ESTUDIOS
La belleza de la feminidad: perspectivas sociales, culturales y políticas
The beauty of femininity: social, cultural and political perspectives
La belleza de la feminidad: perspectivas sociales, culturales y políticas
Cuadernos de Pensamiento, núm. 34, pp. 215-238, 2021
Fundación Universitaria Española
Recepción: 15 Noviembre 2021
Revisado: 22 Noviembre 2021
Aprobación: 23 Noviembre 2021
Publicación: 30 Diciembre 2021
Resumen: El artículo aborda el cambio social que se ha venido produciendo en muchísimos aspectos y realidades contemporáneas. Explica de qué modo la mujer ha ido cobrando un enorme protagonismo en distintos ámbitos: laboral, cultural y social. Profundiza en los retos y desafíos que tiene la verdadera condición femenina hoy. Sin embargo, hay algo irrenunciable para la mujer: la posibilidad de ser madre. Dado que ciertas ideologías han adquirido en la modernidad una relevancia destacada, se pone en valor que la verdadera revolución hoy es el reconocimiento de la alteridad sexual. No se puede olvidar que ayudar a la mujer es potenciar la familia, y que el verdadero cambio lo protagoniza la mujer. La mujer puede situarse como víctima o cómo protagonista. Para ser protagonista debe recuperar la esencia femenina y las virtudes que le son propias. Únicamente de este modo y en colaboración con el hombre se puede construir en la familia, en el trabajo y en la sociedad.
Palabras clave: Cultura, hombre, familia, maternidad, mujer, paternidad, política, sociedad, trabajo.
Abstract: The paper addresses the social change that has been taking place in many aspects and contemporary realities. It explains how women have been gaining an enormous role in different kind of labor, cultural and social spheres. The paper, delves into the challenges that the true feminine condition has today. However, there is something inalienable for women: the possibility of becoming a mother. Given that certain ideologies have acquired outstanding relevance in today's society, it is emphasized that the true revolution today is the recognition of sexual difference. It cannot be forgotten that helping women is empowering the family, and that the real change is led by women. The woman can be positioned as a victim or as a protagonist. To be a protagonist, she must recover the feminine essence and the virtues that are its own. Only in this sense and in collaboration with man can it be built in the spheres of the family, at work and in society.
Keywords: Culture, Family, Maternity, Man, Paternity, Politics, Society, Woman, Work.
1. El cambio social permanente
Vivimos en una realidad social permanentemente cambiante. En ella, especialmente en Occidente, podemos encontrar realidades que se dan en la convivencia cotidiana que poco tienen que ver con lo que ha vivido la generación anterior; y podemos intuir que también será muy diferente a cómo se desarrolle la sociedad de un futuro a medio y largo plazo. En esta sociedad las relaciones personales, afectivas, la creación de instituciones, la proliferación de distintas comunidades, de mayor o menor entidad, se ve claramente afectada por los cambios que marcan el desarrollo de un nuevo paradigma.
Lo cierto es que, con respecto a la forma de relacionarse en el ámbito laboral, el ámbito asociativo y el ámbito familiar, la sociedad actual especialmente en Occidente, tiene muchas diferencias con respecto a las generaciones que la han precedido. De una manera especial esto afecta al papel que la mujer juega en todo ese desarrollo social. No es una novedad, sino que es un fenómeno que viene dándose desde hace muchas décadas, pero lo que sí que es una novedad es el reflejo que esto tiene en el relato institucional.
Probablemente lo que más caracteriza a nuestra sociedad occidental actual y el cambio que se produce en ella son todas las posibilidades que incorporan las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Ellas hacen posible y aceleran una serie de circunstancias que de hecho son el motor de un cambio constante en el que la adaptación del hombre a la nueva realidad está siendo probada continuamente.
Los cambios que se producen vienen caracterizados precisamente por la rapidez con que lo hacen y en esa situación cabe plantearse si es el hombre o la misma sociedad la que genera esos cambios o por el contrario se ve sometida a un proceso de adaptación en el que no es la propia sociedad el motor del cambio, sino que de alguna manera éste le viene dado por factores externos, o cuando menos, por factores cuyo origen no está claramente en el sentir social.
Si echamos un muy somero vistazo a la historia, vemos como desde la Revolución Industrial los distintos avances han supuesto, sin ninguna duda, un cambio social, una manera diferente de desarrollar la vida personal y social de la comunidad. Desde esa primera Revolución Industrial podemos comprobar cómo, de hecho, esta transformación implica también el primer acceso de la mujer al ámbito laboral. A partir de ese momento esto va a ser una realidad constante en el desarrollo de las sociedades occidentales. Cabe señalar también que, más allá de tópicos más o menos manidos, esta transformación afecta a la sociedad en su conjunto y qué esa nueva forma de vida y de trabajo, por supuesto, no afecta solo a la mujer sino también al hombre, y consecuentemente, a toda la sociedad.
Esa primera revolución industrial supuso un cambio que podemos entender como el inicio de toda la variación en la fisonomía social poblacional urbanística y de desarrollo del viejo continente, si bien su origen sin duda lo encontramos en la sociedad británica. La aparición de las fábricas, el éxodo de la población rural, esa primera incorporación de la mujer en el nuevo modo de producir es un cambio tan radical que de hecho en gran medida supone un punto de inflexión con respecto a todo el desarrollo social. Es prácticamente unánime el entender que supuso el mayor cambio que se había vivido nunca en las transformaciones sociales y que afectaba a todos los ámbitos. Es el inicio de una economía y sobre todo de una sociedad mayoritariamente de carácter urbano, con una inicial aparición de la industria, aparición que va a ser imparable y que irá evolucionando y desarrollándose, afectando directamente a la vida de las nuevas comunidades.
Sin embargo, probablemente es en la segunda revolución industrial (qué podemos entender que abarca desde finales del s. XIX hasta las primeras décadas del siglo XX) cuando todo este proceso de industrialización y de modificación social se generaliza implantándose de facto en todo el mundo occidental.
Pero en la modificación social, en ese cambio, no podemos limitarnos a la observación de la revolución, las revoluciones, industriales como factor único de ese cambio. Estas vienen acompañadas de otro tipo de revoluciones que son igualmente determinantes en el cambio social. Todas ellas vinculadas y facilitadoras unas de otras y que son factores determinantes del nuevo paradigma social.
En el tema que nos ocupa, sin duda dentro de todas esas revoluciones juega un papel fundamental la del 68, en la que los distintos movimientos feministas se hacen protagonistas y en cierto modo lideran todo un nuevo modelo que se va a imponer en esa nueva sociedad.
Es cierto que la evolución de esos movimientos feministas, y las “olas” que generan y en las que se desarrollan, merecen una mención especial por cuanto se refiere al cambio social que vivimos. Si bien el inicio de los movimientos feministas reclamaba la consecución de unos derechos civiles y políticos semejantes a los del hombre, la evolución que han ido desarrollando hasta nuestros días supone un horizonte muy distinto.
Las distintas corrientes (especialmente desde la perspectiva anglosajona u otra más cronológica) sitúan el inicio del feminismo en un momento diverso, la evolución posterior es coincidente en todos los análisis del mismo. Y para el tema que nos ocupa nos interesan más las últimas, que las primeras olas.
En cualquier caso, mencionemos las que llevan el origen del feminismo a un momento anterior. Primera ola: desde mediados del siglo XVIII, con el nacimiento del feminismo moderno. Segunda ola: desde mediados del siglo XIX hasta principios del XX. Tercera ola: desde los años 60-70 del siglo XX hasta los 90. Cuarta ola: actualidad.
Tanto la primera como la segunda de estas olas en realidad lo que hacen es reclamar para la mujer una serie de derechos y de consideraciones similares a aquellas de las que disfruta el varón. Probablemente lo más conocido sea el movimiento sufragista que reclama la posibilidad de las mujeres de acceder el voto en las elecciones políticas, pero no de menor importancia es el acceso de la mujer a la formación superior y universitaria.
Ambas realidades sitúan a la mujer en un ámbito en el que hasta entonces no había actuado. Es cierto que en esos primeros momentos -pensemos por ejemplo en el acceso a la Universidad- la presencia de la mujer en esta institución se produce paulatinamente, y además inicialmente fue una realidad minoritaria, lo cual es lógico, si entendemos que los cambios sociales no ocurren de un día para otro, sino que llevan su tiempo. En la actualidad en una sociedad como la nuestra, salvo en aquellas titulaciones que no son elegidas por las mujeres -no porque no puedan tener acceso a ellas sino porque no están entre sus preferencias-, la presencia de las mujeres en las aulas universitarias es mayoritaria.
Lo mismo podríamos decir con el hecho de ostentar cargos públicos. Primero se reconoce el derecho que tiene la mujer al voto, y con posterioridad llegó el momento de que las mujeres fueran no solo electoras sino elegibles[1].
Durante los inicios del feminismo los trabajos de las mujeres involucradas en esta cuestión se centraban precisamente en esa equiparación de derechos. Sin duda es un primer paso dentro del cambio social que se vive de manera acelerada desde inicios del siglo XX.
Más interesante nos parece la segunda y la tercera ola del feminismo, las que se desarrollan a partir de los años 60 y que van íntimamente vinculadas a la revolución del 68 y consecuentemente a la revolución sexual. La mujer, al menos en el mundo occidental, ya tiene formación universitaria, ocupa puestos de responsabilidad en el ámbito laboral (aunque todavía no minoritariamente), de tal manera que esta tercera ola donde se centra es precisamente en la llamada liberación sexual femenina. Lo que se busca es disociar la sexualidad de la maternidad, tanto en un plano teórico cómo en sus consecuencias más prácticas. Icono de este movimiento es Simone de Beauvoir (1909- 1986) que con su obra El segundo sexo y con la difusión de sus ideas -que va radicalizando- plantea un nuevo paradigma de lo que debe ser la mujer moderna, del papel que debe jugar, que le corresponde desarrollar en la sociedad contemporánea y también, aunque no se presente exactamente así, de aquello a lo que debería o no renunciar. Incluso llegó a admitir que no se debería permitir a ninguna mujer que se quedara en casa para criar a sus hijos, que las mujeres no deberían tener esa opción, precisamente porque si existiese tal opción, demasiadas mujeres iban a elegir.
Probablemente sea este uno de los momentos en los que comenzamos a encontrar no sólo la presentación de un nuevo modelo social y consiguiente desarrollo de esta concepción de la mujer y de su función, sino que también y junto a ello la podemos percibir ciertamente creadora de conflicto y hostil. Y esto es así, porque se concibe a la mujer, desde posiciones que poco a poco se van radicalizando hasta llegar a las a la cuarta ola en las que entran en oposición y competición con el varón. Si la situación es de oposición, resulta mucho más complicado construir un proyecto común, porque se van desarrollando ámbitos de desconfianza, en lugar de poder superar el conflicto, si es que lo hay, y trabajar unidos en ese proyecto común.
Especialmente iluminadora de esta cuestión es la cita de Juan Pablo II al abordar la dignidad de la Mujer (Muleris dignitatem 10): “En nuestro tiempo la cuestión de los «derechos de la mujer» ha adquirido un nuevo significado en el vasto contexto de los derechos de la persona humana. Iluminando este programa, declarado constantemente y recordado de diversos modos, el mensaje bíblico y evangélico custodia la verdad sobre la «unidad» de los «dos», es decir, sobre aquella dignidad y vocación que resultan de la diversidad específica y de la originalidad personal del hombre y de la mujer. Por tanto, también la justa oposición de la mujer frente a lo que expresan las palabras bíblicas «él te dominará» (Gén 3, 16) no puede de ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres. La mujer —en nombre de la liberación del «dominio» del hombre— no puede tender a apropiarse de las características masculinas, en contra de su propia «originalidad» femenina. Existe el fundado temor de que por este camino la mujer no llegará a «realizarse» y podría, en cambio, deformar y perder lo que constituye su riqueza esencial. Se trata de una riqueza enorme. En la descripción bíblica la exclamación del primer hombre, al ver la mujer que ha sido creada, es una exclamación de admiración y de encanto, que abarca toda la historia del hombre sobre la tierra.
Los recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son sólo diferentes. Por consiguiente, la mujer —como por su parte también el hombre— debe entender su «realización» como persona, su dignidad y vocación, sobre la base de estos recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibió el día de la creación y que hereda como expresión peculiar de la «imagen y semejanza de Dios».” Especialmente significativos son los siguientes puntos:
- La diversidad específica y la originalidad personal del hombre y de la mujer no puede de ninguna manera conducir a la «masculinización» de las mujeres.
- Los recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son sólo diferentes.
Probablemente sea esta la perspectiva más diversificadora y a la vez integradora que podamos encontrar. Y lo es porque asume la diferencia, es consciente de ella y de toda su riqueza y la integra en la complementariedad, que es la que produce el avance de la humanidad. El primer feminismo no buscaba la igualdad con el hombre, es decir, las mujeres no pretendían ser hombres; buscaban, exaltando la femineidad y lo femenino, poner en valor todas las capacidades de la mujer, que por otra parte se han revelado como imprescindibles a lo largo de la historia, y, eso sí, pretendían una equiparación en derechos civiles y políticos.
Es difícil, al menos desde la sociedad occidental, no coincidir con estos presupuestos, por otra parte ya —y desde hace tiempo— ampliamente conseguidos. Por eso en el texto citado nos parece especialmente clarificador cómo, partiendo de la igualdad esencial de todos los hombres, cuyo fundamento es la fraternidad humana y la fraternidad cristiana, se hace hincapié en la diferencia. Una diferencia que es complementaria. El Papa insiste en que no puede producirse la masculinización de la mujer, y que sin duda esto sería una pérdida con consecuencias muy negativas para la sociedad entera.
En este sentido, cuándo aparecen los primeros movimientos feministas, el cambio social que reclaman es una equiparación en derechos, en absoluto se podía entender que la mujer deseara ser como el hombre, y tampoco que quisiera sustituir al hombre. Siendo así, la perspectiva desde la que hay que abordar esta diferencia es la de la complementariedad, que enriquece y que facilita el desarrollo de cualquier sociedad. En definitiva, se trata de superar el conflicto allí donde lo ha habido, de no crear otros —produciendo un efecto pendular—, y de aportar y colaborar en el mejor y más humano desarrollo de la sociedad.
Cabe señalar, que dentro del mundo occidental la aparición del cristianismo supone un gran paso en la consideración de la dignidad de la mujer, teniendo en cuenta el contexto de las civilizaciones antiguas. Probablemente el más grande que se ha dado, si es que ponemos todo en perspectiva.
“Es algo universalmente admitido —incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano—que Cristo fue ante sus contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vocación correspondiente a esta dignidad. A veces esto provocaba estupor, sorpresa, incluso llegaba hasta el límite del escándalo. «Se sorprendían de que hablara con una mujer» (Jn 4, 27) porque este comportamiento era diverso del de los israelitas de su tiempo.” (Mulieris Dignitatem. 12).
2. Protagonismo femenino en los distintos ámbitos
Es relevante también destacar que es incomparable el papel que tiene la mujer en la sociedad occidental en relación con otro tipo de sociedades. El protagonismo, la labor en los distintos ámbitos (político, económico, empresarial, mediático, etc.) que tiene la mujer en nuestra sociedad es fiel reflejo del cambio social que se ha producido. Y no es así en otras culturas, especialmente en cuanto se radicalizan[2].
Sin embargo, todo ese cambio no está exento de numeroso obstáculos y dificultades, pues los cambios sociales no se producen de la noche a la mañana, sino que, de hecho, necesitan un proceso que se prolonga más o menos en el tiempo. Este recorrido también puede sufrir distintos percances que hacen que el resultado final coincida más o menos con lo que se pretendía al iniciar todo ese proceso de cambio.
Si antes señalábamos cómo en otras culturas la radicalización está jugando en contra de los derechos de la mujer y de su protagonismo social, no sería justo dejar de señalar cómo también la radicalización de algunos movimientos feministas supone, al menos en cierto sentido, un efecto de reducción de derechos y de pérdida de libertad. Ejemplo de lo anterior son las palabras de Simón de Beauvoir en las que decía que la mujer no debería tener la opción de casarse tener hijos y dedicarse a su familia. Tan solo su forma de expresarlo supone ya una reducción de la libertad de la mujer. Si a ello le sumamos un ambiente social en el que parece que la mujer solo se puede realizar si desarrolla una carrera profesional, al margen de que quiera o no dedicarse a su familia, sin duda estamos cayendo en una nueva forma de presión, incluso en algunos casos de coacción.
En este orden de cosas, hace ya cuarenta años que la Familiaris consortio (1981) reflexionaba sobre el tema explicando: “No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana.”(Familiaris Consortio 23)
Solo en esa integración, en ese atender a las distintas perspectivas en las que se desarrolla la femineidad, estaremos atendiendo verdaderamente y en plenitud al hecho de ser mujer y a la consideración de todo lo que aporta lo femenino a la sociedad actual.
“Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada «teología del trabajo» ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida cristiana y determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por consiguiente el significado original e insustituible del trabajo de la casa y la educación de los hijos. […] Esto tiene una importancia especial en la acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la posible discriminación entre los diversos trabajos y profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos los sectores se empeñan con idéntico derecho e idéntica responsabilidad. Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia.” (Familiaris Consortio 23)
La cita anterior debe entenderse en un doble sentido, si bien en los tiempos modernos pueda parecer inexistente, pues por un lado hay un desprecio inconsciente, si bien en muchos casos también pueda ser consciente, buscado y difundido, hacia aquellas mujeres cuya opción no es un desarrollo profesional sí no una opción clara y fundamental por la dedicación a la familia. Si la única realización real y verdadera de la mujer es a través del desarrollo profesional, si entendemos que cualquier otra opción, que la mujer elija consciente y libremente, no deja de ser un fracaso, una reminiscencia del pasado, o una vieja forma de opresión, entonces estamos obligando a la mujer a renunciar a una parte integrante de su feminidad.
Por eso explicamos que el entendimiento de la cita anterior hay que hacerlo en un doble sentido. Pues si por un lado la mujer debe poder desarrollar una carrera profesional y llegar a puestos directivos puesto que tiene capacidad sobrada para ello y debe poder ejercer cargos públicos y políticos. Sin embargo todo ello no puede ser a costa de renunciar algo que es parte integrante de la femineidad. Se nos hace especialmente curioso, y probablemente dice poco del desarrollo y del avance de una sociedad, que hoy haya que reclamar la posibilidad de compatibilizar ambas cosas o en su caso la opción, tan digna como las otras (y desde luego tan relevante) de dedicarse a la familia, a su atención y cuidado. No puede tratarse de una situación pendular o de cambiar una llamada sumisión por otra. Si hablamos de lo verdaderamente humano también hay que hablar de lo verdaderamente femenino como parte del ser, del manifestarse de la persona. Y esto le corresponde a la mujer.
Decía Croissant (1992) que es fundamental que la mujer redescubra su vocación. Porque la suerte de la humanidad depende de ella. Quizá nunca como ahora esto tenga una plasmación concreta en la realidad. La vocación de la mujer no puede venir determinada por las modas las ideologías o las políticas de turno, precisamente por el futuro de la humanidad. y no se trata aquí de hacer de menos al hombre, porque entonces estaría cayendo en el mismo defecto que se pretende criticar. es el futuro de la humanidad depende entre otras cosas, pero de forma muy relevante, de que haya humanidad. Y a la postre, no va a haber humanidad sin maternidad y paternidad.
No deja de resultarnos en cierto modo incomprensible cómo, a pesar de que toda la sociedad occidental (no solo ella, pero sí especialmente), vive y sufre un invierno demográfico que le augura unas perspectivas complicadas, se sigue difundiendo una mentalidad antinatalista y un desprecio por la maternidad. Los datos muestran cómo en sociedades en las que las parejas, de media, tienen menos de dos hijos, es imposible llegar al relevo generacional. La consecuencia sería por lo tanto la pérdida o la sustitución de la identidad propia de esas sociedades por no haber comunidades donde se puedan desarrollar.
Aunque de hecho la realidad es que sólo a la mujer se le ha planteado, y se le plantea ahora, el tener que elegir entre una opción u otra, entre un desarrollo profesional de largo recorrido y la atención a su familia. Esto no es así teóricamente, porque gracias a Dios se ha legislado de tal manera que hoy en día la maternidad no puede ser causa de despido, es más, si así fuera se trataría de un despido nulo, que, por supuesto cabría que alegar, y la empresa estaría obligada a la reincorporación de la mujer a su puesto de trabajo, pero esto que es así legalmente, sigue teniendo una serie de obstáculos reales en el desarrollo de la carrera profesional de la mujer, y no del hombre.
En algunos países se da más énfasis en ayudar a las mujeres a lograr un equilibrio y conciliación entre trabajo y familia. Sin embargo, en la mayoría de los casos se logra dar mayor prioridad a la igualdad de las mujeres en el puesto de trabajo, en vez de a la familia. La perspectiva católica ofrece una visión alternativa, pues considera el trabajo como un servicio a los demás, no como una forma de búsqueda de poder a través del puesto de trabajo.
3. La condición femenina hoy
Sorprende que hoy en día la mujer continúe buscando su identidad y el secreto de su realización. Parece que es algo que todavía queda por conquistar. La mujer tiene que recuperarse a sí misma, redescubrir su vocación y su misión en el mundo. Sin imitar al varón, pero con su ayuda y colaboración.
La sociedad, la cultura y la mentalidad dominante, no siempre han sabido comprender la importancia y la necesidad de la existencia de la mujer. En muchas ocasiones, tampoco las propias mujeres hemos percibido con realismo nuestra propia condición femenina. La mujer es mujer y la condición femenina no es un simple añadido, sino que forma parte esencial de la persona. La “feminidad” como afirma Cid Vázquez (2005, 242) es más que un simple atributo del sexo femenino.
En este momento, en el que llevamos más de dos décadas de este siglo XXI nos podríamos preguntar cómo debería ser la mujer de este siglo. La mujer actual no debe caer en la tentación de compararse con el varón, no hace falta, no es necesario, no es un varón. Es igual al hombre en dignidad, pero no es idéntica porque no es un hombre, y es un grave error que la mujer aspire a ser como un varón. La mujer humaniza lo humano, cambia, mejora y crea cualquier realidad en la que interviene.
Muchos filósofos y pensadores han enumerado la belleza y las virtudes propias de la feminidad. (Stein, 1998) en su libro sobre la mujer reconoce unida a la feminidad una predisposición hacia determinadas vocaciones y profesiones generalmente relacionadas con el servicio a los demás y la sociabilidad, como de hecho sucede con la medicina, la enseñanza, la enfermería etc.
En este mismo sentido, Benedicto XVI dirá “La mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección. Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida, sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad qué estructura profundamente la personalidad femenina y le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que esta implica”.
La teóloga Jutta Burggraf en lo que ella denominaba ella denominaba “Ética del cuidado” define lo femenino como esa delicada sensibilidad frente a las necesidades de los demás, una capacidad de darse cuenta de los posibles conflictos interiores del ser humano y comprenderlos.
Para García Morente, ser mujer lo es todo para la mujer; es profesión, es sentimiento, es la concepción del mundo, es la opinión, es la vida entera. La mujer realiza un tipo de humanidad distinto del varón, con sus propios valores y sus propias características y sólo alcanzará su plenitud existencial cuando se comporte con autenticidad respecto de su condición femenina.
Juan Pablo II se refería a ese don femenino como el “genio de la mujer”. Necesitamos, pues, que aparezca el genio femenino con su exquisita sensibilidad por el ser humano. A la mujer se le ha denominado “guardiana del ser humano”. Pero ese enriquecimiento del mundo, esa entrega y la aportación femenina a la familia, a la sociedad, al trabajo, a la cultura, no lo logra la mujer masculinizándose sino viviendo plenamente su peculiar originalidad femenina y siempre en unión con el hombre.
4. Hay algo irrenunciable: la posibilidad de ser madre
Desde el feminismo de género se ha insistido en presentar la maternidad como una herramienta de opresión que han utilizado los varones para mantener a las mujeres apartadas del ámbito público, político y social y situando así la maternidad como principal elemento perturbador de la realización femenina plena. Hombres y mujeres del siglo XXI debemos comprender que solamente respetando la propia naturaleza seremos verdaderamente felices, la primera naturaleza que debemos respetar es la propia: la mujer su propia feminidad y el hombre su propia masculinidad.
Una mujer puede ser muchas cosas: arquitecta, ingeniera, juez, etc. pero un hombre no puede ser madre. Lo propio de la mujer es ser madre: la maternidad, del mismo modo que lo propio del varón es ser padre. En todo lo demás se puede decir que hombres y mujeres somos intercambiables excepto en la paternidad o en la maternidad. La mujer es madre, y esta cualidad forma parte intrínseca del ser femenino. La maternidad enseña muchas cosas. La entrega que la mujer hace de sí misma en el embarazo, el parto y la crianza de los hijos es una muestra de la capacidad especial que tiene la mujer de donarse a sí misma.
La maternidad es real tanto por naturaleza, como por la capacidad potencial de dar la vida, sea puesta en acto o no. La posibilidad de ser madre estructura la personalidad femenina, le hace madurar y le proporciona poder otorgar una protección hacia la realidad concreta en la que vive. La mujer tiene una especial capacidad de humanizar la familia, pero también la sociedad la política, el trabajo, la cultura. ¿Dónde se encuentra la riqueza esencial de la mujer?: En su carácter de acogida, en su capacidad de ternura, de afecto, de donación. En este sentido Cid Vazquez (2005, 241) insiste en que la mujer está llamada a vivir esta misión en todas partes, puesto que ella es fuente de vida e inspiradora de donación. En el número 12 de la Carta a las mujeres de 1995 dirá Juan Pablo II:
“En efecto, es dándose a los otros en la vida diaria como la mujer descubre la vocación profunda de su vida; ella que quizá más aún que el hombre ve al hombre, porque lo ve con el corazón. Lo ve independientemente de los diversos sistemas ideológicos y políticos. Lo ve en su grandeza y en sus límites, y trata de acercarse a él y serle de ayuda. De este modo, se realiza en la historia de la humanidad el plan fundamental del Creador e incesantemente viene a la luz, en la variedad de vocaciones, la belleza —no solamente física, sino sobre todo espiritual— con que Dios ha dotado desde el principio a la criatura humana y especialmente a la mujer”.
El lema feminista de los 60 “nosotras parimos, nosotras decidimos” sumado a la reivindicación del neofeminismo de los 70 “mi cuerpo es mío” se alejan a pasos agigantados de la verdadera y auténtica feminidad, pues como señala Calvo Charro (2014, 103) “con la renuncia voluntaria a la maternidad, pero sobre todo con el aborto, la mujer se desubica respecto de sí misma y entra en una crisis de identidad que le conduce a la infelicidad”. Ir contra la naturaleza tiene sus consecuencias y conlleva frutos amargos.
Hace ya más de dos décadas Haaland (2002,27) explicó la esencia de la maternidad:
“La cuestión esencial no es sólo de orden práctico, sino también antropológico: las mujeres nunca se sentirán felices si no toman conciencia de hasta qué punto la maternidad define al ser femenino, tanto en el plano físico como espiritual, y expresan esta realidad con la reivindicación del reconocimiento social. Ser madre es mucho más que la intensa y vívida experiencia de dar a luz y criar un hijo: es la clave para la toma de conciencia existencial de quiénes somos”.
Los recursos de la feminidad y de la masculinidad no son ni mejores, ni peores unos de otros, simplemente son diferentes. Es muy expresivo el cuadro de Rembrant del “El regreso del hijo pródigo” en el que las manos del padre que abrazan al hijo de vuelta en el hogar familiar, una es masculina y otra femenina. Tanto el hombre como la mujer deben entender su realización, su dignidad como personas y su vocación sobre la base de los recursos de uno y otro. En este orden de cosas y en lo relativo a la familia, la maternidad hace fecunda la paternidad y la paternidad hace fecunda la maternidad. Entre varón y mujer debe haber un respeto mutuo y una llamada a un perfeccionamiento de cada uno, perfeccionamiento en el que el otro puede ayudar e impulsar de un modo muy eficaz.
No podemos perder de vista, como señala Lacalle Noriega (2012, 28) qué “también es preciso recuperar la paternidad entendida en toda su hondura, permitiendo a los hombres asumir el papel que les corresponde respecto a la nueva vida que llega al mundo y con respeto a la madre que la ha concebido”.
5. Una perspectiva alternativa: otras voces de la feminidad
El carácter dogmático del viejo feminismo es una de las razones que impidió que ganara las mentes y los corazones de la gran mayoría de las mujeres. Hoy ya nadie pone en duda la igualdad ontológica, en dignidad, en valor y derechos entre hombre y mujer. Sin embargo, en el camino recorrido por el feminismo, no sólo ha habido conquistas de derechos civiles y políticos, sino también graves pérdidas y victorias nocivas. Por ejemplo: de la libertad sexual se ha recorrido un camino hacia la cosificación de la mujer e incluso a la pornografía; el logro de los llamados “derechos reproductivos” ha dado como fruto que a muchas mujeres se les deje solas durante el embarazo, dado que parece ser que sólo a ellas les incumbe la capacidad de decisión, sin tener en cuenta la figura paterna.[3] Y por otro lado, la senda para liberarse de la “carga de la maternidad” ha conducido a denigrar la maternidad misma y a considerarla el mayor obstáculo que tiene la mujer para su realización personal. Se ha expandido un feminismo radical que está alejado de las preocupaciones vitales y cotidianas que tiene la mujer de hoy. Cunde una insistencia tozuda y absurda de enfrentar al hombre y a la mujer.
El feminismo doctrinario de los años 70 desdibujado ya hoy y mal entendido, que denigra al varón por el mero hecho de serlo, que presupone en lucha continua a quienes por excelencia debemos estar unidos: hombre y mujer, padre y madre, está de salida, justamente en aquellos países donde se originó. La gran mayoría de las mujeres de hoy rechazan llamarse feministas. Mientras que la mayoría de las mujeres compartimos las originarias metas feministas de oportunidades civiles, educativas y laborales, se rechaza el feminismo oficial y corto de miras. Tal feminismo se percibe indiferente ante las preocupaciones más profundas que tiene una mujer. Sus postulados, su actitud antagónica hacia los hombres, su intolerancia hacia la posible disensión de sus posiciones oficiales, su falta de atención a los problemas cotidianos de la vida, del trabajo y de la familia, ha dado lugar a que muchas mujeres se sientan alejadas y ajenas ante dicho feminismo.
Actualmente nos encontramos en lo que podríamos denominar “feminismo de género” el término feminismo de género fue acuñado por Christina Hoff Sommers, en su libro Who stole feminism? con la finalidad de distinguirse del “feminismo de paridad” (cuya lucha fue por la igualdad legal de los sexos). Para el “feminismo de género” el objetivo ya no es ser igual al hombre, pues se considera que el concepto de hombre es una construcción social inexistente. Por lo tanto, de lo que se trata ahora es de negar que la biología influya en la configuración sexual. En este orden de cosas explican que cualquier diferencia o es una construcción social o es cultural. Este tipo de feministas de género ya no busca la mejora de la situación de la mujer, sino la anulación de toda diferencia entre mujer y hombre, y por tanto la cancelación de lo masculino y de lo femenino. Una cuestión relevante hoy es que hay serias luchas y enfrentamientos dialécticos entre los ideólogos de género y las feministas de corte originario (es decir, que siguen los postulados de las feministas de igualdad), puesto que estas últimas se pregunta con mucha razón que, si no existe el sujeto mujer, ¿qué sentido tiene su lucha por la mujer?
Por todas las razones expuestas preferimos hablar de feminidad, de hombre y de mujer, de paternidad y maternidad, preferimos proponer que estamos llamados a entendernos y a colaborar en la mejora del mundo, de la cultura, del trabajo, de la política y por su puesto en pro de la familia. La cuestión de la diferencia entre hombre y mujer no ha sido suficientemente bien tratada, ni tenida en cuenta. Se le ha permitido a la mujer, y también ella así lo ha hecho en algunas ocasiones, imitar al varón, pero no se ha conseguido obtener políticas que tuvieran seriamente en cuenta la maternidad, ni el hecho de que la mujer tiene una forma de gobernar, de trabajar y de relacionarse con el mundo de manera diferente a la del hombre. La cuestión clave es que la mujer no debería verse obligada a imitar al hombre porque no es un hombre.
Las implicaciones del modo en que se conciba la antropología son radicales para entender todos los parámetros de los que estamos hablando. Desde una antropología de raíces cristinas se concibe que el hombre y la mujer son diferentes, y por tanto la mujer no debería ser tratada como si fuera un hombre. La discriminación no sólo se realiza cuando sujetos iguales son tratados de forma diferente, sino también cuando sujetos diferentes son tratados de la misma forma. En este sentido, por ejemplo, la mujer debería ser libre para trabajar a tiempo completo en el ámbito familiar; no debería verse obligada elegir entre una profesión fuera de casa y la maternidad. Pues la familia se entiende antes en el orden de prioridad, siendo la sociedad y la política el resultado del trabajo realizado por la familia. Esta perspectiva cambia el análisis comúnmente realizado en el poder, y nos indica el papel subsidiario que deben tener el estado y la sociedad basándose en el principio de subsidiariedad.
Un nuevo modo de entender la feminidad necesita ponerse en conexión con una cultura del trabajo descrita ya en la Laborem exercens (1981). Este documento del magisterio social de la Iglesia profundizó sobre la dignidad del trabajo y lo situó como la clave esencial para todas las cuestiones sociales. En el documento magisterial se afirma que a través del trabajo “El hombre no sólo transforma la naturaleza, adaptándolo a sus propias necesidades, sino que también alcanza su desarrollo como ser humano”. Y se insiste en que el “trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo”. Y además se añade “El adelanto verdadero de las mujeres requiere que el trabajo sea estructurado de una manera tal que las mujeres no tengan que pagar su avance a costa de la familia”. Y que debe recordarse que “La familia constituye uno de los términos de referencia más importantes para dar forma al orden social y ético del trabajo humano”. Diez años más tarde en la Centesimus annus (1991) hay una nueva referencia a una auténtica cultura del trabajo en la cual los valores humanos tengan prioridad sobre los valores económicos.
La reflexión de fondo de estos dos documentos magisteriales es una invitación a no deshumanizar a los hombres y a las mujeres sino a humanizar el mundo del trabajo.
6. La verdadera revolución de hoy es el reconocimiento de la alteridad sexual
La diferencia sexual se presenta como un don originario del ser humano. La diferencia entre los sexos va más allá de lo biológico, extendiéndose a niveles psicológicos y ontológicos. No debemos caer en un reduccionismo biológico, que reduce a las mujeres al papel de gestantes y criadoras de los niños, pero también es un error y otra forma de reduccionismo adoptar una visión basada únicamente en factores sociales y culturales, que simplifique las diferencias entre los sexos a una mera construcción social.
La relación entre lo masculino y lo femenino se caracteriza como señala Scola (2001, 37) por ser “una relación de identidad y de diferencia al mismo tiempo”. Identidad en el sentido de una absoluta igualdad entre los sexos y en el hecho de ser persona y en todo aquello que de esto se deriva. La diferencia es una cuestión más compleja, justamente porque hoy aparece más problemática por la influencia de la ideología de género. La diferencia no es meramente reconducible a una diferencia de roles, sino que debe ser comprendida ontológicamente. La unidad dual a la que se refiere Scola (2001) no habla solo de una pacífica reciprocidad simétrica de la que ya dialogó Aristófanes en el Banquete de Platón. No es tampoco el resultado de dos mitades destinadas a fundirse para recuperar una unidad perdida. La diferencia de sexos —explica Scola (2001, 39)— pertenece al ser del hombre. La sexualidad es una dimensión humana original y no derivada. No puede haber una antropología que prescinda de la naturaleza sexuada del hombre. Si la diferencia sexual no fuese esencial en la consideración de la persona, la relación con el otro se instauraría independiente de ella y la sexualidad sería un hecho puramente accidental.
Resulta curioso que tanto en el feminismo radicalizado, como en la ideología de género pervivan hoy aspectos contradictorios. Por un lado hay una crítica a la familia natural, y sin embargo un deseo de ser familia y de ser reconocida como tal. Por otro lado un denostar la maternidad, y sin embargo una urgencia de ser padres o madres a toda costa, ya sea a través de los vientres de alquiler o con la fecundación in vitro. Quizá todo ello se explique porque está inscrito en el corazón del ser humano el deseo de paternidad y maternidad.
7. Ayudar a la mujer es potenciar la familia
La familia como unidad y como institución básica de la vida y lugar de educación, ha perdido radicalmente importancia social y cultural, parece que el único trabajo que cuenta y otorga prestigio, es aquel que aporta poder y dinero. La institución familiar no se presenta socialmente como una célula importante como categoría jurídica o política.
Como señala Calvo Charro (2014, 99) un cierto feminismo ha logrado que la sociedad asuma la idea de que trabajar en casa es atentatorio contra la dignidad de la mujer, algo degradante, que esclaviza e impide el desarrollo femenino pleno. Cunde así un desprecio y estigmatización hacia quienes trabajan en casa, frente a aquellas que se entregan plenamente a su profesión, dato que se muestra como liberación de la mujer y que la convierte en un modelo de emancipación femenina.
El hecho de que muchas mujeres quieran quedarse en casa con sus hijos pequeños, durante un tiempo más largo que lo que permite la baja maternal o de manera indefinida, es considerado, todavía hoy inaceptable en algunos ámbitos laborales y sociales. Estos comportamientos van en contra de quienes quieren trabajar primordialmente para su familia durante una temporada o para siempre, si es su decisión y sus condiciones económicas se lo permiten o lo hacen preferible.
Hay un fenómeno anteriormente mencionado que está estrechamente relacionado con la maternidad y la familia como institución primordial, nos referimos al enorme descenso de la natalidad, que tanto en España como en Europa está consolidándose desde hace décadas como un dato alarmante, y que sin embargo recibe escasísima atención por parte de los legisladores y gobernantes. Este dato está directamente conectado con el compromiso y la estabilidad que dos personas se plantean entre sí. Los datos que aporta Leguina y Macarrón (2020) muestran que hay una relación directamente proporcional entre compromiso de pareja y número de hijos. Si ya en relaciones basadas en el matrimonio el número de hijos no llega a la tasa mínima de reemplazo generacional, a menor grado de estructuración la tasa desciende tanto en parejas de hecho registradas, más aún en parejas de hecho no registradas, llegando a ser ínfima en mujeres sin pareja.
Un elemental sentido común nos lleva a concluir que es lógico que el grado de compromiso vital que dos personas tienen entre sí sea correlativo y proporcional al número de hijos y simplemente al mero hecho de tenerlos. El matrimonio estable es sin duda el mejor lugar e institución para traer hijos al mundo. Tener un hijo da lugar a una entrega de la vida, que implica: crianza, educación, dedicación de tiempo, etc. Lo más adecuado para quien nace y para ambos padres es que las tareas de crianza y educación sean compartidas. Las mujeres sin pareja tienen menos hijos, y que a medida que la pareja se estructura más, se registra y en su caso llega al matrimonio el número de hijos va en aumento.
Si bien es cierto que, desde hace ya unos años, hay un fenómeno nuevo que se produce; me refiero al hecho de mujeres que en solitario y a través de técnicas de inseminación artificial o fecundación in vitro toman la iniciativa de quedarse embarazadas y tener hijos. El número de mujeres sin pareja que han optado por la reproducción asistida para tener un hijo, se ha incrementado alrededor de un 30% desde principios de 2010. La edad media de las mujeres sin pareja que buscan un embarazo es superior a la de aquellas que acuden acompañadas[4].La gran mayoría de las mujeres que acuden sin pareja a estas técnicas para lograr la maternidad solo tienen un hijo. La experiencia de la crianza y educación en solitario muestra por sí misma la dureza de la maternidad sin pareja. No se puede obviar tampoco, que a los niños nacidos fruto de estas técnicas, cuya madre lo ha realizado en solitario, carecen de una figura paterna desde el nacimiento, en su crianza y en su educación, figura que sin duda ellos buscarán en otros parientes cercanos como tíos, abuelos o amigos de la madre.
En la vida familiar se defiende la complementariedad del padre y de la madre, siendo así que el Estado no solo debería asegurar los derechos individuales, sino que tiene la obligación de apoyar a la familia y a la maternidad, puesto que la familia es un lugar de bien común para la sociedad entera. Y sin madres como recuerda Crosisant (1992) ¿cuál será nuestro futuro? ¿qué pasará con nuestros niños? ¿quién dará nuevas vidas a la sociedad y a los países?
8. Conclusión
Por todas las razones aludidas si nos aproximáramos a denominar y explicar lo que pudiera ser un “feminismo católico” el principio básico sería la convicción de que la familia es lo primero en el orden de prioridades personales y sociales. Lo propio pues, sería la combinación de concebir el trabajo como una entrega y un servicio que permita que se dé a la familia la importancia que merece.
De hecho, hoy en día muchas mujeres están dispuestas a enfrentarse contra las formas de trabajo que se imponen según ciertos cánones que implican renunciar a la maternidad y despreocuparse de la familia. La verdadera actitud femenina no consiste en imitar a los hombres, como venimos diciendo, sino en ser ellas mismas aportando cualidades y valores propios.
Con la maternidad las virtudes femeninas experimentan un crecimiento y un desarrollo exponencial, el trabajo de madre otorga unas capacidades que pueden ser muy útiles en distintas situaciones profesionales. Milenios de crianza y educación de hijos a las espaldas femeninas han proporcionado a las mujeres habilidades especiales tales como: practicidad y versatilidad, paciencia y constancia, intuición y objetividad, posibilidad de gestionar varios temas al mismo tiempo, comprensión y empatía, efectividad y ternura, etc.
Afortunadamente en la actualidad las mujeres hemos alcanzado una igualdad con el hombre en prácticamente todas las sociedades occidentales. Ciertamente en muchos países la igualdad todavía no es total y hay mucho trabajo por realizar. No podemos olvidar que en el estatuto ontológico del hombre y la mujer hay diferencias objetivas entre ambos, diferencias que se ponen de manifiesto en distintos ámbitos y facetas como en el ámbito familiar: paternidad y maternidad; en el ámbito laboral, social y cultural. Sin embargo, sólo podremos construir un mundo mejor siendo conscientes de lo que realmente somos, desde la complementariedad y la colaboración mutua en todas las esferas de la vida.
Por las razones aludidas, nuestra propuesta es la de recuperar una feminidad originaria y radical. Para ello la mujer no debe concebirse, ni expresarse como víctima, sino como protagonista de su vida concreta, personal, familiar, social y laboral. Sólo superando viejos antagonismos y luchas infructuosas, y por supuesto en colaboración con el hombre, podrán ambos afrontar el reto de ser fermento de bien común en este momento crucial de la historia.
9. Referencias bibliográficas
Calvo Charro, M. (2014). Alteridad sexual. Razones frente a la ideología de género. Palabra.
Cid Vázquez, T. (2005) Humanizar la sociedad. El carisma de la mujer. Cuadernos de pensamiento (17) pp. 229-245
Croissant, J. (1992). Mujer y femineidad. La belleza de su vocación al amor. EPE.
Haaland Matláry, J. (2002). El tiempo de las mujeres. Rialp.
Juan Pablo II (1981a). Exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio (22-11-1981).
Juan Pablo II (1981b). Carta encíclica Laborem exercens (14-9-1981).
Juan Pablo II (1988). Carta apostólica Mulieris dignitatem (15-8-1988).
Juan Pablo II (1991). Carta encíclica Centesimus annus (1-5-1991).
Juan Pablo II (1995). Carta a las mujeres, con ocasión de la Conferencia de Pekín (29-6-1995).
Lacalle Noriega, M. (2012). En defensa de la vida y de la mujer. Criteria.
Leguina Herrán, J y Macarrón Larumbe, A. (2020). Barómetro demográfico. CEU Ediciones.
Scola, A. (2001). Hombre y Mujer. El misterio Nupcial. Encuentro.
Stein, E. (1998). La mujer: su naturaleza y misión. Monte carmelo.
Notas