MONOGRÁFICO

LA FALACIA DEL EXTERMINIO DE LA POBLACIÓN INDÍGENA EN HISPANOAMÉRICA (1492-1898)

THE FALLACY OF THE EXTERMINATION OF THE INDIGENOUS POPULATION IN HISPANIC AMERICA (1492-1898)

JOSÉ MANUEL AZCONA PASTOR
Universidad Rey Juan Carlos, España
JORGE CHAUCA GARCÍA
Universidad de Málaga, España

LA FALACIA DEL EXTERMINIO DE LA POBLACIÓN INDÍGENA EN HISPANOAMÉRICA (1492-1898)

Cuadernos de investigación histórica, núm. 39, pp. 109-142, 2022

Fundación Universitaria Española

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Recepción: 21 Diciembre 2021

Revisado: 08 Marzo 2022

Aprobación: 31 Marzo 2022

Publicación: 16 Septiembre 2022

Resumen: El objetivo de la presente investigación es aportar datos para desvelar mitos consagrados fundamentalmente por la historiografía de origen anglosajón contra la colonización española en Hispanoamérica. Resulta esencial la falsa idea del masivo exterminio de la población indígena como consecuencia de la llegada de los castellanos. Frente a la tesis de la catástrofe demográfica, como obra de un supuesto genocidio, se plantea para comprender el descenso poblacional la situación previa de violencia estructural, carencias y efectos de las epidemias, factores determinantes por encima de las guerras asociadas a la conquista. La comparativa crítica entre fuentes y autores desde un método cuantitativo que adolece de series completas y rigurosas impide conocer la verdad de la dinámica demográfica de los naturales tras su incorporación como súbditos de la Monarquía Hispánica. Las conclusiones indican que el aporte genético indígena está muy presente en la América hispana en contraste con la anglosajona. La polémica que suscita la leyenda negra ha encontrado un mito fundacional en la destrucción de la población autóctona, se hace preciso recurrir a investigadores ecuánimes que desde la demografía histórica reconduzcan el debate hacia términos más justos y veraces, esto es, desde los datos y a partir de sus debilidades documentales, para poder así refutar por contrarias a la verdad falacias largamente sostenidas.

Palabras clave: América española, colonización, catástrofe demográfica, demografía histórica, mitos, historiografía.

Abstract: The objective of this research is to unveil myths fundamentally enshrined by Anglo-Saxon historiography against the Spanish colonization in Spanish America. Essential is the false idea of the massive extermination of the indigenous population as a consequence of the arrival of the Castilians. Faced with the thesis of the demographic catastrophe as the work of an alleged genocide, the effect of the epidemics on the population decline above the effects of the wars associated with the conquest is raised together with the previous situation of structural violence and various deficiencies. The critical comparison between sources and authors from a quantitative method that lacks complete and rigorous series, prevents knowing the truth of the demographic dynamics of the natives after their incorporation as subjects of the Hispanic Monarchy. The conclusions indicate that the indigenous biological contribution is very present in Hispanic America as opposed to the Anglo-Saxon sphere. The controversy raised by the black legend has found a founding myth in the destruction of the indigenous population, it is necessary to resort to equanimous researchers who, from the historical demography, open the debate in its fair terms, that is, from the data and from their documentary weaknesses, so that they can be refuted as contrary to the truth long-held fallacies.

Keywords: Spanish America, colonization, demographic catastrophe, historical demographics, myths, historiography.

1. Introducción y estado de la cuestión

LA FALACIA DEL EXTERMINIO DE LA POBLACIÓN INDÍGENA EN HISPANOAMÉRICA (1492-1898)

l presentismo es uno, sino el mayor, de los errores en los cuales se puede incurrir a la hora de analizar la Historia, que queda así huérfana por descontextualizada. Este vicio impide la comprensión y reinterpretación del pasado, principal función del historiador. El juicio se escapa de su código deontológico, o debiera. Para Ricard Vinyes, “La memoria es un espacio de poder, un instrumento de adquisición de sentido y legitimidad en constante relación con el poder” (Jelin y Vinyes, 2021: 17). Imágenes y relatos que se perpetúan en un sentido u otro impulsados no pocas veces por intereses de parte ajenos a la investigación histórica. Pero memoria e historia no comparten matriz.

Coincidiendo con el V Centenario del Descubrimiento de América, Serge Gruzinski visitó Madrid, quedó asombrado ante manifestaciones en las aulas universitarias que denunciaban el genocidio de los indígenas americanos. Sigue su testimonio cotejando aquel tiempo con el presente. Con la efeméride de la empresa cortesiana, observa con idéntica sorpresa “discursos estereotipados que no dejan de alimentar una enésima versión de la leyenda negra” (2021: 15). Este artículo no pretende realizar un repaso de la reciente historiografía que debate y rebate los clásicos postulados negrolegendarios, dicho propósito escapa al objetivo marcado y a su extensión. Pero merece la pena resaltar al menos su actual auge editorial, tanto cuantitativo como cualitativo –de desigual fortuna–, y el meritorio aldabonazo que supone en el mundo académico y especialmente en la conciencia histórica de la población por un cúmulo de mitos interiorizados. Mitos y leyendas han acompañado desde el principio a la extraordinaria expansión hispánica y su poder hegemónico durante la alta modernidad. La guerra de la opinión y la propaganda, escrita e iconográfica, es otro cauce donde llevar un conflicto perdido en los campos de batalla. Eloy Tizón así advierte que la literatura “consiste en referir hechos falsos que no han ocurrido nunca para alcanzar algún tipo de verdad transformadora” (2015: 10). Transformar la Historia con relatos repetidos ajenos a la búsqueda de la verdad como finalidad.

Un gran economista canadiense resumía la idea central de estas líneas: “En lo que concierne a España, la leyenda prevalece regularmente sobre el fuerte peso de los hechos […] la verdad no se ha impuesto nunca” (Galbraith, 2014: 21-22). Entre lo autores españoles también se ha denunciado este estado de cosas. El conde de Puñonrostro, en un acertado y prudente prólogo, dejó por escrito la imprescindible aproximación a la verdad por parte de la Historia frente a tópicos, leyendas o mitos. Una falta de rigor histórico que obedece a múltiples causas personales y sociales. La realidad no es tan maniquea o dramática, y en el caso de la colonización española de América las luces y sombras del proceso dejan entrever un balance positivo en un generoso injerto cultural en todos los órdenes. Resalta que las interpretaciones han sido divergentes desde su inicio, así como las tergiversaciones o falsedades internas esgrimidas bajo nobles pretextos, “a partir de ahí, la conquista se convierte en el campo de batalla ideológico en el que se dirimen durante siglos luchas políticas de todo signo” (Arias-Dávila y Balmaseda, 2008: 13-14).

José Luis Sánchez García hace suyas las reflexiones de un gran conocedor del tema, el egregio pensador Julián Marías. Reconocía los logros del mundo prehispánico, cómo no, pero juntamente con sus debilidades y carencias (2015: 35-36). El desconocimiento o, lo que es peor, la mentira han hecho un gran mal al conocimiento como paso previo al reconocimiento. Y esta culpabilidad opera en ambos lados del Atlántico que, además, viven lamentablemente de espaldas. La afrenta a la verdad es compartida y puede que sea precisamente el mundo hispánico donde ofrezca una mayor gravedad que “perjudique más a su estabilidad, a su concordia, a su prosperidad, y consiguientemente a su proyección y orientación hacia el futuro. Muchos interese confluyen para que […] se haya generado el desinterés por la misma verdad, deslizado de manera insidiosa” (González Fernández, 2021: 17).

La América actual “es hija de una serie de sedimentos históricos complejos y de una historia profundamente mestiza” (de Giuseppe y La Bella, 2021: 21). Y lo es empezando desde Martín Cortés o los hijos de Gonzalo Guerrero en el septentrión y Francisca Pizarro o el Inca Garcilaso en el Perú hasta el momento presente, sin solución de continuidad. Cuanto antes se aprenda esta lección, antes se estará en condiciones de recomponer las Españas, como figuraba Julián Marías. Para quien el Mundo Hispánico, a pesar de su fragmentación, compartía tantos rasgos y en tan alto grado que no admitía rival. El proyecto originario persistía y su clave de bóveda era que “para España, el hombre ha sido siempre persona” (1985: 421). Puede argumentarse que los imaginarios sobre la realidad americana se fueron desvaneciendo a la par que una mayor conexión entre europeos e indígenas se afianzaba. Y, en este caso, los españoles ocuparon una posición de primera mano, sostenida en el tiempo y de extraordinaria intensidad. Los relatos fantásticos fueron cada vez menos frecuentes (Restall, 2004: 155), cierto. Pero es sombroso cómo textos infundados y desmesurados han sido y continúan siendo fuente de historiadores, caso de la narrativa lascasiana. Incluso fuente privilegiada y mediáticamente única en muchos casos. Párrafos que se repiten hasta la saciedad al tiempo que se obvian los aportes de la Escuela de Salamanca o la génesis de la legislación indiana, por solo citar algunos ejemplos en esta sucinta visión. Legisladores que, en palabras de Azorín, “no atravesarán nunca el mar. No esparcirán nunca su vista por las tierras descubiertas. Se inspiran en un sentimiento inmanente y universal de justicia” (Martínez Ruiz, 1957: 102). Así lo recogió el gran hispanista Lewis Hanke, cuando afirmó que desde el principio la conciencia autocrítica hispana fue precioso cauce desde el cual “se alzó el primer clamor de justicia a favor de los indios” (1988: 29).

El argentino Carbia, ofrece al final de su obra una relación de reflexiones que sintetizan su análisis sobre lo que llama “desvelos por la verdad”. El primer punto señala: “La Leyenda Negra hispano-americana es un engendro sin ningún fundamento histórico”, puede parecer una afirmación tajante, rotunda, lo es, pero igualmente necesaria (2004: 196). Las posibles aproximaciones a la plurisecular colonización hispánica son variadas. La hueste indiana y las sociedades americanas en contacto, la vertiginosa fundación urbanística o universitaria, hospitalaria o asistencial, el debate jurídico y la función tuitiva de la Corona con sus súbditos indígenas, la acción misionera, la gestión administrativa de un mundo tan colosal como heterogéneo, en suma, el injerto de una sociedad. Pero de todas ellas, el presente artículo se centra en los estudios de demografía histórica para cuestionar la asumida “catástrofe demográfica” tras el choque o encuentro de la conquista. La mirada cuantitativa, con todas sus limitaciones, no solo ha sido la primera de las acusaciones a impugnar, sino que también está en la génesis del resto y pervive como mito fundacional.

La conquista americana ha sido contemplada como el mayor cambio demográfico de la Edad Moderna, ocasionando la “reducción numérica o desaparición total resultantes de la mayoría de los grupos de indígenas americanos” (Diamond, 2007: 79). Como declaración de intenciones no deja duda alguna, la validación antecede a su hipótesis de trabajo. El mito de la devastación indígena choca con la posterior evolución de los acontecimientos. Desde el siglo XVI, a pesar de epidemias y cargas, los pueblos originarios “no decayeron en un estado de depresión e inactividad a causa de la conquista, sino que buscaron nuevas vías […] El declive demográfico no supuso la decadencia de la cultura indígena en ningún sentido” (Restall, 2004: 186), sino su readaptación y perpetuación en los engranajes de gestión del orbe hispánico. Y, una vez ya consolidado el orden virreinal con el tránsito de los conquistadores a los virreyes, las otrora principales epidemias se hicieron endémicas con algún brote coyuntural. La inmunidad y el descenso poblacional jugaron a favor de un mayor enfoque local que regional. En definitiva, a pesar de las sucesivas oleadas epidémicas, la supervivencia biológica, unida a la cultural, posibilitó la capacidad de recuperación. Como señala Noble David Cook: “los grados de mortalidad son meras estimaciones, pero tienden a ser bajas, inferiores a las de Borah y Cook, y Dobyns […] El resultado es, apenas, un pálido reflejo de la realidad, pues los datos son demasiado incompletos y susceptibles de interpretación” (2000: 316-317). Los europeos llevaron enfermedades al Nuevo Mundo, contagios que también asolaron Europa, pero aventurar como posible la desaparición de más del 90% de la población aborigen a causa de las mismas es más que arriesgado y contradice la previa aseveración del autor anteriormente citado (Cook, 2005: 226). Utilizar el término “posiblemente” es una pirueta en Historia y contribuye a mantener la parcialidad de estudios cuestionables por sobredimensionados, por hablar desde la prudencia y no recordar que las epidemias no son obra de destrucción bélica alguna. La tesis homicídica o la del genocidio de George Kubler no se sustenta, pues no obedeció la merma demográfica a planificación alguna y la fuente lascasiana está desacreditada. La multicausalidad, así como la lenta recuperación, operaron sin duda, pero con unas fuentes incompletas o sesgadas, “el investigador se verá obligado a recurrir a datos subsidiarios de cualquier índole” (Sánchez-Albornoz, 1977: 26). Testimonios que adolecen de veracidad por encubrir intereses endógenos, ya humanitarios, o exógenos, ya políticos.

La insistencia en el declive, crisis, catástrofe, colapso o derrumbe de la población indígena tras la conquista es un lugar común y obedece a una de las inculpaciones más destacadas por repetidas. Se la califica como “uno de los acontecimientos importantes de la historia del último milenio, como por la magnitud de la población desaparecida, cuanto por las consecuencias económicas y políticas” (Contreras, 2020: 7). A este respecto, Henry Kamen ha escrito que el mayor porcentaje de muertes se produjeron por enfermedades contagiosas más que por crueldades y siempre desde una premisa: “el número total de personas afectadas nunca podrá calcularse con fiabilidad” (Iturralde, 2019: 210). Así como tampoco fue privativa la catástrofe de la llegada de los españoles. El historiador expulso Francisco Javier Clavijero (1731-1787), miembro destacado de la Escuela Universalista española del XVIII, en su obra Historia Antigua de México refiere la hambruna del año 1452 con palabras muy ilustrativas: “algunos se vendían por la subsistencia de dos o tres días […] La mayor parte de la plebe mexicana se mantuvo, como sus antepasados, con los pájaros, peces, insectos y hierbas del lago” (1917: 192). El investigador y médico uruguayo, Schiaffini, afirma lo siguiente: “Puede decirse que el gran problema del indígena, fue el de su alimentación, problema individual y problema colectivo alrededor del cual, giraban todas sus manifestaciones sociales” (Iturralde, 2019: 210).

Se ha trasladado la creencia, desde los campos de la historiografía no científica aunque con pretensiones de tal, de que los indios no conocían las epidemias o pandemias de peste hasta la llegada de los españoles y portugueses a América. Nada más lejano de la realidad. Así, por ejemplo, hubo peste en 1449 que antecedió a las inundaciones provocadas por el desbordamiento del lago Texcoco. En 1450 y 1452 hay constancia de fuertes nevadas y muertes elevadas por frío y después llegó otra peste (Cuevas, 1967: 61). S.G. Morley ha escrito cómo en la crónica del Libro Chilam Balam de Tazimin y en la primera y segunda crónica del Chilam Balan de Chumayel se hace referencia a una peste terrible de funestas consecuencias entre los siglos XV y XVI (Víttori, 1997: 58). Y es que, a la llegada de los españoles, el sistema inmunitario de la población americana en general estaba carente de defensas frente a las grandes pandemias y epidemias de Europa (Fiz Fernández, 1992: 102). Por último, sin la pretensión de establecer un cotejo con otras colonizaciones, enfoque que han trabajado tanto autores españoles (Tejera, 2005), como extranjeros (Elliott, 2006), se puede concluir que los españoles de la Ilustración en adelante eran conscientes de que el poder de “la propaganda adversa se había cebado con España” (Muñoz Machado, 2019: 89). Decía Julián Marías “que algo acontezca, no prueba que fuese verosímil; y las cosas que no se entienden suelen ser las más interesantes” (1986: 9).

2. Metodos y limitaciones: de la “catástrofe demográfica” a la demografía histórica

La práctica totalidad de los autores que han estudiado la población indígena precolombina con métodos científicos (según sustentan ellos mismos) provienen del mundo anglosajón, especialmente de los Estados Unidos de Norteamérica donde se produjo, en el siglo XIX, un auténtico genocidio de la población nativa. Esta política oficial inculpatoria del tiempo virreinal discurrió en paralelo a la denominada Pacificación de la Araucanía en Chile o la Conquista del Desierto en Argentina, entre otros ejemplos, una vez desaparecido el amparo de las Leyes de Indias implementadas por la Corona española durante centurias.

De una manera efusiva y carente de la reflexión y sensatez necesarias al caso, muchos historiadores han adoptado sus cifras más que abultadas, agigantadas de destrucción de la población americana por parte de conquistadores y encomenderos españoles. Sorprendentes asertos, sin fundamento ortodoxo científico, que llevan a manejar cifras otorgadas como exactas cuando las fuentes poblacionales no existen para series completas ni por aproximación. Y las que se han utilizado han sido muy criticadas por ser gregarias de la arqueología o biogeografía. Sin olvidar el uso reiterado de no pocos testimonios escritos que han llegado hasta nosotros de premeditada y rotunda exageración, empezando por Bartolomé de Las Casas.

Los fundamentos sobre los que se sostienen las cifras poblacionales prehispánicas en América provienen de la antropología, la geografía, la geológica, la zoología, la botánica, la química y las fuentes escritas de los cronistas de Indias. Los avances recientes en la aplicación de la genética a estas cuestiones y otras de alto interés académico deben traer mayor luz a un campo de investigación que adolece de series continuas de datos, lo que obliga a realizar estudios demográficos de foto fija cuando, como es bien sabido, la población y sus circunstancias son fenómenos dinámicos. El paroxismo mayor se alcanza en las tesis que ofrece Riccioli, quien sustenta que a finales del siglo XV había en América 300 millones de habitantes. Mientras tanto, Borah y Dobyns, de la llamada Escuela de California, hablan de una población de 100 millones para la misma fecha. Otros autores como Sapper, Spinden, Rivet o Denevan sustentan que en la América precolombina cohabitaban entre 40 y 60 millones de indígenas. El estudioso venezolano Ángel Rosenblat calculó la población de América, antes de 1492, en 13’3 millones de personas. Kroeber, por su parte, la calcula en 8’4 millones de almas. Las enormes disparidades evidencian lo complejo del estudio de la población americana, análisis que debe sustraerse de mitos falaces de larga data.

Los miembros de la Escuela de California y otros historiadores anglosajones acuñaron, sin ambages y con rotundidad, el concepto de “catástrofe demográfica” atribuida a los españoles en el proceso de conquista y colonización de América. Por ejemplo, Dobyns defiende una absurda pero sobrecogedora reducción de la población indígena de casi el 96%. Así, para 1600, según él mismo, solo quedaban 4’5 millones de indios de los 100 millones que se asentaban allí al inicio de la conquista. El problema ha sido la asunción global de esta sustentación acientífica por una parte de la ciudadanía y, lo que es peor, de la Academia. El iniciador de esta corriente historiográfica fue el historiador norteamericano James Marvin Lockhart, quien se especializó en las fuentes históricas escritas en idioma náhuatl y en la cultura nahua. Es uno de los más significativos fundadores de la llamada Escuela New Philology que pretende configurar la historia de México a través de las fuentes escritas en lenguas indígenas, durante el virreinato novohispano. Los estudios de Lockhart han derivado hacia la historia, la antropología y la lingüística. Esta escuela desarrolló notablemente sus trabajos a partir de la década de los setenta, desde el trabajo de estudiosos de la generación previa. Destaca el papel del historiador Charles Gibson con sus dos obras icónicas: Tlaxcala en el siglo XVI (1991) y Los aztecas bajo el dominio español (1978). Se procuraba ubicar a los aztecas de la era virreinal (llamados ahora nahuas) en el núcleo principal del estudio y análisis. El propio James Lockhart aprendió la lengua náhuatl a comienzos de la década de los setenta y a él se le debe el texto Los nahuas después de la conquista (1992), que algunos estudiosos consideran de referencia única. A partir de esta metodología, otros teóricos fueron Frances Karttunen, Arthur Anderson, Sarah Cline, Robert Haskett, Susan Schroeder, Rebecca Horn, Matthew Restall, Kevin Terraciano o Lauren Lambert. Estas tesis pasaron al ámbito de la historiografía más global y han tenido su propia traslación en el campo de la demografía. La perspectiva que introdujo la New Philology significó el desprecio absoluto por las fuentes españolas de los cronistas de Indias que la arqueología corrobora progresivamente, máxime cuando coinciden los testimonios de cronistas diferenciados.

Estos escritores norteamericanos omiten o minimizan el carácter antropofágico de las culturas mesoamericanas o insisten en que se trata de elementos culturales y religiosos de vida y no de muerte. Porque, para los aztecas, la sangre era el valor más preciado para dar vida al dios de la lluvia y al de la guerra. Canibalismo y sacrificios humanos son marginales en su análisis. Otro elemento que ha introducido esta escuela es el altísimo nivel tecnológico de los aztecas como equiparable al del imperio romano, sostienen. Una cultura que no conocía la rueda, ni las bóvedas edificatorias y cuya arquitectura era arquitrabada, grandiosa y monumental, eso sí, y cuyos edificios, templos y los pocos palacios que construyeron se realizaban en piedra con el sacrificio de miles de personas. Se habla de los diques del lago de Texcoco, donde se ubicaba Tenochtitlan, lago que tenía tan solo dos metros de profundidad. Asombra el acueducto que llegaba desde el área de dominación de los tepanecas, o el calendario lunar, o las técnicas de trepanación. Todas ellas conocidas en el occidente europeo.

Otra idea fuerza de esta Escuela de California es el resalte de la violencia destructiva de la conquista, pero todas las dominaciones se caracterizan por su violencia militar. Se omite, no obstante, la acción violenta masiva y la extrema y sanguinaria actuación que los aztecas practicaron con todos los pueblos que sojuzgaron. De la violencia española, exagerada hasta el paroxismo, se arrogan la osadía de insistir una y otra vez, pero no de la proveniente del paraíso o Arcadia feliz preexistente. Como tampoco se hacen referencias masivas a la antropofagia. Así que, este subjetivismo pletórico de admiración sobre la cultura azteca es el que ha imperado y se mantiene en buena medida en determinada historiografía actual. Sin neutralidad, equilibrio de fuentes, análisis sosegado. A sus ojos, ni una virtud tuvo la conquista española de América y su posterior injerto cultural.

Algunos autores de la Escuela de California han sostenido que una de las causas más importantes del irreal descenso voluminoso de la población amerindia, teoría homicida o genocida que descartamos por no sustentación científica absoluta, fueron las guerras de conquista. Según estos autores anglosajones y otros que les siguen, la lucha militar entre españoles e indígenas se saldó con millones de muertos. Parece obvio pensar que cualquier guerra de dominación genera muerte y destrucción, pero para 1550 la etapa de las grandes conquistas se había terminado. Asimismo, está totalmente comprobado que cualquier grupo humano, cualquier sociedad derruida por sanguinario conflicto bélico estabiliza los desastres de muertos y heridos en la contienda de la que ha salido en una generación. Así que puede entenderse que las guerras de conquista tuvieron una incidencia menor en el transcurso del flujo poblacional en los nuevos Reinos de Indias.

Fray Toribio de Benavente o Motolinía (1482-1569) escribió sobre los indios del virreinato de Nueva España que aquellos pueblos estaban siempre envueltos en guerras unos contra otros, antes de la llegada de los españoles. Aquellas etnias dejaban grandes pedazos de campo yermo con el único fin de luchar a muerte entre enemigos jurados (1970: 450). Las contiendas intestinas eran norma y no excepción a lo largo del continente. Las llamadas Guerras Floridas de mayas y aztecas tenían por razón dominar a otros pueblos o hacer incursiones en los ya dominados para obtener esclavos para sacrificios rituales. Pero la política de conquista bélica de los pueblos prehispánicos dominantes –aztecas e incas– generaba, obviamente, significativa mortalidad e incluso extinciones, tal y como hacían los caribes caníbales en sus excursiones depredadoras por las Antillas frente a taínos. Antes de la llegada de los españoles, la violencia conquistadora había sido algo muy común en aquellas sociedades. En el Códice Ramírez se dice: “Los mexicanos [estaban] rodeados de innumerables gentes donde nadie les mostraba buena voluntad, [pero] aguantaban su infortunio” (Gussinyer, 1984: 66).

En 1319 los aztecas estuvieron a punto de ser derrotados totalmente porque los pueblos culhuas, xochimilcas y tepanecas formaron una alianza y se enfrentaron al ejército azteca llegando a sacrificar a su jefe Huitzilihitl el viejo. Los mayas combatían constantemente por el mantenimiento del poder y lo mismo hicieron otras etnias como la de los teotihuacanos y toltecas. Pero nadie pudo sucumbir al ímpetu arrollador a sangre y fuego de los mexicas. Aun siendo dominados, los mayas tuvieron guerras civiles entre sus tres principales ciudades-Estado: Uxmal, Chichén Itzá y Mayapán. Incluso los tepanecas, liderados por tiranos como Tezozómoc y Maxtla, realizaron sangrientas campañas contra los pueblos asentados en el valle de México, siendo cruel en extremo la emprendida contra Texcoco. Asimismo, la alianza de aztecas, texcocos y tacubas, destruyó, aniquiló y sojuzgó a pueblos enteros: mixtecas, huastecas, totonacas, otomíes, chalcotecas, tlatelolcos, tarascos, tlaxcaltecas, zapotecas y yopis. Los asesinatos entre miembros de las familias reales fueron frecuentes, como es el caso de Atahualpa que asesinó a su hermano Huáscar en la guerra civil del Tahuantinsuyo que precedió a la llegada de Francisco Pizarro. Nadie quedó vivo de su panaca (Enkvist y Ribes, 2021: 146).

Los hechos y las fuentes prueban otros itinerarios socioeconómicos bien distintos. Además, un número reducido de españoles destruyó estructuras políticas en tiempo mínimo gracias al apoyo de miles de indígenas oprimidos por los mexicas o por los incas. Otros hispanistas e intelectuales del mundo anglosajón o francófono, como Hugh Thomas, John Elliott, Charles F. Lummis, Herbert E. Bolton, Robert Goodwin, Jacques Maurice, Pierre Chaunu o Edward Malefakis, entre otros muchos, dan luz de equidad mientras insisten en sostener que la conquista y civilización hispano-portuguesa de América fue un fenómeno único en la historia de la humanidad, con connotaciones positivas en un balance global. No han faltado quienes lo han equiparado a la obra realizada por el imperio romano y no solo autores actuales, sino los mismos contemporáneos.

La población nativa se hallaba distribuida de forma desigual y los españoles encontraron una alta densidad poblacional en las costas y sierras del océano Pacífico, toda vez que en las planicies atlánticas la densidad humana era menor, bastante menor. Asimismo, frente a pueblos que habían conseguido significativos niveles de desarrollo como incas y aztecas, aunque no conocían ni la rueda, ni el hierro, había otras etnias de cazadores y recolectores, con culturas en desventaja notable. Además, se ha asumido la rapidísima desaparición de la población indígena taína de La Española, siempre en base a la hiperbólica narración de la destrucción de las Indias y sus habitantes del padre Las Casas quien, de forma absolutamente exagerada, apostilló que en esta isla moraban tres o cuatro millones de indígenas. Sin duda, su celebérrima obra no es completa ni detallada, pero sí “poco fiable muchas de las veces” (Ruiz Company, 2021: 9). Con respecto al ámbito demográfico, y como en la discrepancia avanza la ciencia, parecen razonables, tras el estudio de todas las citadas, las cifras que aporta Ángel Rosenblat. En la década de los sesenta del siglo XX, S.F. Cook y W. Borah calcularon que hacia 1492 en La Española había ocho millones de indios taínos. Insisten en la apocalíptica destrucción de la población local indígena, pues según estos autores en 1570 quedaban ciento veinticinco personas originarias. Por el contrario, Ángel Rosenblat sustenta que la isla albergaba 120.000 almas y Pierre Chaunu 500.000. Pero Moya y Pons, siguiendo las mismas fuentes que Cook y Borah aunque con metodología bien distinta, dice que en La Española habitaban 400.000 indios. Por su parte, N. D. Cook eleva la cifra a 500.000/750.000 indígenas. Lovell afirmó que para el último tercio del siglo XVI toda la población taína había desaparecido. No hay ni una sola fuente fiable e inquebrantable que permita semejante tajante aseveración, pero una buena parte del elenco de historiadores que tratan estas cuestiones ha admitido esta afirmación absoluta. No hay series poblacionales fiables para apuntalar esta arriesgada conclusión. Que fruto de la conquista, de las luchas en unos casos y de las epidemias en otros o de la desestructuración del hábitat local la población disminuyó, no hay la menor duda, como en cualquier proceso de conquista. De ahí a la drástica desaparición poblacional hay un abismo, máxime cuando estos autores no introducen la variante del mestizaje o lo desprecian abiertamente, que desde el principio de la conquista configuró un nuevo y relevante segmento poblacional. Como bien apuntó Rosenblat, “una historia de la población indígena de América no puede prescindir del estudio del mestizaje” (1954: 9).

Cook y Borah, en la misma línea apocalíptica citada, afirman que en el valle de México central convivían, en 1519, 25 millones de indígenas que se habían reducido hasta los 700.000 en 1625. Es decir, pasó al 3% de su número originario. Denevan, siguiendo esta linealidad, calculó que a principios del siglo XVI la zona que ocupa el actual México estaba habitada por unos 21’5 millones de indígenas pero Dobyns eleva la cifra a 32’5 millones. Por el contrario, Kroeber maneja la cantidad de 3 millones de nativos, Rosenblat 4’5 y Sapper entre 12 y 15 millones. En un ámbito más sectorial, Wagner nos indica que Yucatán contaba con 8-10 millones de nativos al comienzo de su conquista en 1528, pero Kroeber baja esta cantidad hasta los 280.000 pobladores. Lange habla de un Yucatán de 2’3 millones de aborígenes, Morlery de 1’6 y Cook y Borah de 800.000. Estos escritores narran cómo en 1605 solo quedaba el 4% de los yucatecos. Para la población centroamericana –audiencia de Guatemala: Chiapas, Belice, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica–, Denevan da una cifra que es desproporcionada: 5.625.000 personas. Sapper otorga 3.300.000 habitantes, pero Lovell y Lutz estiman el total en 5.105.000 nativos. Ángel Rosenblat, una vez más, se desmarca y aporta la cuantía de 100.000 habitantes indígenas para esta área geográfica antes de la llegada de los españoles.

Sobre el imperio inca y posterior virreinato del Perú, N. D. Cook aporta unas cifras extremas entre los 3.300.574 habitantes y los 9 millones, y para 1600, según su criterio, la población había caído a 852.000 almas, habiendo desaparecido el 90’5% de los nativos. Cómputo radical. Wachtel da la cifra de 10 millones y Smith de 12 millones. Dobyns aumenta la cuantía poblacional a 37 millones, Kroeber la rebaja a 3 y Rosenblat a 2. Este autor estimó en 850.000 indígenas el número de los que vivían en el área cultural chibcha y 1.300.000 se ubicaban en los actuales países de Ecuador y Bolivia, mientras que para Chile sitúa 600.000. Newson sostiene que la población de la Audiencia de Quito (sin los valles de Napo, Aguarico y la provincia jesuítica de Maynas) se redujo de 1.500.000 pobladores en vísperas de la conquista a 217.200 para 1600, o sea, una contracción demográfica del 85%.

Hay un exceso en las fuentes propias de los españoles llenas de hipérboles y exageraciones como las de los dominicos Las Casas y Montesinos. Fray Buenaventura de Salinas cifraba en más de 170 millones de almas reducidos en cien años a uno o dos (1630: 281). Con respecto a los censos utilizados por la Escuela de California y otros autores anglosajones, las investigaciones de Lynne Guitar, experta en el estudio de los indios taínos (2002), sustentan que los censos hechos en tiempo de la administración española no solo no son fiables sino inútiles. Así, cuando un indio se convertía al cristianismo y vivía como un español, o si era de etnia mestiza, dejaba de ser censado como indio y era inscrito como español. Pero si después otro funcionario, con otro criterio, lo inscribía como indio el resultado estadístico se presenta nefasto. De este modo, según el análisis de esta profesora, hay ingenios de azúcar donde los nativos pasan de ser unos pocos cientos a cinco mil en dos años. Por si fuera poco, los encomenderos titulares de tierras y explotaciones agrarias mentían en sus relaciones censales según sus intereses productivos y la mano de obra que tenían, fuese indígena, negra o mestiza. La validez de las cifras censales es, cuando menos, cuestionable en su fiabilidad absoluta. El concepto supervivencia física del taíno se recupera desde finales del siglo XX y continúa con los estudios de Roberto Valcárcel y Jorge Ulloa (2018).

Otra razón interesante para rechazar estas abultadas cifras poblaciones referidas, tiene que ver con la base alimenticia existente en el continente americano antes de la llegada de los españoles y portugueses. Las técnicas agropecuarias de las distintas culturas americanas precolombinas, incluso la azteca e inca, eran muy rudimentarias por lo que resulta imposible pensar que su productividad pudiera alimentar semejante población abultada. La agricultura tenía lugar en áreas geográficas obviamente de dominación sociopolítica sedentaria. Pero, por otra parte, muchos de aquellos pobladores eran nómadas o seminómadas que vivían de la caza, la pesca y la recolección de frutos silvestres. Tampoco indica la Escuela de California cuál fue el procedimiento seguido por los españoles para el supuesto genocidio de 90 millones de indígenas, como se sostiene en ocasiones. No hay ni una sola prueba documental que avale semejante disparate académico. Se aducen epidemias, pandemias y otras enfermedades que llevaron los españoles a América, pero en las interpretaciones citadas se deja entrever la barbaridad apocalíptica de la conquista española, que no se halla en los autores precitados de la llamada “catástrofe demográfica”, quienes no presentan documentación probatoria de semejante morbilidad.

Estos autores, Cook y Borah, han utilizado como fuentes matrículas de indios tributarios que elaboraban las autoridades virreinales y algunos padrones parciales, no globales. Con estos números sectoriales construyeron secuencias aparentemente demostrativas de la denominada “catástrofe demográfica”. El método provocó emoción en otros autores y les inspiró a hacer trabajos similares y en otras zonas de Hispanoamérica. Sin embargo, esta forma de analizar la población indígena en el ámbito de los Reinos de Indias de la Monarquía Hispánica fue criticada por Slicher van Bath en 1978 y por Zambardino en 1980, los cuales reprochan las aproximaciones que hacen estos dos estudiosos norteamericanos cuando carecen de datos, caracterizada por la más preclara invención de datos demostrando muertos. Eso sí, rebozados de aproximación en base a supuestos metodológicos. E insisten en que convertir el tributo exigido a los pueblos en habitantes es una pirueta cientifista de alto riesgo y les sugiere dudas (Baudot, 1981).

Sanders, por su parte, en 1976 examina los terrenos cultivados y su productividad, en un área agropecuaria del virreinato novohispano, y colige con nitidez que era del todo imposible mantener a tantísima población autóctona con tan escasa productividad. De hecho, este autor no aprecia retroceso de la población indígena en México desde 1580 a 1625. Según su criterio, antes de la conquista este territorio debió estar poblado por alrededor de 2’9 millones de habitantes, frente a los 6’4 de Cook y Borah. En este esquema, la obsesión por los indios tributarios no tiene nunca en cuenta la aparición bien temprana del mestizo, que pasaba a ser categorizado como blanco. Por tanto, los datos disponibles, como sustenta Nicolás Sánchez-Albornoz, merecen reparos y requieren elaboración añadida. Es necesario, por ejemplo, convertir el número de tributarios en habitantes según un multiplicador flexible que varía a medida que se altera la estructura familiar. Además, tributario no es lo mismo que hombre adulto y muchos indígenas huían en los momentos de los recuentos o para evitar la presión fiscal, por lo que estas estadísticas hacendísticas carecen de valor absoluto. Asimismo, no hay muchas series de ellas, por lo que su analítica global es siempre imperfecta y sectorial. En Perú, las estadísticas que permiten establecer la distinción entre originarios y forasteros aparecen tarde, asentándose en los registros a partir de 1645. Resulta curioso comprobar cómo Nicolás Sánchez-Albornoz, a pesar de cuestionar en 2014 toda esta metodología de matriz norteamericana y originada en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX acepta sus resultados, y afirma: “Queda en claro que los indígenas sufrieron un descalabro general, severo, largo y múltiple en su modalidad” (2014: 64).

Pervive la herencia de las teorías de antropólogos como Rivet, Kroeber, Steward y otros más, quienes, en 1930 y años sucesivos, propusieron realizar estimaciones de la población precolombina en América “partiendo de la relación teórica que su volumen guarda dentro de ciertos márgenes con cada nivel social, económico y cultural alcanzado por un grupo étnico” (Sánchez-Albornoz, 2003: 9). De esta manera y sumando datos parciales estos autores llegaron a estándares numéricos similares, con pequeñas variaciones, para todo el subcontinente.

A la vez, en 1954, Ángel Rosenblat formuló sus propios balances en el libro La población indígena y el mestizaje en América, que consta de dos volúmenes y se publicó en Buenos Aires. En él, parte de la premisa según la cual la historia y la lingüística son la esencia de los pueblos, de las culturas. Aplicó los modelos de la lingüística histórica cuyo fundador fue Wilhelm Thompsen en 1902. Así, Rosenblat procurará que la historia, la antropología, la literatura y el folklore consoliden, junto a la lengua, la base de sus estudios lingüísticos pero también demográficos en Iberoamérica, con intención contrastiva. Compartió criterios poblaciones con Peter Boyd-Bowman que, más allá del dato, buscan “una descripción de los tiempos fundadores americanos, de interacción indígena e hispánica” (Pérez, 2002: 256). Utilizará la imagen de la conquista desde la lengua y la imagen de la lengua desde la conquista. Criticará los trabajos y la metodología de los ya citados Woodrow Borah y Sherburne Cook, además de Lesley Byrd Simpson, publicados en la serie “Ibero-Americana” de la Universidad de Berkeley, a pesar de utilizar las mismas fuentes que aplican estos autores norteamericanos, con la diferencia de que estos asumen las cifras que da el padre Las Casas de cuatro millones de pobladores de La Española. Rosenblat critica a sus homólogos norteamericanos, a los que acusa de no filtrar las fuentes de los cronistas de Indias, especialmente la de este controvertido dominico, cuyas cifras exageradas de forma estrambótica no aceptaba desde hacía mucho tiempo la historiografía profesional, máxime cuando Bartolomé de Las Casas escribió una “verdad” intencional para exagerar ad infinitum los “estragos de la conquista española”, ajena a la verdad absoluta. Rosenblat matizará, también, las expresiones numéricas del resto de cronistas de Indias. Opinaba que los investigadores estadounidenses procedieron a inflar deliberadamente las cifras (1967: 49), con el objeto manifiesto de encajar su teoría preconcebida y entonces original de esta Escuela de Berkeley-California, y cuyos miembros son los iniciadores de la corriente de opinión según la cual la conquista se hace con la ambición metalística de los protagonistas y se sostuvo en la guerra, el saqueo y la expoliación de los cuantiosos recursos americanos que este continente guardaba en su seno y en la sobreutilización de la mano de obra de sus legítimos dueños: los indígenas. Toda una declaración de intenciones juzgando el pasado histórico, pero no interpretándolo con metodología moderna.

Aunque no todos los miembros de esta Escuela apoyaron estas tesis de muerte global del indígena, pues el antropólogo Alfred Kroeber sostuvo posiciones demográficas más próximas a las de Ángel Rosenblat. Sin embargo, Nicolás Sánchez-Albornoz, uno de los máximos exponentes de los estudios de demografía histórica, justifica la extrapolación de cifras y su interpretación cuando no hay datos concretos. De este modo se refiere a los trabajos de Cook y Borah: “Las lagunas que las fuentes encierran inevitablemente, fueron suplidas por extrapolación. La normalización de los datos por decenios venció la irregularidad de las fechas en las que se efectuaron las numeraciones” (2003: 10).

Este autor apuntaba que la primera manipulación de Cook y Borah fue hinchar totalmente las cifras de 1548 para mantener una escala descendente y continua en las siguientes series. La Suma de visitas de pueblos (1548-1550) es el documento básico para ellos, del que extraen el número de pobladores de 1.366.500 habitantes para el Valle de México Central y el reino de Nueva Galicia en el Virreinato de Nueva España. La primera manipulación de estos autores, escribe Rosenblat, es agregar a este número 1.572.888 nuevos pobladores que literalmente inventan por aproximación de otras poblaciones que no aparecen en la lista de la Suma. Como era filólogo, Ángel Rosenblat observa que muchos pueblos están mal ubicados o contados dos veces por desconocimiento de las grafías o de los topónimos. También disminuye a la mitad, con documentos concluyentes, la población que dan para Tlaxcala que la baja a 1.200.000 pobladores. Asimismo, desmonta la supuesta población no tributaria de los calpulli y, por lo tanto, no incluida en la Suma pues sus miembros, caciques, enfermos, niños o viejos vienen entre los tributarios o en la ratio que dieron a sus familias. Cook y Borah decían que estos no tributarios eran 1.469.609 y para Rosenblat habría que hablar de 300.000 indígenas exentos de tributo por tener otros servicios que atender o no ser nobles (indios reservados). Apuntala otra falacia reduciendo de 1.830.000 mayeques o tenentes de tierra exentos de tributo y no incluidos en la Suma, según los norteamericanos. A la mayoría de ellos los considera incluidos en la Suma de visitas de pueblos. Finalmente, reduce a 10.000 los 50.000 esclavos que dan Borah y Cook en la que define como cuarta manipulación.

El resultado final es que Rosenblat aporta una cifra de pobladores de 3.200.000 habitantes por México Central y Nueva Galicia, en 1548, en contra de los 6.300.000 de los estadounidenses. Desproporción totalmente increíble le parece al estudioso venezolano-argentino de las posteriores cifras que otorgan sus colegas del norte para la bajada demográfica global de la población amerindia en el Nuevo Mundo. Acusa a Borah y Cook del prejuicio de querer tomar la más alta y abultada interpretación posible en cualquier caso y de hacer cálculos multiplicadores sin base alguna. La desproporción en el número de la mortalidad de nativos es totalmente despreciada desde la perspectiva académica por Rosenblat, quien acusó a los miembros de la Escuela de California de manipulación numérica absurda y totalmente interesada sin base científica alguna (García Martínez, 1967: 147-152).

En la década de los treinta del siglo XX, un geógrafo, Sauer, un biólogo, Cook, y un historiador, Simpson, de la Universidad de California (Berkeley) iniciaron los estudios sobre el impacto de las enfermedades en México, así como las formas de explotación de su agro y sus cambios y la capacidad de sustentación del mismo en la población americana. Después, partiendo de esta metodología interdisciplinar, el biólogo Sherburne Cook y el historiador Woodrow Borah empezaron trabajos académicos sobre la población amerindia que tanto impacto despertaron. Y fijada la masa tributaria cada tanto tiempo operaron la conversión de sus magnitudes en habitantes, multiplicando a cada tributario por un coeficiente determinado que representaba la cantidad de personas que dependían de cada pagador de impuestos. Las lagunas de las fuentes se sustituyeron por cantidades numéricas de almas sin criterio alguno y dentro de la más pura recreación inventiva. Cook y Borah llegaron a afirmar que la población indígena en México había pasado de 25 millones en 1519 a unos 700.000 en 1625. Ángel Rosenblat sugería que podían haber elevado, con su metodología totalmente acientífica, esta cuantía a 50 millones. Para explicar esta hecatombe desestimaron la guerra entre españoles y nativos y admitieron que las epidemias que trajeron los europeos eran las causantes mayoritarias de tal descalabro poblacional.

Nicolás Sánchez-Albornoz expresa bien la reacción primera a aquellas conclusiones:

A medida que los trabajos de Cook y Borah postulaban precipitaciones abismales, la desazón aumentaba entre los colegas y el público interesado en la cuestión. Una contracción demográfica de esa dimensión y sin equivalente conocido en el mundo entra mal en la cabeza [...] En Mar del Plata, Rosenblat se apegó a la letra de ciertos testimonios míos; Borah prefirió, en cambio, los documentos administrativos locales las visitas- que sometió a tratamiento estadístico. Su controversia prosiguió por un tiempo sin acercar posiciones. (2003: 11)

Es evidente que la tesis de Cook y Borah han sido las triunfadoras, a pesar de todos los fallos metodológicos apuntados. Y se siguen sosteniendo en la actualidad sin cuestionamiento alguno desde perspectivas políticas interesadas y en mayoritarios ámbitos académicos. No en vano, fueron muchos los investigadores que se aventuraron por el camino trazado por los promotores de la Escuela de California. Este es el caso de Dobyns y Denevan y “por un tiempo, la postura alcista pareció el Reino de los antropólogos y de los geógrafos, hasta que varios historiadores publicaron monografías regionales de despoblación”. Es el caso de Lovell, Lutz, Newson, Powers y Alchon, solo por citar a los más conocidos. Habían triunfado sus postulados:

El descalabro conformó un modelo que saltó incluso las fronteras americanas. En el mundo hispánico, este fue sometido a verificación en las Islas Canarias en el Atlántico y en las Filipinas en Asia [...] La posición de Cook y Borah y no la bajista salió reforzada. Que el contacto desigual entre pueblos conlleva desolación en sus comienzos deja ahora de levantar ampollas por evidente. La amable imagen europea de la difusión del progreso por el mundo quedó difusa. (Sánchez-Albornoz, 2003: 12)

A. Crosby llegó a definir la presencia europea en América como imperial, no ecológica. Massimo Livi Bacci, insistió con fuerza ciclónica en el exterminio de los indios en La Española, sustentado por las tesis de Noble David Cook, quien dice que la viruela entró en La Española con los indios repatriados desde España en el segundo viaje colombino. Elsa Malvido sustenta que si proyectamos hacia atrás una cantidad de sobrevivientes por el grado de mortalidad correspondiente a cada pandemia, la población alcanzada para el primer contacto no dista mucho de aquella a la que Cook y Borah llegaron por otro camino. Los antropólogos Juan Villamarín y Judith Villamarín, inciden una vez más en la caída demográfica del virreinato de Nueva Granada. Como no podía ser de otra manera, Linda Newson, profesora de la Universidad de Londres, insiste en que en el virreinato de Perú también se dio mayor morbilidad indígena por, según su criterio, la sobreexplotación que ejercieron los conquistadores y colonizadores españoles (Sánchez-Albornoz, 2003: 15-16).

En estos, y en otros trabajos, no se ha estudiado la capacidad productiva del terrazgo en cada área acotada, así como también sorprende que las lagunas múltiples de las fuentes citadas fueran suplidas por extrapolación, modelo poco ortodoxo y menos ético de interpretar fuentes demográficas, pues se trata de datos poblacionales totalmente parciales. Hay quien ha criticado no descender del nivel agregado por pueblo. No en vano, en estos estudios acotados, no se ha bajado al análisis de la fecundidad de las personas, la mortalidad y el matrimonio que se anotaba en las visitas que se realizaban y transcribían los funcionarios virreinales, lo cual hubiese dado una perspectiva más pura y científica.

Todos estos análisis desprecian la capacidad de los amerindios para recuperarse en una generación de supuestos desastres demográficos parciales como los inherentes a la conquista de los distintos territorios americanos. La rotundidad de las conclusiones de la Escuela de California-Berkeley, resultan hoy inadmisibles, pues no se apoyan en series cuantitativas que abarquen todo el periodo hispánico ni todos los virreinatos. Lo contundente de las aseveraciones numéricas sorprende en términos absolutos. Pero más sobrecoge que se hayan aceptado como verdades absolutas y hayan pasado a la difusión histórica ganando adeptos en todo el planeta, generando, incluso, la tesis del genocidio de los indígenas americanos que supuestamente practicó la Corona española en Indias. Algo rechazable en toda su amplitud. Para que se dé una acción genocida, debe ser un gobierno, una institución o un grupo organizado el que decida la desaparición de otro. Y esto no aconteció jamás en la Monarquía Hispánica. No hay un solo documento que atestigüe tal barbaridad acusatoria.

Otra cuestión trascendente es que desde la perspectiva documental no hay constancia de quejas masivas o parciales significativas de esta supuesta catástrofe demográfica. No hay testimonios remitidos que indiquen esta tragedia poblacional que tan clara y rotundamente la Escuela de California asevera que existió. Tampoco hay protestas formales enviadas desde el Consejo de Indias por estas bajadas radicales de indígenas vivos y que hubiera afectado a la economía. Lo que sí se puede cotejar en los archivos es una alta preocupación de la Corona española por la salud de sus súbditos en el Nuevo Mundo y por curar a quienes sufrían epidemias, existentes antes de la llegada de los colonizadores o de nueva factura traídas de Europa. Llama poderosamente la atención que el 90 % de los estudiosos de estas cuestiones sean anglosajones, siempre empecinados en rechazar el progreso civilizatorio y modernizador que España llevó a América. La Escuela de Berkeley no ha dedicado ni el más mínimo esfuerzo en aplicar su metodología en el masivo proceso de exterminio indígena acontecido en su país a manos del ejército norteamericano.

La población indígena en Estados Unidos se cifra en 2’5 millones sobre una población de 329 millones de habitantes, es decir, el 0’75%, viviendo la mayor parte de ellos en reservas otorgadas por el gobierno federal y en las que el alcoholismo es un problema del todo preocupante. Además, no hubo mezcla racial en Estados Unidos entre los europeos y los nativos y su desaparición genocida es un hecho. Véanse, por el contrario, los altísimos porcentajes de población indígena y mestiza en Hispanoamérica. Otra crítica que merece la metodología de la Escuela de Berkeley es la no inclusión del mestizaje entre las variables de reducción del número relativo de indígenas. Algo que sí realiza, por cierto, Ángel Rosenblat, máxime cuando estos solían incluirse en el cómputo de los blancos. A su vez, no se tuvo en cuenta las exenciones impositivas que tenían determinadas etnias americanas por haber colaborado con los españoles en la conquista. El lingüista-historiador Ángel Rosenblat, manejó estas variables, buscó otros datos en las crónicas de Indias y más documentos administrativos y políticos virreinales y, lo que es más importante, no extrapoló alegremente cifras ni incluyó otras por aproximación donde no había fuentes. Tampoco son las cifras de este autor absolutamente exactas, pues ya hemos indicado que esta tarea es totalmente imposible por la falta total de fuentes seriales precisas. Y más pruebas demográficas no van a aparecer, porque no existen, ya que los historiadores han revisado los archivos con insistencia. Por tanto, nunca conoceremos, ni por aproximación, la certera evolución demográfica en Hispanoamérica desde 1492 a 1824

3. Análisis de la población americana

A pesar de que, como ya se ha expresado, resultará siempre imposible saber con exactitud las cifras poblacionales americanas antes y después de la conquista por españoles y portugueses, mucho más razonable parecen las investigaciones y conclusiones del profesor venezolano Ángel Rosenblat, que hizo su carrera académica en Argentina. Destruye totalmente el planteamiento mítico, ya estudiado, de la denominada “catástrofe demográfica”.

Tabla 1
Población de América en 1492
POBLACIÓN DE AMÉRICA HACIA 1492
Norteamérica, al Norte del Río Grande1.000.000
México, América Central y Antillas5.600.000
México4.500.000
Haití y Santo Domingo (La Española)100.000
Cuba80.000
Puerto Rico50.000
Jamaica40.000
Antillas Menores y Bahamas30.000
América Central800.000
América del Sur6.785.000
Colombia850.000
Guayana100.000
Perú2.000.000
Bolivia800.000
Paraguay280.000
Argentina300.000
Uruguay5.000
Brasil1.000.000
Chile600.000
Ecuador500.000
Población total de América en 149213.385.000
Ángel Rosenblat.

Rosenblat afirma que, a comienzos del siglo XVII, la población originaria había disminuido a diez millones de almas pero define el proceso como un cambio crítico demográfico de menor entidad e incluye, por supuesto, la aparición de una bien significativa población de mestizos fruto de la mixtura de españoles e indios, así como de mulatos. Apostilla que el suave declive de la población indígena se vio totalmente compensado por el significativo aumento de pobladores blancos, negros, mestizos y mulatos. Así estima lo que se ve en la siguiente tabla:

Tabla 2
Composición de la población americana, siglos XVI-XVII
AñoBlancosIndiosMestizos, negros y mulatosTotal
1570 1650118.000 655.0008.927.150 8.405.000230.000 1.299.0009.275.150 10.359.000
(Rosenblat, 1945)

Obsérvese cómo, según las precisiones de este académico, la disminución del número de indios entre 1570 y 1650 es de 522.150 personas, pero el aumento de mestizos, negros y mulatos es de 1.083.850 habitantes. Otro ejemplo del alza de la población indígena se observa en el virreinato de Nueva España en el siglo XVII. Según se desprende de los trabajos de Miranda, en los obispados de México, Puebla y Michoacán se dio una subida general del 28 % de la población indígena a lo largo de la segunda mitad de la centuria. Las investigaciones de Gibson sobre los aztecas del Valle de México, de Miranda sobre los otomíes de Ixmiquilpan y de Cook y Borah sobre la región de Mixteca Alta y Noroeste del virreinato ponen de manifiesto la misma tendencia alcista de la población originaria, aunque a una velocidad más modesta. En la península de Yucatán los mayas conocieron elevación poblacional entre 1607 y 1643, se estancaron y cayeron en torno a 1650, se estabilizaron en el último tramo de la centuria y comenzaron una tendencia ascendente en el siglo XVIII, tal y como han escrito García Bernal y Romero Soto (2006: 358-365).

En Centroamérica, la Audiencia de Guatemala pasó de los 350.000 indios en 1630 a los 420.000 a finales del siglo XVIII. En las Antillas, Ángel Rosenblat estima que había, en 1650, una población total de 614.000 personas sin que sustente la habitual desaparición indígena total. En el Nuevo Reino de Granada, este autor indica que en esa misma fecha convivían 600.000 indios, si bien otros autores sostienen la reducción de la población indígena. En la región de Venezuela, junto a los 76.640 indios y 4.425 blancos que indica la relación de Diego Villanueva de 1607, convivirían –según los datos de Rosenblat– las cifras de 280.000 indígenas, 30.000 blancos, 20.000 mestizos y 30.000 negros además de 10.000 mulatos.

En la actualidad, según informa el Atlas sociolingüístico de pueblos indígenas en América Latina (UNICEF, 2009), hay 522 pueblos nativos desde Patagonia a México, con 420 lenguas que se utilizan hoy en día. En México, Bolivia, Guatemala, Perú y Colombia residen el 87 % de los indígenas de América Latina y Caribe, con una población que se sitúa entre un máximo de casi 10 millones en México y 1.500.000 en Colombia. El 13 % de población indígena restante reside en 20 países distintos. Las etnias más numerosas son: quechua, nahua, aymara, maya yucateco y ki’che’; después vienen: mapuche (araucano), maya qeqchí, kaqchikel, mam, mixteco y otomí. De las 420 lenguas distintas citadas que se hablan, 103 (24’5%) son idiomas transfronterizos que se utilizan de forma habitual en dos o más países. El lenguaje quechua destaca especialmente pues se utiliza en siete países distintos, a saber: Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador y Perú. Otros 108 pueblos indígenas son transfronterizos en Iberoamérica. El total de población originaria en la América actual, según estimaciones, está en torno al 14’3 % de la población total. Asimismo, 44 pueblos indígenas usan solo el español en su comunicación y 55 solo el portugués, encontrándose el 26 % de las lenguas de la región en peligro de extinción.

Tabla 3
Población de América entre 1492 y 1825
Población en América (1492-1825). En tantos por ciento
Territorio14921570Indígenas1650Indígenas1825Indígenas
GroenlandiaIncluidos en Estados Unidos6.0006.000
AlaskaIncluidos en Estados Unidos17.83517.000
CanadáIncluidos en Estados Unidos680.000Incluidos en Estados Unidos
Estados Unidos1.000.0001.004.5001.000.0001.002.000860.00010.765.000400.000
Angloamérica1.000.0001.004.5001.000.0001.002.000860.00011.468.835423.000
México4.500.0003.550.0003.500.0003.800.0003.400.0006.800.0003.700.000
Antillas300.00065.65022.150614.00010.0002.843.000---
Centroamérica800.000575.000550.000650.000540.0001.600.000880.000
Venezuela350.000307.000300.000370.000280.000800.000120.000
Colombia850.000825.000800.000750.000600.0001.327.000700.000
Ecuador500.000416.500400.000580.000450.000550.000Incluidos en Colombia
Guayana Francesa---------------17.315701
Guayana Inglesa Guayana Holandesa100.000100.000100.000100.00070.000239.38620.000
Perú2.000.0001.585.0001.500.0001.600.0001.400.0001.400.0001.130.000
Chile600.000620.000600.000550.000520.0001.100.000Incluidos en Perú
Argentina300.000306.000300.000340.000250.000630.000200.000
Bolivia800.000737.000700.000850.000750.0001.716.0001.000.000
Paraguay280.000258.000250.000250.000200.000Incluidos en Bolivia100.000
Uruguay5.0005.0005.0005.0005.00040.000600
Brasil1.000.000850.000800.000950.000700.0004.000.000360.000
Latinoamérica12.385.00010.200.1509.827.15011.409.0009.175.00023.062.7018.211.301
América13.385.00011.204.65010.827.15012.411.00010.035.00034.531.5368.634.301
Rosenblat, 1954

Tabla 4
Población total e indígenas en América entre 1940 y 1950
Groenlandia18.00011.55797,5424.00023.28097,0
Alaska72.52432.45844,75128.64333.90029,0
Canadá11.682.000128.0001,1213.800.000130.0000,94
EE. UU. Continental131.669.275361.8160,27350.697.361425.0000,28
México19.653.5524.422.04922,5525.781.1735.156.23420,00
Antillas13.700.0008000,00516.200.0008000,0049
Guatemala2.380.0001.309.00055,02.788.1221.533.46755,00
Honduras Británica55.00013.13423,8861.00014.56623,88
Honduras1.107.859100.0009,021.505.46590.0005,97
El Salvador1.744.535348.90720,01.855.917371.18320,0
Nicaragua900.00039.4004,371.057.02340.0003,78
Costa Rica656.1293.5000,53800.8752.6920,33
Panamá622.57655.9878,98805.28547.6155,91
Zona del Canal51.827Extinguidos0,052.822Extinguidos0,0
Colombia9.000.000144.0001,611.260.000150.0001,33
Venezuela3.710.000100.0002,695.091.54398.8231,94
Guayana Inglesa350.68016.0834,58392.78216.4804,19
Guayana Holandesa179.0003.7002,06216.1244.0001,85
Guayana Francesa28.0001.8006,4229.0002.0006,2
Ecuador2.600.0001.040.00040,03.202.7571.281.10240,0
Perú7.023.1113.247.19646,138.490.0003.396.00040,0
Bolivia2.900.0001.595.00055,03.109.0311.660.46755,00
Brasil41.236.315200.0000,452.645.479200.0000,37
Paraguay1.150.00040.0003,471.405.62739.2132,78
Uruguay2.145.545Extinguidos0,02.400.000Extinguidos0,0
Chile5.023.539130.0002,585.800.000130.0002,24
Argentina14.000.000100.0000,7116.900.000100.0000,61
América273.659.46713.450.3874,95326.410.02914.946.8224,58
Rosenblat, 1954

Tabla 5
Población indígena en América en 2005
Población indígena en América (2005). En tantos por ciento
PaísIndígenasPorcentaje
Bolivia10.581.00055
Guatemala6.034.00053
Perú5.662.00045,5
Ecuador4.932.00039
México33.842.00014
Chile1.217.0008
El Salvador502.0008
Panamá228.0008
Honduras494.0007,7
Nicaragua350.0006,9
Venezuela653.0002,7
Colombia758.0001,8
Paraguay83.0001,5
Argentina370.0001,0
Costa Rica32.0000,8
Brasil682.0000,4
Iberoamérica46.434.0009,2
Lizcano Fernández, 2005

Con las fuentes de Ángel Rosenblat y Francisco Lizcano, además de estadísticas más recientes, hemos podido estructurar de forma aproximada y con la ayuda de censos parciales o nacionales el siguiente cuadro:

Tabla 6
Población iberoamericana en 2020
1) México191562,730,3
2) Guatemala5434300
3) Belice19,32,761125
4) Honduras11,7183,6271
5) El Salvador819100
6) Nicaragua8,9475,3110,8
7) Costa Rica2,8801520,2
8) Panamá1,921438,17
9) Cuba3,7372,647,49,3
10) República Dominicana1,614,60,9757,9
11) Puerto Rico1,772,311015
12) Colombia2,82053,2213
13) Venezuela2,716,937,727,72,8
14) Ecuador408,9415,15
15) Perú4612,3329,70
16) Bolivia55152820
17) Chile10 50,739,300
18) Argentina18511,10,92
19) Paraguay8,52064,53,53,5
20) Uruguay18682,62,4
21) Brasil1,2381,418,810,6
Elaboración propia

El mestizaje fue un hecho preclaro en toda América, porque los españoles de toda condición se mixturaron con los indígenas sin reserva alguna, menor prejuicio y sin contradicción ni problema gubernamental alguno. En Estados Unidos, el matrimonio interracial se legalizó en 1967. Obsérvense, además, los elevados porcentajes de población indígena que persisten en la actualidad y que no se corresponden con las tesis de la “catástrofe demográfica”, ni con las del genocidio indígena aún más radical y pletórica de odio, esta última, hacia la acción de la Corona española con sus súbditos en América. Así, en Guatemala, el porcentaje de indígenas sobre el total de los habitantes del país es, al encarar los arranques de la segunda década del siglo XXI, del 56%; en Bolivia del 55%; en Perú del 46%; en Ecuador del 40% y en México del 19%, a la par que Belice con 19’3%. El mestizaje alcanza en México categoría mayor con un 62’7%, superado por El Salvador 91%; Honduras 83’6% y Paraguay 64’5%. En Colombia llega al 53’2% y en Venezuela al 37’7%. En Chile al 39’3% y en Ecuador al 32%. En Belice al 61% y en el resto de repúblicas su número es bien significativo.

La disminución de la población indígena es un tema abierto al debate. No obstante, los datos son muy deficitarios y contradictorios e incluso están en la raíz de la leyenda negra con cifras imaginarias por exorbitantes, como apuntó Rosenblat. Además, se utilizan para juzgar el pasado (Lipschutz, 1966: 229-230). Como fallan los datos cuantitativos, se recurre a otras vías para mantener la tesis el colapso de la despoblación subsiguiente a la conquista. Esta revisión de las fuentes históricas pone el acento en las epidemias, tratamiento cruel o devastación ecológica tras la conquista (McCaa, 1999: 223). Dicho con otras palabras: pura continuidad. La guerra de los números se reactualiza una y otra vez (Rabell, 1967 y 1993). Sí resulta más novedoso un enfoque que si bien supera el análisis estadístico, repara en la naturaleza de las fuentes cuantitativas y en los contextos regional y socioeconómico concretos (Molina y Navarrete, 2006: 11).

La polémica, que nunca cesó desde el siglo XVI, se ha reavivado recientemente en un plano más general. Si bien en esta ocasión sí se ha respondido desde el campo de la historia con una mayor rotundidad y confianza que en épocas anteriores en las cuales no pasó de proyectos o incurrió en culpable dejadez. Muchos son los testimonios denunciatorios al respecto. Pero para cerrar este artículo, conviene resaltar la actualidad del debate. La filóloga María Elvira Roca Barea dio un impulso definitivo e insospechado a la defensa de la gestión española en Indias (2016), muestra inequívoca de un auditorio receptivo. Para desmontar su propuesta, un filósofo de renombre tomó la pluma como reacción (Villacañas, 2019), y merece por sí sola una reseña esta controversia. Poco después vino otro hito en esta lucha por la verdad de la mano de un politólogo argentino, quien también confesaba en el mismo título de su famosa obra exculpatoria las intenciones de desmontar la leyenda negra (Gullo Omodeo, 2021).

Desde la historia académica se hizo necesaria una respuesta y lo fue privilegiada. La directora de la Real Academia de la Historia declaraba en una entrevista periodística que no hubo genocidio, sino violencia, como en toda conquista territorial militar desde el neolítico. En batallas donde muchos indígenas aliados de los españoles lucharon frente a mexicas o incas. Tlaxcaltecas o totonacas en el primer caso y chancas, huancas, tallanes o cañaris en el segundo, entre otros. La mayor tasa de muertes correspondió a las epidemias, ante una población no inmune al principio que, con el transcurrir del tiempo, logró recuperarse “y eso explica que en el XIX los indios estén luchando del lado de la Monarquía hispánica, no con los independentistas” (Iglesias, 2021: 38), caso de los pastusos, iquichanos, araucanos o pehuenches, por ejemplo.

En el cambio de siglo, un maestro de historiadores ya había aportado una reflexión de plena vigencia: “No sé si en nuestro presente se prefiere la versatilidad de los temas o la forma gravemente desenfadada de tratar los más serios, porque si malo es lo uno, peor es lo otro, sobre todo por el aire concluyente con que se presentan, como si nada más pudiera decirse” (Ramos, 1998: 11).

4. Discusión y conclusiones

Durante los procesos de independencia en América, una parte bien significativa de su población era indígena. Así, de 34.531.536 millones de habitantes que tenía toda América, 8.634.301 lo eran según los datos ofertados por Ángel Rosenblat, es decir, exactamente el 25%. Se constata en torno al millón y medio de blancos y dos millones de negros y uno de mulatos, por lo que el 61% de la población americana en el año de 1825 era mestiza, es decir: 21.397.230 personas. La primera cuestión a destacar, y que viene a contradecir la siempre repetida tesis del exterminio indígena, es la isla La Española (actual República Dominicana y Haití), pues la etnia dominante a través del análisis del ADN de sus habitantes es la ibérica (79%) y después vienen la mesoamericana y andina con un 61’7% . En los territorios de dominación española es prevalente la etnicidad mesoamericana y andina en: Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México, Panamá y Perú. En Paraguay y Bolivia no hay datos pero intuimos que el resultado ha de ser similar. En todos ellos la etnia ibérica va en segundo lugar. La ibérica como etnia primera y la mesoamericana y andina como segunda es dominante en Puerto Rico, Uruguay y Argentina. Lo mismo acontece en el área de presencia portuguesa, Brasil, donde el ADN primacial es ibérico, y en segundo término el mesoamericano y andino.

En el territorio de colonización británica, empezando por Estados Unidos de Norteamérica, no aparece porcentaje alguno de ADN indígena, pues es el inglés el dominante (44’3%), seguido del escandinavo, del europeo del noroeste y del ibérico con un 21’3%, lo que pone de manifiesto la penetración y colonización española en aquel territorio desde el virreinato de Nueva España.

En Canadá acontece otro tanto, siendo el ADN mayoritario el inglés (42’8%), con el escandinavo, europeo del noroeste, después, ibérico (26’7%) en clara referencia a la presencia francesa y luego va la europea oriental, fruto de las migraciones contemporáneas, y lo más sorprendente es que aquí tampoco hay indicio ni rastro alguno de etnicidad indígena. Lo mismo observamos en Bahamas, donde las dos etnias dominantes son la nigeriana y la sierraleonesa, la escandinava y europea del noroeste continúan la tabla y la keniana la cierra, no hay ADN de población indígena. En Barbados se da la misma situación, con ADN mayoritario nigeriano (58%) seguido del inglés (39’1%). También en Bermudas el modelo se reproduce pues no se consignan restos de población indígena pero sí mayoritariamente africana (ADN nigeriano en un 49’4%). En Jamaica, donde no hay constancia de población indígena, el dominio del ADN africano es total: nigeriano 90’3%, sierraleonés 56’5%, africano occidental 41’9%, keniano 32’3% e inglés 27’4%. Y, por último, tampoco se encuentra ADN autóctono en Trinidad y Tobago donde la etnia nigeriana es mayoritaria con un 72’7%.

Los datos expuestos, junto con los previos, no dejan lugar a dudas. La colonización española se caracterizó por el respeto y mantenimiento de la población local indígena a la que había que evangelizar e hispanizar tras el choque inicial de la conquista, hecho que no se observa en el ámbito de dominación británica y francesa, fundamentalmente en Estados Unidos y Canadá, pero también en las islas del Caribe de su condominio. Por no hablar del mestizaje, prácticamente inexistente en este mundo de mayoritaria lengua inglesa. La función protectora de la Corona española fue un elemento clave en la recuperación demográfica de los naturales, así como en procurar su dignidad e integración como súbditos de ambas majestades. Y todo ello desde la legislación indiana, el pensamiento humanista y la gestión gubernativa.

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Información adicional

Apoyos: El presente artículo forma parte de los proyectos de investigación de la Cátedra Iberoamericana de Excelencia URJC Santander Presdeia con referencias F50-HC/Cat-Ib-2021-2023: La Monarquía Hispánica y los Reinos de Indias (1492-1898). La construcción española de un desarrollado y moderno Nuevo Mundo (Vicerrectorado de Investigación) y F49-HC/Cat-Ib-2020-2022: Los indios del Rey. Los nativos americanos y la monarquía universal española (1492-1898) (Vicerrectorado de Innovación y Transferencia).

Como citar este artículo: Chauca García, J., & Azcona Pastor, J. M. (2022). La falacia del exterminio de la población indígena en Hispanoamérica (1492-1898). Cuadernos de Investigación Histórica, (39), 109-142. https://doi.org/10.51743/cih.282

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