RESEÑAS
JUAN PABLO II (2021). Meditación sobre el don. Didaskalos. 64 pp.
JUAN PABLO II (2021). Meditación sobre el don. Didaskalos. 64 pp.
Cuadernos de Pensamiento, núm. 34, pp. 264-268, 2021
Fundación Universitaria Española
San Juan Pablo II. Meditación sobre el don. 2021. Didaskalos. 64pp.. 978-84-17185-56-5 |
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Publicación: 30 Diciembre 2021
Juan Pablo II (2021). Meditación sobre el don. Didaskalos. 64 pp.
Nuestra civilización de la producción reniega de la acción creadora de Dios y de uno de los más grandes tesoros que en ella se nos ha entregado: la diferencia ontológica, que une al hombre creado con su Creador, y la diferencia sexual, que une al varón y a la mujer formando “una sola carne” (Gn 2,24). Con esta idea comienza Stanisław Grygiel el comentario previo que introduce este escrito de Juan Pablo II, publicado bajo el título Meditación sobre el don. El texto ya había sido editado anteriormente en lengua española, recogido como una meditación inédita de Juan Pablo II, dentro del volumen de Mauro Leonardi, Como Jesús. La amistad y el don del celibato apostólico (Palabra, Madrid 2015). La editorial Didaskalos ha tenido el acierto de publicarlo de nuevo, en un volumen aparte, acompañado de un comentario previo de Stanisław Grygiel, que resulta tremendamente sugerente y lúcido, como acostumbran a ser siempre sus escritos. Con ello, el breve texto de Juan Pablo II adquiere un empaque especial, y queda convertido, así, en una gran obra, recuperada y sumada al magno corpus de escritos de Karol Wojtyła/Juan Pablo II. El texto de la meditación del Papa se articula en torno a cuatro puntos: 1. La creación como don. 2. El don y el confiar. 3. La sensibilidad hacia la belleza. 4. La redención del cuerpo. El volumen se cierra con una página que reproduce parte del manuscrito polaco del Papa; en ella puede apreciarse su firme y limpia caligrafía, así como los subrayados con los que él solía resaltar y enfatizar sus ideas-fuerza.
Las dos diferencias señaladas por el profesor Grygiel, la diferencia ontológica y la diferencia sexual, son las dos coordenadas fundamentales que sostienen, según los relatos creacionales del Génesis, la verdad originaria acerca de la identidad del hombre, pero, son también las dos diferencias fundamentales que posibilitan esa cualidad tan característica y definitoria del ser y del existir de la persona, que es su ser don. Nuestra civilización de la productividad se incapacita para descubrir y aceptar el gran don que es una persona para otra, cuando la reduce a ser algo útil o inservible, o la confunde con un campo de experimentación, a merced de una libertad humana que se ha constituido en origen y medida de sí misma. Por eso, Juan Pablo II comienza su Meditación sobre el don con una pregunta incisiva: “¿Puede una persona decirle a otra persona: «Dios te ha dado a mí»?”. Es Dios quien, en su acción creadora, entrega las personas unas a otras; de ahí que el rechazo de la creación, o su interpretación meramente técnica, traiga consigo también el rechazo de ese don, que es cada persona, y la implantación de la lógica utilitarista. El Génesis no se limita a narrar la creación del varón y de la mujer, sino que, según Juan Pablo II, da pie a interpretar esa creación como una entrega mutua: “La mujer le es entregada al hombre para que este pueda comprenderse a sí mismo e igualmente el hombre le es entregado a la mujer con ese mismo objetivo. Tienen que confirmar mutuamente su humanidad ante la sorpresa de su doble riqueza” (p. 38).
La pregunta por el hombre se apoya sobre la clave de bóveda de la teología de la imagen de Dios, lo cual implica no solo que en el hombre hay una particular plenitud de ser, que no encontramos en las demás realidades creadas, sino también que “el hombre es la única criatura que puede realizarse solo a través del «don desinteresado de sí»” (p. 42). Ahora bien, según el Papa, solo puede ser don desinteresado para los demás aquel que se posee a sí mismo; hay, por tanto, una relación estrecha entre el ser para sí y el ser para los demás, en cuanto que la autoposesión es presupuesto para la libre donación de sí, y esta donación es, a su vez, autoteleológica, es decir, me permite realizarme a mí mismo en cuanto persona. La masculinidad y la feminidad despiertan precisamente esta conciencia del don del otro, que me es confiado por Dios como un don, para que yo responda a ese don también con el don de mí mismo. Esta comunión originaria en el don, en la que son creados el varón y la mujer, es, precisamente, el espacio más expresivo de la imagen de Dios en el hombre.
El ser humano es también el lugar de una particular belleza, esa con la que Dios le dotó en el momento de la creación. La comunión varón-mujer crea en el corazón de ambos un espacio interior de mutua complacencia amorosa, en el que brota la admiración por la belleza del ser personal del otro. Toda creación artística busca precisamente llegar a alcanzar la belleza; pero, en la creación espiritual de cada ser humano hay una particular búsqueda de belleza, que recuerda con nostalgia aquella primera belleza que el varón y la mujer recibieron al ser creados, y que estaba vinculada a la gracia primera de la creación. Por eso, dirá Juan Pablo II, “la resurrección es la revelación de la belleza más elevada” (p. 48). El pecado afea esa belleza personal, que se expresa precisamente en la comunión de personas, que son el varón y la mujer. La añoranza por aquella belleza primigenia que el Creador entregó al hombre es también la añoranza por aquella comunión originaria entre el varón y la mujer, en la que se nos reveló el don desinteresado. Esa belleza personal y esa comunión de personas varón-mujer siguen siendo a día de hoy un don y una encomienda del Creador a cada hombre, un bien que hay que recuperar y hacer realidad, pues cada persona es entregada y confiada por Dios a otra persona, el varón a la mujer y la mujer al varón.
Nuestra cultura antihumanista rechaza la belleza de la persona y la belleza de esta comunión varón-mujer, y sustituye la lógica del don por la lógica de los derechos. La libertad humana, convertida en creadora del propio hombre, produce sustitutivos de esa belleza personal, en un esfuerzo grande del espíritu humano por no afearse a sí mismo, hasta perder su belleza intrínseca; pero, aun así, no consigue crear una cultura de la belleza, porque sus creaciones no nacen del misterio del amor creador de Dios, que llamó a la existencia al hombre, y lo creó bello, porque lo creó en la comunión de personas varón-mujer. Por eso, los genios, o los santos, son una muestra de que es posible superar el círculo de la fealdad y la mediocridad; ellos nos enseñan que es posible encontrar la belleza del bien y de la comunión, en medio de una cultura afeada por la degradación del mal y del pecado. El corazón humano puede hacer que el don deje de ser desinteresado y convertir, así, a la persona en un objeto de uso o de producción para otra persona. Este utilitarismo individualista es una de las mayores amenazas de nuestra civilización, que parece sustituir la belleza personal por la mera satisfacción que le acarrean los bienes materiales y de consumo.
La otra persona, el varón para la mujer y la mujer para el varón, es un don, y un bien inmenso, porque ha sido redimido por Cristo. La redención nos abre los ojos para descubrir ese nuevo orden que Cristo ha instaurado en el mundo, construido precisamente desde la lógica del don desinteresado. Un orden que es tremendamente personal y sacramental, porque se levanta sobre el fundamento de la belleza y la sacralidad de la comunión varón-mujer. La redención confirma el sacrum de la creación y, por tanto, el sacrum de esa comunión de personas que son el varón y la mujer, excluyendo que esa comunión pueda convertirse en un objeto de uso. En este contexto de la redención se hace más clara aún esa sacralidad y sacramentalidad del cuerpo sexuado, que brota precisamente del sacrum de la creación. Por eso, cada persona, creada y redimida, se convierte, así, en “guardián de su hermano” (Gn 4,9): si el varón es el guardián de la santidad del cuerpo de la mujer, entonces la mujer podrá sentirse segura ante los ojos de su hermano y realizar el don de sí misma con el que el Creador configuró su feminidad.
Termina el Papa su meditación citando el Cantar de los cantares: “¡Qué hermosa eres, amor mío!” (Ct 1,15). Unas palabras que él refiere al “gran deslumbramiento ante la belleza de la feminidad, pero no solo ante la belleza sensual, sino sobre todo ante la belleza espiritual” (p. 57). Esta experiencia del descubrimiento de la belleza de la feminidad fue, para Juan Pablo II, el término de un “largo camino que me condujo a descubrir el «genio femenino»” (p. 58), de la mano de muchas personas que Dios le fue entregando y asignando a lo largo de su vida; tantas que “hoy en día veo que podría escribir un libro sobre cada una de ellas: sería un estudio sobre el tema del don concreto desinteresado que es cada una de ellas” (p. 58). A la luz de esta experiencia personal y de su camino autobiográfico, el Papa concluye su meditación confiando a cada varón la experiencia de la masculinidad de san José frente a la feminidad de María: “Pienso que cada hombre, independientemente de su estado y de su vocación en la vida, debería escuchar estas mismas palabras que escuchó José de Nazaret: “No temas acoger contigo a María” (Mt 1,20). “No temas acogerla contigo” significa haz todo para reconocer ese don que ella constituye para ti. Tan solo teme una cosa: no apropiarte de ese don. Es lo que tienes que temer”.
La insistencia y centralidad con que el Papa articula su meditación en torno al don desinteresado hubiera merecido ser recogida en el título del volumen. Esta Meditación sobre el don no discurre en el nivel de la generalidad, sino que, como bien indica su autor, es una Meditación sobre el don desinteresado. Hubiera valido la pena recoger ese matiz, pues el argumento central del escrito no es el don, sino el don que es cada persona para la otra persona, el varón para la mujer y la mujer para el varón.
Juan Pablo II (2021). Meditación sobre el don. Didaskalos. 64 pp.
Juan Pablo II (2021). Meditación sobre el don. Didaskalos. 64 pp.