunstanciales y convenidas”. El problema es que, de aceptarse este planteamiento, la política activa, de acuerdo con su definición constitucional y parlamentaria, quedaría reducida, en opinión del autor de AMDG a “enunciar, defender o exigir ciertas libertades y derechos individuales”, lo que la convertiría en una política “vacía, ineficaz, romántica”.
3. Libertad civil y libertad política: de la historia a sus enemigos
Lo interesante es que, precisamente, Pérez de Ayala defiende que una política verdaderamente realista y que persiga objetivos concretos, es una política que procede de un sentimiento esencial, que es el sentimiento de justicia, y que debe partir de una idea previa, que es la idea del derecho. Por eso mantiene que “la única política realista es la llamada política romántica. Ante todo, los derechos del hombre” [5]. El espíritu de Rafael de Altamira, el maestro del escritor, y todo el contenido disciplinar de la Historia del Derecho cultivada por el gran maestro alicantino, se encuentra muy presente en el análisis de su estudiante asturiano. Era Altamira quien reclamaba el “respeto a la manera de ser ajena y del cultivo libre e intenso de la personalidad de todos los pueblos”, porque proceder de otra forma equivaldría a “empobrecer el campo de la civilización” [6]. España, en efecto, necesita una política de los derechos del hombre, y de cultivo de su personalidad, si es que aspira a convertirse en la nación civilizada y libre que anhelan Altamira y Pérez de Ayala.
Ramón Pérez de Ayala, de hecho, señala dos recientes oportunidades en donde España ha demostrado no ser una nación que, partiendo del sentimiento de la justicia, y de la idea del derecho, pone en práctica esa política realista: la no participación en la Gran Guerra, cuando el país no se sintió “obligado de dentro ni forzado de fuera a participar en la guerra del mundo, guerra de civilización” y la revolución del verano español de 1917. De hecho, el futuro diputado en las Cortes constituyentes de 1931 sostendrá que el levantamiento de las Comunidades de Castilla en 1520 y la huelga general pacífica de 1917 han sido los dos únicos momentos claramente “prerrevolucionarios” de la historia de España.
Ya en marzo de 1917, apenas unos meses antes del histórico estío español, Pérez de Ayala había publicado el artículo “El ejército: la libertad civil y militar”, en donde vendría a establecer los términos de un debate histórico-jurídico que habría de recorrer la crisis política española del primer tercio del siglo XX. Libertad civil, como dice el jurista ovetense, representa estar en posesión de los derechos civiles, es decir, “no ser obligado sino en virtud de leyes regulares. Lo contrario de la libertad civil es lo arbitrario gubernamental y jurídico”, y libertad política “consiste en poseer derechos cívicos, esto es, en la facultad de formular por uno mismo, o por mandatario, las leyes, y de no ser obligado sino por aquellas leyes hechas por los ciudadanos o sus mandatarios. Lo contrario de la libertad política es lo arbitrario legislativo, que a la postre degenera en apariencia de ley, en torpe oligarquía y caciquismo”.
4. La Corona como institución sin libertad
En este contexto, en la España del final de la Restauración existiría únicamente un ciudadano que carecería de libertad política: el rey. Si, de acuerdo con la visión política del intelectual ovetense, esencialmente republicana, la jefatura del Estado debe desempeñar una función de liderazgo, la encrucijada española se encuentra con una dificultad adicional, y es la existencia de un cuadro institucional inspirado por una concepción inversa a la necesaria. De acuerdo con el razonamiento de Ramón Pérez de Ayala “políticamente es el último de los ciudadanos, precisamente por estar a la cabeza de todas las jerarquías. Teóricamente todos los ciudadanos y cada uno de ellos gobiernan… Sólo hay uno que en ningún caso gobierna, porque sólo hay uno que reina…” [7].
Quedan así planteados los términos del debate público español esenciales a la crisis del sistema político y constitucional de la Restauración. Un problema que desde 1895, en plena finalización de la Regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena, y en los albores del conflicto con los Estados Unidos y el comienzo del reinado en plenitud de Alfonso XIII, definía Miguel de Unamuno en una obra tan imprescindible como En torno al casticismo al decir que “España está por descubrir y sólo la descubrirán españoles europeizados” [8].
De nuevo, como siempre en los hombres de 1898, el afán de que las mejores energías de la sociedad española se concentraran en la transformación del país, y desde sus propias bases materiales sustentantes a la implantación de un vasto sistema educativo que fomentara la cultura del esfuerzo, el mérito y la capacidad. Azorín decía en su bellísima obra Las confesiones de un pequeño filósofo que “¡Es ya tarde!”, “¡Qué le vamos a hacer!” y “¡Ahora se tenía que morir!” eran las tres sentencias que resumían “la psicología de la raza española; ellas indican la resignación, el dolor, la sumisión, la inercia ante los hechos, la idea abrumadora de la muerte” [9]. Si su generación invitaba a descubrir y conquistar España, convertida en el descubrimiento y el asombro constantes, y la pasión e ilusión de su ciudadanía, la de 1914, con figuras como Ramón Pérez de Ayala, invitaba a un análisis de sus formas políticas e institucionales, su reforma urgente, y la refundación de un Estado de Derecho comprometido con el bien común, y no cooptado por sindicatos de intereses.
5. Los poderes del Estado como conglomerado familiar
Por eso, la disección analítica de Ramón Pérez de Ayala se ocupa también, y de manera monográfica, del funcionamiento de los tres clásicos poderes del Estado de Derecho, al que añade un cuarto “poder moderador”, que es el de la Corona. La indignación del discípulo de Clarín se centra en un “Parlamento” (sic) que “está formado por los consanguíneos y afines, agnados y cognados, clientes, parásitos y servidores de los políticos profesionales”, calculando que, habiendo en España “unos sesenta ex ministros liberales, y unos pocos menos conservadores”, y que las Cortes han sido ocupadas por “hijos y yernos de ministros y ex ministros, más sus hermanos y sobrinos, más, acaso ciertos nietos -…- más los supramentados clientes, parásitos y servidores”, lleva a afirmar que “quizá no pasen de cincuenta los diputados que vienen al Parlamento directa y sinceramente elegidos por la voluntad del pueblo” [10].
La naturaleza oligárquica, dinástica y despótica de la configuración del poder legislativo, cuya elección no garantiza el acceso libre de la ciudadanía a la función representativa, y la aplicación de los mismos mecanismos de suplantación de la soberanía nacional por una clase dirigente que se sucede a sí misma al margen de los más elementales criterios democráticos, representa una de las debilidades más objetivas y escandalosas del sistema político de la Restauración.
Por eso la preocupación de los hombres de 1898, por muchos conceptos los maestros de los hombres de 1914, se había centrado, entre otros ámbitos, en poner limitación y fin a esa España oligárquica. Aunque la perspectiva que de sí mismos tenían no renunciaba precisamente a la lucidez. Cuando el 31 de diciembre de 1916 Miguel de Unamuno (nacido en 1864, dos años antes que Rafael de Altamira) cerró el año en El Imparcial dedicando un formidable artículo, con escalofriantes honestidad y lucidez, a “Nuestra egolatría de los del 98”, y dedicado a Francisco Cossío, no podía ser más explícito cuando sostenía que “nosotros, por nuestra parte, los ególatras del 98, no estábamos entonces dispuestos a vender el alma por un acta de diputado. Nos admirábamos a nosotros mismos, como dice Cossío; creíamos haber nacido para renovar la patria, para hacer de España el solar de los españoles, un pueblo de yos y no un rebaño de electores y contribuyentes” [11]. Los escritores de 1898 decían haber renunciado a ser diputados, aunque Azorín lo fue en la Restauración y el propio Unamuno en las Cortes constituyentes republicanas. Los de 1914 serían diputados, todos, y en esas mismas Cortes. Y desempeñarían las más eminentes responsabilidades políticas e institucionales de la nación.
6. Estado y Derecho en España obedecen a una matriz contractual ya visible en Cervantes
Pero probablemente uno de los ámbitos en donde se manifiesta con mayor originalidad la propuesta de análisis de Ramón Pérez de Ayala es en el jurídico, y más concretamente en el histórico-jurídico, en donde, como otras personalidades de su tiempo, acude con frecuencia a las fuentes literarias. Y lo hace para exponer en su artículo “Sancho en la ínsula”, en agosto de 1917, una perspectiva neocontractualista del sistema institucional y de las relaciones sociales. Y una perspectiva que en todo momento acude a las formas de creación como escenario para contrastar hipótesis que vienen a proponer una nueva aproximación a la propia historia del derecho y de las instituciones en España.
La posición de Ramón Pérez de Ayala es nítida cuando afirma que todo el derecho, se reduce, “en último extremo, al orden de actividad humana que abarca los actos libremente contractuales. Como quiera que el hombre haya querido obligarse, queda obligado…”. La matriz liberal clásica del pensamiento del jurista asturiano (en perfecta consonancia con sus paisanos precursores, como Álvaro Flórez Estrada y Agustín Argüelles, por cierto) es más que visible, y siguiendo la misma lógica liberal clásica se extiende a todos los ámbitos del acontecer humano.
Pero no olvida el futuro diplomático que “el hecho fundamental de la sociedad, constituida en Estado, es un contrato colectivo preexistente, el cual se acepta tácita pero libremente con sólo formar parte de dicha sociedad, a lo cual nadie está obligado por coacción”. Y recuerda que siendo propio del Estado la administración de justicia, mucho mejor la sirvió Sancho Panza que un Alonso Quijano que “…siendo la suya una justicia absoluta e impracticable, las más de las veces cometía injusticia o procuraba a sí mismo y a los otros desorden y sinsabores con la mejor intención de hacer imperar en el mundo el reinado del orden y de la justicia”.
7. La “inteligencia sencilla” como atributo de la acción de gobierno, o el examen histórico de las instituciones y de la aplicación del derecho como un ejercicio de estilo
Y, de acuerdo con este razonamiento, Ramón Pérez de Ayala hace suyas las reflexiones del escritor alcalaíno a la hora de identificar la acción política y de gobierno como un ejercicio de estilo. Y un ejercicio que, cuando apuesta por la humildad, la claridad y la sencillez, define también los mejores fragmentos de la historia española, que se corresponden con la actividad aplicada de la inteligencia, pero de la “inteligencia sencilla”. Porque “la inteligencia sencilla reduce las quimeras y conflictos a términos breves y claros, por donde no lastima la pronta resolución del fallo o sentencia- En tanto la inteligencia abstrusa, bien que de mucho provecho en la especulación elevada, complica y embrolla las discordias más menudas, embaraza el juicio y no consiente determinarse en nada” [12].
La reflexión iushistórica de los intelectuales de la crisis de la Restauración, sin embargo, no quedaba acotada en la España del Siglo de Oro. Muy presente resultaba la devoción de la generación de 1914 por El Quijote, en su búsqueda tenaz de la génesis de un ideal de justicia que se encuentra plenamente vigente en una España que debe afrontar un renovado ejercicio de compromiso con la propuesta cervantina, y tan visible en Ramón Pérez de Ayala como, igualmente, en José Ortega y Gasset, Ángel Ossorio y Gallardo y Manuel Azaña. Pero esa sensibilidad por la España que concebía, descubría y sumaba un mundo mientras no parecía capaz de descubrirse y sumarse a sí misma venía a suceder en el tiempo a la preferencia regeneracionista por la Edad Media.
Joaquín Costa, fallecido en Graus apenas unos años antes, en 1911, acudía en el tiempo a la figura de Rodrigo Díaz de Vivar para visibilizar “el amor idolátrico a la justicia” que, según el pensador oscense, “distingue la epopeya española de todas las demás, antiguas y modernas” [13]. La exaltación de la idea de justicia, y el ánimo resuelto y simple en su aplicación por parte de las instancias de gobierno, forman parte de la creación literaria en los reinos de España desde la propia aparición de las literaturas en lenguas romances. Las sociedades medievales, y después las modernas, permiten a los intelectuales de la crisis de la Restauración el establecimiento de una genealogía de la idea de justicia. Y, en el pensamiento de Ramón Pérez de Ayala, también facilitan la identificación de las fuerzas que pueden obstaculizar su implantación.
8. El problema del gobierno de los leguleyos: la “inteligencia abogacil”
Porque Ramón Pérez de Ayala es igualmente muy concreto, por no decir mucho más concreto, cuando identifica un “linaje de inteligencia señaladamente enrevesado, sofístico y litigioso, que nunca es bueno, ni en la especulación ni en la deliberación de gobierno, pero donde más daño hace es en esta última, y es la inteligencia abogacil”. El jurista formado en la histórica Facultad de Derecho de la Universidad de Oviedo con Rafael de Altamira estima que “…el abogadismo, que es el peor libertinaje de la inteligencia, tiene por oficio trocar los naturales términos de las acciones, haciendo las injustas parecer justas y las justas, injustas. ¡Ay de aquel pueblo que lo gobiernan abogados!”.
Estas reflexiones ocupan de manera muy preferente el pensamiento y la producción de Pérez de Ayala durante el verano de 1917. “El factor jurídico”, probablemente uno de sus más representativo artículos, amplía las inquietudes que aquejan al ya conocido y prestigioso pensador de la generación de 1914, y que se centran en el único mal permanente de una nación, porque “sólo hay un morbo nacional crónico, lesión incurable que puede acarrear la muerte, y es la debilitación del sentimiento de justicia”. Si todas las formas de las crisis –según Pérez de Ayala económicas, sociales, políticas, religiosas o guerreras- con como “enfermedades agudas y transitorias”. Pero “si el Estado no es sino una agrupación de derecho, en desaparecido el derecho desaparece el Estado” [14].
Otro de los hombres de la generación de 1914, Ángel Ossorio y Gallardo, madrileño, también jurista, y probablemente el mejor abogado de su tiempo, dedicaría en 1919, apenas dos años después del artículo de Ramón Pérez de Ayala, El alma de la toga, uno de sus más bellos libros, a combatir, y con enorme convicción y dulzura, esta negativa percepción de los profesionales del derecho, muy extendida en su tiempo. Pero es en sus imprescindibles Mis Memorias, terminadas el mismo año 1946 en el que falleció en Buenos Aires, cuando con verbo encendido, y consciente de los ataques que la profesión está recibiendo, y provenientes de algunos de sus propios ejercientes, procede a una defensa sumamente elocuente de la grandeza de la abogacía [15].
Ramón Pérez de Ayala, en todo, caso, incursiona en un ámbito esencial al proyecto de reconstrucción y refundación del Estado de Derecho español y, por lo tanto, presente en forma permanente en las inquietudes de sus más grandes creadores e intelectuales. Pío Baroja decía en El escritor según él y según los críticos, respecto a las leyes, que pensaba “que son, en general, malas, porque el hombre no es bastante inteligente y se deja llevar por fórmulas conceptuosas y vacías”, acudiendo a su vital pesimismo y a su fe en la experiencia para razonar su escepticismo, acendrado con la edad, respecto a la muy española creencia en la capacidad taumatúrgica de la legislación recién promulgada [16].
9. El iberismo (renacentista) como fórmula para la refundación de España
En 1899, el escritor cántabro Ricardo Macías Picavea publicó El problema nacional, el primero de los análisis íntegros y monográficos de la situación de España tras el demoledor golpe que el histórico proyecto español acaba de sufrir con la amputación brutal de sus territorios de Ultramar, en el supuesto de Cuba y de Puerto Rico realidades plenamente constitutivas de la vida y de la realidad españolas. El pensador santoñés, en su búsqueda de un nuevo proyecto nacional, y explorando la historia española, acude al siglo XVI para encontrar las imprescindibles ejemplaridad e inspiración. Y llama a superar cualquier forma de disyuntiva en cuanto a la forma de Estado, para acudir a una “doble finalidad nacional e histórica”:
"…Estúdiense los hechos internos y externos, el Gobierno y la política, la legislación y las reformas, los actos y los pensamientos de aquellos ilustres reyes y grandes directores de la España del Renacimiento, y se verá totalmente confirmada esa doble finalidad nacional e histórica. ¡Enseñanza perpetua, lección inolvidable para cuantos, con reino o con república, aspiren a enaltecer a España y guiarla por la derecha línea de su natural órbita con gloria, con virtud y con grandeza!” [17].
Ramón Pérez de Ayala se incardina, igualmente, dentro de una tradición de pensamiento regeneracionista cuyo proyecto nacional comprende todo el espacio ibérico, y por eso examina las propuestas de regeneración que se elaboran a ambos lados de “la raya”. En el artículo “De vuelta en España”, escrito en enero de 1918, refuta las tesis de Oliveira Martins, a quien, en su Historia de la civilización ibérica (1879), había adjudicado la equiparación de las edades de las sociedades con las edades de la vida, es decir, juventud, plenitud y decadencia, adjudicando al siglo XVI el esplendor de los pueblos hispánicos. Pero, sin embargo, el célebre hispanista portugués adjudica a España un esplendoroso porvenir, siempre que sea capaz de “reconstituir su cuerpo social”, y sobre todo, considerando que “España fue siempre una democracia” y que, por tanto, “lo más sólido es reconstruir la sociedad sobre la base de la democracia” [18].
La revisión de la propuesta hispánica como una opción de integración territorial, pero también de identidad democrática, entra en perfecta consonancia con la lectura que los intelectuales de la generación de 1914 están realizando de la historia española, y muy especialmente de sus formas políticas, jurídicas e institucionales, de acuerdo con una perspectiva democrática y reformista. Entre ellos destaca, sin duda, Manuel Azaña, uno de los más exhaustivos conocedores del siglo XVI español en la historia de la vida pública española, como habría de exhibir reiteradamente en su producción escrita, pero también en su trayectoria política, y no digamos parlamentaria. Con verdadera rotundidad, Manuel Azaña sostenía que España no le había ofrecido nada original a sí misma y al mundo desde el final del siglo XV y, sobre todo, el siglo XVI:
"Yo he conocido dos comienzos de tiempos nuevos, falacia pura, que al disiparse sólo puede levantar la inspiración literaria a lo elegíaco personal. En realidad, España no ha vuelto a conocer tiempos nuevos desde la última década del siglo XV y primeros del XVI. Nueva la política, las armas, las letras, al extensión del orbe, nueva la ambición: descubierto el arcano de un plan providencial que repartía a España el primer papel” [19]
10. Un pueblo que anhela soluciones de justicia y los coeficientes necesarios de la libertad
Siguiendo el razonamiento de Manuel Azaña, se había imprescindible que España abriera un nuevo tiempo de su historia. Y esta sensibilidad habría de extenderse por todo el país, con enorme vigor y convicción, tras la asimilación de la traumática experiencia de 1898. Cuando el 15 de septiembre de 1901, y tras aceptar la invitación cursada por su amigo Miguel de Unamuno, Joaquín Costa pronunció el discurso inaugural y central de los Juegos Florales de Salamanca. Con el título de Crisis política de España (Doble llave al sepulcro del Cid) la vibrante alocución del pensador aragonés habría de convertirse en un auténtico manifiesto programático del regeneracionismo, y también en uno de los textos fundadores del vertiginoso primer tercio del siglo XX español, por no decir de todo él. Y ello acudiendo a la fórmula “nivelarnos con Europa” como “problema fundamental” del país [20].
La resolución de semejante problema exigía un repertorio de actuaciones políticas y jurídicas sumamente amplio. En un Estado de Derecho, no hay soluciones para los grandes problemas fuera de la ley. Pero, en un Estado de Derecho, no hay soluciones para los grandes problemas únicamente con la ley. Para un gran reformador social, y en sentido integral, como Gumersindo de Azcárate (1840-1917), y tal y como se ponía de manifiesto en sus “Estudios sobre el problema social”, las reformas legislativas no agotaban en modo alguno el compromiso de los poderes públicos con la transformación de la sociedad de acuerdo con un despliegue vastísimo de actuaciones que afectaban a todas las vertientes de la acción humana:
"Cuando se hubo comprendido que el derecho, sobre todo cuando se le confunde con la libertad, es tan sólo un medio y condición para la vida, y, por tanto, la necesidad de que en el seno de aquélla sea ésta dirigida por principios, y no dejada a la arbitraria y caprichosa voluntad de los individuos, se conoció que al desarrollo económico y jurídico debía acompañar otro análogo en los órdenes científico, moral y religioso; por consiguiente, que este problema, que esta gran crisis producida por el nacimiento de una clase a una nueva vida por el advenimiento del cuarto estado a la vida social en todas sus manifestaciones, es compleja y tiene varios aspectos, y que no basta, por tanto, reparar la injusticia y remediar la miseria, sino que es preciso disipar la ignorancia, desarraigar el vicio y matar la impiedad y la superstición” [21].
El jurista, catedrático y pensador krausista, uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza, y también una presencia cívica infatigable y constante hasta su fallecimiento el 15 de diciembre del por tantos conceptos crucial año 1917, no consideraba la miseria y la injusticia como los solitarios problemas de la sociedad española, sino que perseguía una actuación sistemática de los poderes públicos en ámbitos, como la ignorancia y la superstición, que exigían una profunda reforma del sistema educativo.
La estrategia reformista de personalidades como Azcárate, en todo caso, denotaba el compromiso de muy amplios segmentos de la clase media urbana, ilustrada e intelectual, con la estrategia de las reformas. Y el propio Ramón Pérez de Ayala abandonaría el radicalismo de sus posiciones de los años previos a la crisis de Annual para madurar una mucho más medida y considerada interpretación del final del sistema de la Restauración. En el artículo “Reflexiones políticas”, de septiembre de 1929, apenas semanas antes del crack bursátil y de la dimisión de Miguel Primo de Rivera en los primeros días de 1930, defiende el sistema parlamentario previo al golpe de Estado del 13 de septiembre de 1923, sobre todo, comparándolo con la paulatina implantación de las dictaduras en toda Europa, y afirma que no es cierto que España “caminase entonces hacia la anarquía. Se encaminaba a pasos magníficos, hacia una reorganización jurídica libre, humana, culta y democrática”.
Es verdad que su interpretación del mandato dictatorial, en el ámbito material y de las infraestructuras, es sorprendentemente elogioso en quien apenas año y medio después sería diputado de la Agrupación al Servicio de la República, aunque no tan sorprendente en quien falleció en Madrid el verano de 1962 en plena dictadura franquista. Pero su valoración del fin de la Restauración es nítida: “lo que la nación anhelaba, en el ocaso del viejo régimen, no era una solución de Poder, sino una solución de justicia” .
En realidad, ya Luis Morote, en La moral de la derrota, publicado en 1900, se había mostrado sumamente explícito al analizar las condiciones políticas, jurídicas e institucionales bajo las que habría de procederse a la imprescindible regeneración de la nación tras los sucesos de 1898. Y, también, no había vacilado en acudir a un no menos imprescindible precedente institucional, ya un mito político, en la historia constitucional española:
“El Parlamento español va unido a todas nuestras glorias; es el baluarte de nuestra libertad y por él se ha sabido en las grandes crisis de nuestra historia que había patria, que había una España. Podrá transformarse y deberá reformarse concretando y definiendo su función, pero no morirá por ahora. La obra de regeneración estará en dignificarlo, en convertirlo en órgano más atractivo del remedio de nuestras desdichas, para ser lo que fue en 1812: el principio de nuestro renacimiento y salvación” [23].
11. ¿Una revolución española?
Cuando Antonio Machado analizaba a las grandes figuras de la generación de 1914 advertía, sobre todo en José Ortega y Gasset, pero también en Ramón Pérez de Ayala, su voluntad de reflexión desde el análisis, resumiendo en su definición de “gesto meditativo” la expresión de un individualismo que constituía, según el enorme escritor sevillano, una herencia del siglo XIX que juzgaba notable en el ámbito de la creación, pero que representa también una nueva expresión de subjetivismo cuya influencia sobre la vida nacional podría llegar a convertirse en nociva. De hecho, al autor de Campos de Castilla le importaba tanto el fenómeno que habría de dedicarle su Discurso de Ingreso en la Academia Española en 1931.
España, en efecto, disponía de una sociedad civil que compartía una existencia pública. Y, por eso, cuando la Monarquía borbónica se encuentre en su tramo final, para la prodigiosa conjunción de talentos del primer tercio de siglo de la vida cultural española resultará evidente la decisiva contribución negativa del conflicto marroquí a la crisis y colapso del régimen alfonsino. El propio Ramón Pérez de Ayala, en su artículo “En torno a la revolución española”, publicado en los últimos días de 1930, ofrece una perspectiva terminante de la naturaleza y consecuencias del conflicto del Rif, y de sus más que previsibles consecuencias políticas e institucionales: la guerra en Marruecos fue larga, costosa, y no digamos costosa en vidas, salud e integridad física, estuvo llena de episodios luctuosos y, sobre todo, no fue “una empresa nacional”, sino “una aventura personal del monarca española” . Y una guerra así representa siempre en la historia la antesala de la revolución.
Y existían, en la historia de la implantación del sistema parlamentario en España, precedentes revolucionarios sumamente caracterizados, e inspirador por el afán de liberación del pueblo. Cuando Manuel Azaña publicó su ensayo sobre Ángel Ganivet y su Idearium español, sostenía el pensador alcalaíno que la interpretación de la génesis comunera del liberalismo había de responder a una interpretación muy específica y rigurosa de conceptos como “liberal” y “libertador”, en absoluto equivalentes en términos políticos e históricos. E, igualmente, proceder al examen de las muy concretas soluciones jurídicas e institucionales que habían adoptado los líderes de las Comunidades, cuyo perfil social y político obedecía a una nítida extracción industriosa, urbana y media en su más amplia y moderna acepción:
"…No es lo mismo liberal que libertador. Liberales, cuando la acepción política del vocablo y la doctrina que significa no pertenecían a este mundo, seguramente no lo fueron. Si quisieron ser libertadores. Querían libertarse del despotismo cesarista, del gobierno por favoritos, del predominio de una clase. Invocaban un derecho, pusieron en pie instituciones, pedían garantías conducentes al gobierno de la nación por las clases media y productora” [26].
12. Conclusión, o la muerte de lo muerto es la vida
No sospechaba el autor de El jardín de los frailes que él mismo era ya protagonista de un tiempo en el que, como en la España del siglo XVI, pero también en la España constitucional de 1978, la ciudadanía española aportaría al mundo grandeza, novedad, y originalidad en la expresión de un ambicioso proyecto político democrático, cívico, amplio e integral, plasmado en una nueva solución constitucional profundamente enraizada en los principios fundacionales del liberalismo español de 1812. Y que la formidable conjugación de talentos en el ámbito de la creación literaria, el pensamiento, la ciencia y las artes plásticas que habría de producirse en la vida española del primer tercio del siglo XX habría de impulsar una de las más brillantes expresiones en la historia de la cultura universal.
Por amarga paradoja de la historia, la experiencia habría de desarrollarse entre dos años tan aciagos en la historia española como 1898 y, sobre todo, 1936. Precisamente en 1898, uno de los más eximios protagonistas de esta España extraordinaria, Santiago Ramón y Cajal, escribía su prólogo a la segunda edición de Reglas y consejos sobre investigación científica. Los tónicos de la voluntad. Y lo escribía, con la humildad y la sencillez de los grandes para solicitar de sus lectores, particularmente de los más jóvenes, patriotismo, generosidad, constancia y laboriosidad:
"…si yo, careciendo de talento de vocación por la ciencia, al solo impulso del patriotismo y de la fuerza de voluntad, he conseguido algo en el terreno de la investigación, ¡qué no lograrían esos primeros de mi clase y esos muchísimos primeros de otras muchas clases si, pensando un poco más en la patria y algo menos en la familia y en las comodidades de la vida, se propusieran aplicar seriamente sus grandes facultades a la creación de ciencia original y castizamente española! El secreto para llegar es muy sencillo; se reduce a dos palabras: trabajo y perseverancia” [27].
El patriotismo y la fuerza de voluntad, según el insigne científico nacido en Petilla de Aragón, compensaban, en una España en crisis, todas las limitaciones y mediocridades propias. Pero es posible que la clave explicativa del período la hubiera proporcionado ya el joven José Ortega y Gasset en 1914 en la primera de sus grandes composiciones, cuando en sus Meditaciones del Quijote, probablemente uno de los textos más representativos de su generación, llamaba a superar el “reaccionarismo” de una España que todavía propendía a extraer su propia sangre para insuflársela a sus muertos, y consagrar sus mejores energías a la consagración del futuro. Y recordaba que Immanuel Kant clasificaba a las tierras de Europa de acuerdo con seis tipologías:
"1º. Tierra de las modas (Francia) 2º. Tierra del mal humor (Inglaterra) 3º. Tierra de los antepasados (España) 4º. Tierra de la ostentación (Italia) 5º. Tierra de los títulos (Alemania) 6º. Tierra de los señores (Polonia)” [28].
El criado de Las Coéforas de Esquilo, que junto a Euménides y Agamenón compone la Orestíada, decía que “los muertos mandan a los vivos”. En realidad, como diría Ramiro de Maeztu, quienes, no es que no mandaran, sino que no tenían influencia ninguna en España, eran los intelectuales [29]. Para José Ortega y Gasset la explicación resultaba nítida: España necesitaba la vida. Y no era concebible la vida sin la muerte de lo muerto. Si la libertad civil y la libertad política aspiraban a establecerse en España, primero que todo se hacía necesario que España dejara de ser la tierra de los antepasados de Kant. Ése era el corazón de la propuesta de los jóvenes de 1914. Como Ramón Pérez de Ayala.
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Notas
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