ESTUDIOS

Fecundidad e identidad personal en los vínculos familiares. El papel de la lógica del don en ellos desde la óptica de la maternidad

Fruitfulness and Personal Identity in family ties. The role of the logic of gift in them from a perspective of motherhood

maría José Chávez Ibarra
Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Italia

Fecundidad e identidad personal en los vínculos familiares. El papel de la lógica del don en ellos desde la óptica de la maternidad

Cuadernos de Pensamiento, núm. 34, pp. 195-214, 2021

Fundación Universitaria Española

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Recepción: 06 Octubre 2021

Revisado: 02 Noviembre 2021

Aprobación: 02 Noviembre 2021

Publicación: 30 Diciembre 2022

Resumen: En la gestación se aprecia claramente que el hijo depende radicalmente de la madre. La corporeidad femenina en su sentido trascendente, y no meramente biológico, permite comprender la dinámica afectiva que se genera entre los sujetos implicados en la fecundación y su determinante influjo en la formación de la propia identidad de todos ellos. Mediante la lógica del don de sí que se manifiesta de un modo existencial en la corporeidad de la mujer y el sentido con el que acoge el cuidado y la promoción de esa nueva vida, el varón aprende su propia paternidad. La vinculación que se genera entre los progenitores y respecto del hijo implica un carácter permanente y de maduración que requiere del verdadero amor para responder adecuadamente a la unión que se ha generado; el desarrollo de los vínculos y sus diversas etapas, conjugadas entre autonomía y alteridad, constituyen el don de la familia como comunión capaz de contribuir a la edificación del bien común en la sociedad por cómo, dentro de ese tejido relacional, se aprende en el tiempo a amar.

Palabras clave: Corporeidad, identidad, libertad, lógica del don, vínculos.

Abstract: During gestation it is evident that the child is radically dependent on the mother. Feminine corporeality seen in its full transcendence, and not in a merely biological sense, allows us to understand the affective dynamic that is generated between the subjects involved in fertilization and its determining influence on the formation of their own identity. Through the logic of self-giving that manifests itself in an existential way in the corporeality of the woman and the meaning with which she accepts the care and promotion of this new life, the man “learns” his own paternity. The bond that is generated between the parents and with respect to the child implies a permanent character that matures over time and requires true love to respond adequately to the union that is generated; the development of the ties and their various stages, involving a back-and-forth movement between autonomy and alterity, constitute the gift of the family as a communion capable of contributing to the edification of the common good in society because, within this relational weave, one learns over time to love.

Keywords: Corporeality, identity, freedom, logic of gift, bonds.

1. Introducción

I Curso de Formadores

“El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad»” (Juan Pablo II, 1988, n. 18). Esta cita de Mulieris dignitatem, la carta apostólica del Papa Wojtyla sobre la mujer, es una constatación que surge al observar el proceso biológico que comienza con la procreación y que abre un horizonte en la comprensión de la vocación original de la mujer y su implicación respecto de la identidad paterna. En ella parece evidente la asimetría que existe entre la implicación del hombre y de la mujer, no tanto en su inicio, que también presenta desconcierto, cuanto en su desarrollo, pues queda claramente exaltada la primacía de la madre. Este conjunto de hechos despierta innumerables preguntas. Quisiera centrar la atención en la conclusión que nuestra frase inicial propone: la dependencia del varón para conocer su paternidad a través de la madre. Nos parece un tema relevante a considerar pues permite explorar las implicaciones que de él se derivan en la formación de la identidad de toda persona. ¿Cuál es el papel del niño gestado y naciente, que aparece como el principal afectado, en este descubrimiento de la paternidad por parte del varón?, ¿la paternidad pertenece solo indirectamente a la identidad personal del varón?, ¿qué tipo de relación existe entre la maternidad y la paternidad? ¿Hasta qué punto se afecta recíprocamente esta triada relacional en la conformación de la identidad personal?

Cuando hablamos de paternidad y maternidad nos referimos implícitamente a tres sujetos en cuestión: la madre, el padre y el hijo. Analizarlos desde un método fenomenológico que los considere en el ámbito espacio temporal de la gestación y el nacimiento de una nueva vida puede ser un camino que nos ofrezca luces para nuestros interrogantes. Para ello, una clave principal podemos encontrarla en cómo consideramos la corporeidad humana, que de por sí implica un espacio y una temporalidad. Junto a estas coordenadas nuestro cuerpo se presenta como escuela de un kairos particular para una plenitud personal en el trascurso del chronos de un desarrollo biológico, ya que este binomio —kairos/chronos— permite reconocer la vulnerabilidad intrínseca a nuestra existencia que se presenta simultáneamente como carencia y posibilidad de bien. Nuestra corporeidad, en su vulnerabilidad y temporalidad, nos permite experimentar la realidad de que no somos mero bios, ni tampoco sólo esencias universales, sino que nuestro cuerpo está abierto a una trascendencia por la que la realidad nos afecta en lo concreto (Ratzinger, 1989). En otras palabras: nuestro ser se ve afectado por la existencia. Así lo vivimos en cada evento amoroso de nuestra vida, como por ejemplo, un abrazo o una caricia, o un golpe que nos produce una herida. Aquello que vivimos toca íntimamente nuestras personas, afectándonos de modo diverso aún viviendo los mismos hechos. En definitiva: las expresiones físicas revelan un sentido propio a cada persona que va más allá del mero gesto exterior.

2. Identidad polar: entre la autonomía y la alteridad

Una de las consecuencias más graves de reducir el ser humano a mero bios es menoscabar su libertad, pues tal perspectiva, enmascarada de aparente realismo, poco a poco le encasilla en categorías deterministas que terminan por arrebatarle la originalidad y unicidad de su obrar. Porque somos libres, podemos ser dueños de nuestras decisiones (autoposeernos) y descubrir el sentido de las mismas en el conjunto de nuestra vida (autotrascendernos) (cf. Spaemann, 2000; Fernández, 2020). Gobernar nuestras elecciones no es sencillo, pues no sólo implica nuestra capacidad electiva, sino también tantos otros factores que circundan nuestra existencia afectando nuestras decisiones temporales en su consideración, en su ejecución o en su evolución. La experiencia de nuestros límites pone en evidencia que somos personas relacionales mediante el cuerpo, que ofrece una condición que es a la vez limitada y abierta a unas relaciones que prometen algo nuevo y desconocido. Reconocemos que estamos vinculados unos con otros, en el tiempo, en el espacio, con el cosmos.

Nos movemos así entre la polaridad de la autonomía y la alteridad. En ella, nuestra libertad se ve desplegada en su grandeza y también modulada por tantos factores ajenos a ella. Las experiencias de la paternidad y la maternidad son un evento corporal que cuenta con las características apenas mencionadas. Ya inicialmente apuntamos que entre los tres sujetos implicados en la gestación parece otorgársele una primacía fundamental a la mediación de la relación mujer-hijo respecto de la conciencia de paternidad. Al mismo tiempo, de modo tácito pero fundante, es del hijo de quien parece hacer surgir tanto la identidad paterna como la materna, desvelando el inicio que activa su desarrollo, con la gestación y el nacimiento, en un proceso de maduración (Cf. Granados, 2013).

La presencia del hijo pone en evidencia una alteridad entre el hombre y la mujer del todo particular, pues es su unión sexual aquella capaz de engendrar una persona humana distinta de sus progenitores y única en su identidad. El hecho de que el fruto de esa unión que llamamos “hijo” sea una vida humana, revela el estatuto de su dignidad como persona, abierta a un sin fin de posibilidades que prometen desplegarse en el tiempo[1]. Ese hijo es, a su modo, “carne de su carne” (Cf. Gn 2,23) pues ha requerido de un modo esencial la participación de ambos en su peculiar forma de ser “una carne” (Cf. Gn 2,24) en el origen de su existencia. El acto de procrear es así un acto personal en el que se vive de forma eminente el carácter de alteridad, lo cual tiene serias implicaciones para la conformación de la identidad dentro de este sistema relacional es maracado por la dimensión corporal.

3. Identidad y vínculos afectivos

La generación del hijo ofrece un conocimiento de sí mismos a los progenitores que resultaba insospechado hasta ese momento: “quién soy yo que mediante una relación particular puedo colaborar en la gestación y nacimiento de una nueva vida”. Esa nueva creatura posee “algo” de ellos mismos, del padre y de la madre, y expresa una trascendencia y, al mismo tiempo, manifiesta una unión de esa unidad, hasta entonces solo dual, que ha hecho posible la nueva relación triádica. Tal unidad dual en su origen es trasformada en su proceso, pues de su relación se fecunda una vida humana del todo original; unidad dual también en la constitución de esta vida, pues el hijo recoge en sí rasgos propios de la corporeidad de uno y de otro que le acompañarán durante toda su existencia marcándole significativamente. Así, la unidad del padre y la madre se trasciende en el fruto de su unión: en el hijo (Scola, 1998, p. 117-143; Scola, 2000, p. 105-122). Se genera una pertenencia existencial: ese hijo será para siempre “de” “esa madre” y “ese padre”; así lo testificará también su nombre propio recibido de ellos como palabra primera que se le ha donado, que le vinculará de un modo único y por el que será reconocido como tal.

Entonces, ser engendrado relaciona de modo identitario a estos tres sujetos: al hijo, a la madre y al padre con un sentido espacio-temporal que implica una permanencia y una maduración. Es decir, no se trata de un acontecimiento aislado que inicia y se pierde en su deriva, ni mucho menos autónomo, en cuanto ausente de vínculos, sino que marca y acompaña la existencia de cada uno de ellos de modo interpersonal y que pide un horizonte de sentido en su vivencia. No basta la sola concepción de un nuevo ser humano: la generación es un proceso que continúa más allá del nacimiento, acompañándolo a lo largo de las diversas etapas de la vida (Guardini, 1997) donde el modo de relación entre el padre y la madre influye de modo claro al hijo, concluyendo con la muerte y más allá de esta misma, por lo que significa el paso de generación en generación. En otras palabras, cada generación familiar se ve marcada por el influjo de su propio entorno que recibe como una llamada a la trascendecia. La herencia de nuestros antepasados marca significativamente la existencia personal, tanto el presente familiar, con sus vivencias, su modo propio de procesarlas y expresarlas, como el futuro a modo de vocación; y cada generación la recibe reelaborándola y traspasándola a la siguiente… En este sentido, conocer nuestra propia historia nos permite comprendernos mejor y continuar la narrativa de nuestra vida que es a la vez herencia y promesa de un legado. Este tejido relacional es también una responsabilidad para cada hombre que implica un sabio ejercicio de libertad, para tratar de aprender de lo recibido y enriquecerlo creativamente.

4. La lógica del don en la formación de la identidad

En un plano objetivo, en el nacimiento de un nuevo ser humano se revela la capacidad de engendrar una persona con una trascendencia única, pues será un ser con libertad propia que decida sobre el sentido de su vida. Su existencia se presenta como un conjunto de promesas por realizar. De ahí que no se produce un ser a medida de sus progenitores, sino que se manifiesta una grandeza incomparable en el ser humano, tanto en quien engendra como en quien es engendrado, en una novedad radical, sin parangón en el mundo (Granados, 2010). Quien lo vive de una manera del todo existencial es la mujer, por cómo está implicada su corporeidad en la generación, que se percibe de forma particular desde la “hermenéutica del don”[2]. Esta referencia al don es principal en nuestro estudio. El hijo depende radicalmente del cuerpo de la madre, para su primera recepción vital. La gestación se presenta, así, como una “ecografía” adecuada de la vocación propia de todo ser humano en donde la lógica del amor corporal tiene su centro. El amor que una madre otorga principalmente en la gestación evidencia su característica fundamental de don, en cuanto es un despliegue de gratuidad que permite a la nueva creatura la experiencia de ser amado por sí mismo como razón fundamental. Así, el primer don que una persona recibe es la vida misma.

No es indiferente reparar en que para la fecundidad de la mujer se requiere la recepción de un semen ajeno a ella. En esta intervención del varón la mujer actúa como testigo especial de que la vida es un don porque de algún modo también ella lo ha recibido y le pide una entrega particular desde el inicio; no es algo que realiza sola sino en una experiencia profunda de alteridad. Al mismo tiempo, por el hecho del nacimiento, donde la corporeidad femenina misma saca de su cuerpo esa nueva vida, experimenta que el niño no es propiedad suya sino que está llamado a ser él mismo en un proceso que se va distanciando paulatinamente a lo largo del tiempo. Una experiencia dolorosa y gozosa a la vez… que asombra a quien sabe mirar el evento en su sentido, pues parece que es la regla que se esconde detrás de toda vida humana: por un lado la necesidad de autonomía y por otro, la necesidad de otras personas y circunstancias para desarrollarla.

En ello tendrá un papel fundamental el padre, si bien en todo ello interviene como apoyo y sostén desde la gestación, aunque de forma segunda respecto de la madre; la realidad muestra que debe asumir el vínculo que teje con su propio hijo desde su ser una carne con su mujer, por la participación en la fecundación. Pero lo hace de un modo propio. El afecto que el padre vuelca en su hijo sirve para que éste se experimente reconocido como un ser distinto de su madre, abierto a nuevas relaciones. Esta es una enseñanza bella y a la vez seria: la propia autoconsciencia se madura a partir de la mirada de otros y no sólo desde la propia. En cierto sentido, somos unos de otros corresponsables de la mirada que las personas desarrollan de sí mismas a partir de las relaciones interpersonales. En esta responsabilidad, que comienza con aceptar el sentido propio de tal relación, es como se reconoce la identidad personal que se configura en ese marco relacional.

Todo ello revela el sentido que la dimensión corporal contiene y nos hace ver que la fecundación de un ser humano no se trata de una mera realidad física que puede ser tratada como una producción, sino una realidad trascendente donde la experiencia de ser querido marca significativamente al nuevo ser en la lógica del don y la libertad que acompañará su propia vida. Se aprecia de manera particular en la dinámica madre-hijo durante el período de gestación, si bien sirve de analogía para otras relaciones interpersonales de la persona. La gestación requiere, ciertamente, una donación particular de la madre, no sin costes para ella, que podrán repercutir incluso en devenir del tiempo... Sin embargo, desde la lógica del don apenas considerada se puede comprender cómo la madre, al ofrecer su cuerpo de forma particular y vinculante al hijo, informa la identidad, inclusive la capacidad afectiva, del bebé de un modo único. Así, desde esa perspectiva amorosa, el desgaste que le supone especialmente a la madre su propia donación, encuentra sentido en el gozo de contemplar el misterio de que, del fruto de sus entrañas, junto con la intervención originaria del padre, se alumbre una nueva vida: “La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo” (Jn 16,21). Es esta la experiencia humanizadora del dolor cuando su origen es el amor (Grygiel, 2003) y se abre al sentido pleno de engendrar una vida nueva. La maternidad evidencia de un modo corporal que el ser humano “no puede encontrarse a sí mismo, sino en el sincero don de sí” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 24).

Esta dinámica nos permite ver cómo el don posee en sí mismo una estructura interpersonal precisamente porque crea un vínculo entre el donador y el receptor expresando en esa acción gratuita un mutuo reconocimiento del valor interpersonal, tanto de quien es considerado objeto de donación como del donante mismo (Pérez-Soba, 2014, p. 65-87). De este modo, apreciamos cómo esta simbiosis ternaria entre el padre, la madre y el hijo, implica un tipo de vinculación que en este caso es afectiva y que sirve de analogatum princeps para toda forma de amor ulterior desde la relación fundante de generar una vida nueva, por tratarse de una auténtica “procreación”. En este sentido, cada acto humano que engendra una vida nueva se convierte en espejo de lo sucedido en la creación, pues remite como razón última al don de Dios que con gratuidad otorga el ser a cada creatura como un regalo único; de manera especialmente sublime se aprecia esto en la procreación de todo ser humano, pues en el fondo, los dos progenitores reciben como don primariamente su propia existencia. Así, el amor humano en su fecundidad es testigo del amor de Dios en su magnanimidad creacional. Es evidente que no basta traer a la vida un ser humano, es necesario acompañarlo en su desarrollo, de lo contrario las consecuencias se padecen significativamente. Igualmente sucede con Dios, que no sólo permite la existencia sino que la acompaña con su providencia. Con ello, hemos delineado el conjunto de relaciones, madre-hijo, hombre-mujer, todas ellas marcadas por la presencia de Dios de un modo tal que allí se conforma la identidad de cada hombre. La fecundidad, por consiguiente, tan ligada a la mujer es una clave de comprensión para ello.

5. El don de la fecundidad como luz para los vínculos que dan identidad

Así, cuando de la unión de dos genera tres, se afirma la evidencia de nuestra dimensión relacional de un modo claro y se atisba la importancia de los vínculos en la vida humana. Los vínculos, en general, requieren de por sí la diversidad relacional y una cierta permanencia y dinamicidad; también piden un proyecto o trabajo común implicando la dimensión afectiva de las partes para llevarlo a cabo, y así enriquecerse mutuamente de esa unión establecida. Esto es fundamental, pues las relaciones son significativas en la vida de una persona en cuanto estas constituyen vínculos afectivos con su valor humano de dar sentido a las acciones y hacer crecer a la persona (Botturi, 2004). Es en esta naturaleza afectiva donde radica su fortaleza y su vulnerabilidad que son las características que hacen posible el crecimiento, que requiere ese entorno relacional. Así, vincularnos mutuamente implica asumir una diferencia inicial en la propia posición dentro de un proyecto común de comunión de personas que implica la libertad (Grygiel, 2002). Por ello se distingue del mero pacto puesto por voluntades ya hechas, sino que se trata de un proceso en el que la dimensión afectiva teje un ligamen particular en un horizonte común. Además, el factor espacio-temporal juega un papel particular ya que pone de relieve la dinamicidad propia de toda relación interpersonal, que atraviesa diversas etapas en su formación. Es un factor que ilumina la identidad personal que estamos mostrando, con ese elemento temporal de una identificación progresiva marcada por los vínculos personales.

Este breve análisis de los vínculos nos permite ver cómo, en la configuración de la identidad de toda persona son fundamentales los roles familiares para la madurez de la afectividad, puesto que todo habla de alteridad en un camino de intercambio de bienes. Además, propicia la comprensión de la diferencia como reciprocidad y no mera igualdad de justicia que, si bien es fundamental, no basta de por sí para definir el quién de cada ser humano. Los vínculos que se forman dentro de la dinámica familiar son caracterizadores y cualificadores dado que implican la intimidad de las personas de un modo originario e identitario. Su formación posee unas etapas que sirven para su maduración. Así lo apunta la teoría del apego seguro y que se ha asentado en el ámbito científico como punto de reflexión válido para considerar el crecimiento afectivo maduro de un niño, destacando la trascendencia de los vínculos en la vida personal, principalmente los vínculos familiares (Sacristán, 2020, p. 51-62; Grygiel y Chávez, 2021; Benlloch, 2021). Por eso es fundamental la experiencia primera de amor a la que toda nueva vida es vulnerable, donde la corporeidad hace de vehículo comunicativo de un modo principal y la referencia femenina tiene un papel del todo peculiar, como hemos señalado. La calidad de los vínculos familiares afectará en gran medida el modo de desarrollarse la historia personal, no como algo determinante pero sí en gran medida condicionante.

Así, la diversidad con la que intervienen los sujetos dentro de la dinámica familiar realiza un tejido afectivo que va educando a las personas en la manera de aprender a vivir su vocación personal al amor. Se generan diversas modalidades de relación que hacen de escuela de sociabilización a partir de los círculos relacionales que implica la familia. Se aprende a vivir la verticalidad en las relaciones, que se desarrolla primariamente entre los padres y los hijos; así como las relaciones horizontales, principalmente mediante el trato entre hermanos. En diversa medida se conjugan ambas respecto de otros familiares. Todos estos vínculos, singulares y únicos, van forjando el sentido de pertenencia, de participación en una comunidad y el modo de situarse en ella, de colaboración social, la gestión de las emociones y de los afectos, la experiencia de trascendencia y fecundidad, etc. en una persona. Esto se realiza en una reciprocidad asimétrica, necesaria para la comprensión del amor desde una adecuada lógica del don de sí: para dar amor primero hay que recibir amor (Melina, 2011). Si bien es verdad que cada uno de los miembros de una familia -padre, madre, hijos- tiene un papel especifico y propio en la maduración de la identidad personal en las distintas etapas de la vida, no lo es menos la intrínseca unidad que tienen entre sí por razón de su origen, constitución y desarrollo en el tiempo. Así la educación en la relacionalidad, que implica aprender a vivir la gratuidad, la solidaridad, el compromiso, la competitividad, etc., se ve modulada por la diversidad de relaciones que ofrece la dinámica familiar en un ambiente de intimidad. Una conclusión importante es que, desde un punto de vista existencial y de búsqueda de sentido, no se pueden estudiar los vínculos aisladamente sino en relación unos con otros, y en unidad; pues sólo así se percibe la riqueza de luminosidad propia que contiene esto que podemos llamar don familiar. Con esta expresión nos referimos a ese intercambio de amor/donación que se fragua en las relaciones interpersonales familiares donde el tejido que se va hilvanando es escuela de amor y donación para cada uno de ellos en su unidad y conjunto, donde los miembros de la misma son los primeros beneficiados, pero también la sociedad que recibe esas enseñanzas con la vida tanto de cada uno de ellos en particular como de la familia en su unidad.

La familia así comprendida, bajo esa lógica del don de la que nace y en la que se desarrolla nos permite comprender de qué modo cada hijo, siendo un don incomparable por razón de su dignidad humana, se constituye en bien común de la familia que es capaz de unir a las personas (Juan Pablo II, 1994, n. 11; Cid Vázquez, 2020). Un don que pide reciprocidad y trascendencia y, simultáneamente, configura de nuevo las relaciones familiares en una nueva forma de comunión que enriquece la anterior. Se trata de una lógica, y no de una fórmula para obtener resultados; es decir, un modo de vivir las relaciones desde la gratuidad, la sobreabundancia y la trascendencia que es propia del fenómeno del engendrar una vida.

6. La dinámica familiar y el bien común

La donación amorosa que esta comprensión conlleva, desarrolla en las personas un modo de entregarse que permite madurar la libertad, superando una concepción reductiva de mera elección para comprenderla en su profundidad relacional fundada en el amor. Precisamente por la gratuidad que la libertad implica en el amor, sirve como antídoto para el individualismo autónomo, que termina por crear un vacío en las personas dejándolas aisladas y tristes por la soledad íntima que conlleva. Desde una concepción utilitaria y productiva, la persona puede considerar que toda acción depende únicamente de sus propias capacidades, cuando en realidad, es el amor recíproco el que nos permite salir de nosotros mismos para descubrir nuevas posibilidades personales que nos enriquecen y construyen una felicidad profunda en una verdadera comunión. La donación a cada hijo conforma la identidad personal de un modo dinámico porque se descubren facetas propias capaces de afectar a un tercero de un modo vital. A través de las propias acciones la persona se descubre a sí misma en el tiempo, así como en lo que su propio actuar genera en otros. Al mismo tiempo, cuando existe un bien común, el actuar personal requiere también de una mutua colaboración, como es el caso de los padres de familia respecto de los hijos por el amor[3]. En el ejercicio de este actuar personal de dimensión común, se educa también a quien es beneficiario de esas acciones. Esto es importante porque la familia, desde esa lógica de donación recíproca que le es connatural, es un modo apto de educar a cada individuo al bien común fundamental para la construcción de la sociedad. Esto es de una importancia social capital, pues afirma el ethos de una sociedad a partir de personas que en su propio núcleo familiar se han ejercitado en él.

Llegados a este punto, no podemos sino asombrarnos de la delicada tarea que implica la procreación en su capacidad de formar una familia. Y resulta al menos honesto preguntarnos si es posible para todos los seres humanos vivir esta vocación conyugal, paterna y/o materna o si más bien, está destinada para algunos pocos que sepan estar a la altura de tan trascendentes responsabilidades. No podemos negar que esta es una inquietud presente en la actualidad de Occidente y que se expresa de muy diferentes maneras (Donati, 2017). Una clave fundamental para acercarnos a esta respuesta la podemos encontrar al analizar la dinámica propia del amor, pues “el hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente” (Juan Pablo II, 1979, n. 10). Al mismo tiempo, la experiencia del amor humano requiere siempre de cierta fe. El afecto que surge en todo vínculo abre senderos insospechados: de él pueden surgir vivencias maravillosas, que permitan ver la vida de un modo positivo, prometedor, por el que vale la pena recorrer cada hora del día. Pero también es ocasión de experiencias desgarradoras, desilusionantes, amargas. Toda relación con otra persona implica adentrarnos en un camino de vulnerabilidad, en su doble vertiente experiencial de gozo y dolor porque es precisamente el éxtasis del amor, que nos saca de nosotros mismos, el que nos ofrece el espacio de gozo y sufrimiento. Es un sentido vivido de modo peculiar en la experiencia del parto donde hay más promesas que evidencias, y sin embargo, la fuerza de amor por ese nuevo ser que aparece en la vida, hace capaces de asumirla en su misterio y grandeza. Eso forma parte de la identidad propia de la maternidad.

Tomemos pues nuestro haz de luz esencial: no existe amor sin fe (Pérez-Soba, 2014) pues el amor a otra persona pide un cierto abandono en las promesas que esa relación ofrece como semillas. Así, creemos en otra persona porque existe un afecto suficiente para fiarnos de ella, para apostar por el camino común que se atisba como promesa. Esta circularidad entre el amor y la fe es la que hace posible afrontar los desconciertos de la vida, con sus pruebas y sus desafíos, que a todos por igual nos sobresaltan. Es evidente al ser humano que el dolor y el sufrimiento son realidades que se entretejen en su existencia; su superación no consiste en librarse de ellos o extirparlos, pues bien sabe que eso no es posibilidad siempre asequible. La verdadera diferencia la encuentra en la capacidad de no quedarse solo en esos momentos de oscuridad. Sabernos amados, acompañados verdaderamente, en los momentos de dolor o sufrimiento, hacen ese trance llevadero y esperanzador. Esta es la realidad que puede iluminar la especial identidad femenina implicada en el proceso generativo del que hablamos.

La familia se presenta como ese lugar primario donde toda persona experimenta los afectos más básicos de seguridad y temor, tan necesarios para recorrer el camino de la vida. Por ello se impone una vez más como la escuela por excelencia para aprender a vivir, donde la lección principal será aprender a amar siendo amado. Así, la fe en la familia propicia el hábitat adecuado para aprender el arte del bien común:

El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (Cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. […] La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona (Francisco, 2013, n. 51, cursivas propias).

El amor de la pareja se ve así, por un lado, enriquecido por la presencia original de cada hijo. La analogía que el amor humano respecto del amor de Dios, en su indisolubilidad también a partir de la fecundidad, implica una apertura a la fe en su presencia y acción, que en la vivencia de esa lógica del don que estructura la identidad humana nos permite reconocer su modo de actuar en nuestras vidas a partir de las relaciones que se entretejen en nuestras vidas.

Por otro, precisamente porque cada uno es un ser personal único, requiere un modo concorde de ser tratado dentro de un conjunto que no es fácil armonizar, pues pide atención a otras relaciones y responsabilidades a las que responder. Por ello, hoy más que nunca parece necesario enseñar a las personas el arte de la prudencia dentro de una educación de los propios afectos para responder en un orden del amor, puesto que cada familia es única y conforma lo que podríamos equiparar a una especie de “ADN único y propio” de la misma. Bien pronto aprenden los padres que si bien es necesario un modo justo de tratar a todos los hijos, ello pasa por reconocer la originalidad de cada uno de ellos y su consecuente modo de tratarles. En este sentido, la organización de los roles del padre y de la madre dentro de una familia, incluso de los hijos, responde a ese “ADN único” y propio que de cada una de las familias, pues la operatividad responde a los bienes fundamentales que piden los miembros de la misma, precisamente a partir de la vocación propia de cada uno de ellos en la transmisión del amor mutuo; eso permite una flexibilidad en el modo propio de organizarse, más allá de modelos socio históricos. Así es como la vivencia de la propia maternidad y paternidad permite vivir mejor el propio compromiso social pues educa a la persona a mirar el verdadero bien que funda todos los demás: el cuidado y promoción de las personas.

Es aquí donde la mujer, en el desarrollo de su vocación materna ofrece una luz propia para la formación del sentido de humanidad. Su modo único y particular de acoger y cuidar la vida desde el don de sí misma a partir de su corporeidad permite comprender cómo el amor se funda y articula precisamente en dar la vida. En este sentido, la maternidad, desde la fase de gestación, educa a todo ser humano en la tarea más importante: amar, desde esa acogida, cuidado y promoción que le es connatural a su identidad materna.

La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación (Juan Pablo II, 1988, n. 30).

El amor de una madre transmite de un modo fundamental el humanismo verdadero al que estamos llamados: cuidar y promover la dignidad de cada ser humano. El padre lo aprenderá de un modo más claro al participar de la donación tan existencial propia de la madre. Y así cada hijo, los hermanos, se van adentrando paulatinamente y de modo diverso en esa escuela de vida constituída por ese entramado de relaciones propio. De ahí que la familia pide no sólo engendar sino principalmente generar personas a través de un sistema relacional que configuren su afectividad, como el órgano capaz de velar y promover la dignidad de las personas como bien fundamental. De este modo, el concepto de bien común recoge en sí la estructura identitaria que le es más propia al ser humano: ser hijos e hijas destinados a ser padres y madres para la edificación de civilizaciones fundadas en la justicia y el amor, y en donde la maternidad tiene su papel específico y central desde la lógica del don y de la fe.

7. Conclusión: la luz de la Sagrada Familia

Nuestro recorrido arroja una luz diversa con la que contemplar la realidad de la Sagrada Familia de Nazaret y su vinculación con nuestras vidas. La fecundidad de María Virgen, tuvo su origen en la recepción de la Persona Don de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, que hizo posible la Encarnación del Hijo de Dios. Dios, en su deseo de hacerse asequible al ser humano que a lo largo de los siglos le buscaría aún sin saberlo, eligió un modo familiar de autocomunicarse.

La Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María de Nazaret revela la primacía de Dios que se dona y toma la iniciativa de manifestarse a la humanidad a partir de sus propias categorías para hacerse a sí mismo asequible de un modo armónico humano divino. Además, queda manifiesta la totalidad de la implicación de la Mujer que acoge en su vientre a Dios mismo. La vinculación afectiva que esto supone, precisamente por darse de un modo familiar, sencillamente nos trasciende… El Espíritu Santo es quien fecunda el vientre de María de un modo único. Y María entregará toda su humanidad al Verbo eterno con la donación propia de una verdadera madre. Todo lo humano queda, no sólo respetado como para mostrar su belleza, sino verdaderamente divinizado por Quien ha asumido nuestra carne humana. Ciertamente sólo un Dios personal que se pueda definir Amor puede realizarlo, manteniendo la originalidad propia de la creación, incluido el misterio insondable de la libertad humana en todas sus posibles vertientes a lo largo de los siglos.

En este contexto familiar, se inserta la figura de San José, quien de un modo especialmente claro recibe su paternidad de María Santísima. Es posible en una doble perspectiva: 1) desde la dimensión personal (vertical) de la fe de ambos, donde tanto él como María comprendieron y respondieron íntimamente a la revelación que Dios les hacía; 2) y desde la fe en su dimensión comunitaria (horizontal), donde la respuesta de uno afectaba la respuesta de todos, se dio la revelación de Dios en su ser personal-relacional. San José, el padre adoptivo de Jesús, “tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).

Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (Cf. 2,19-20)” (Francisco, 2020). San José ha vivido de modo muy especial su conciencia de paternidad, donde la aceptación del don y de la gracia han sido del todo particulares: la necesidad de una fe que es generada especialmente por María y sostenida por ella. María aporta el hecho de que el Hijo de Dios se haga Hijo del hombre, eso sólo lo podía hacer una mujer, no desde un ideal eterno femenino, sino desde la maternidad que es un inicio en la historia. Así comprende San José su paternidad, no como un ideal, sino como la aceptación real de María en la historia de la salvación de Dios, donde dicha paternidad cobra su significado.

La Sagrada Familia, en cuanto generada por una especial participación del Espíritu Santo, sirve de analogía por excelencia para la comprensión de la lógica del don… En ella se recoge la sublime belleza de la revelación de Dios; pero también la vocación humana al amor en su faceta matrimonial y virginal. La fecundidad de una vida se realiza en el tiempo por el verdadero cuidado y promoción de las personas. Así lo revelan las vidas de María Santísima y de San José en su virginidad por el Reino como proyecto común que nos trajo la verdadera salvación: “Dios con nosotros” (Mt 1,23).

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Notas

[1] Donati, 2017. Es cierto que a partir del siglo XX el término procreación, que indicaba la generación de un hijo, ha sufrido un cambio cultural importante con la diversificación de técnicas de reproducción asistida. Para esta cuestión remitimos a: Ratzinger, 1989.
[2] Juan Pablo II, 2000, p. 117, se trata de su Catequesis 13 del ciclo del amor humano de (2-09-1980), n. 3.
[3] Como dice en la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, (2009), n. 7: “Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz”
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