ESTUDIOS
De la “A” a la “Z” (Tecnocracia, unidad del saber y persona)
FROM “A” TO “Z” (Technocracy, unity of knowledge and person)
De la “A” a la “Z” (Tecnocracia, unidad del saber y persona)
Cuadernos de Pensamiento, núm. 35, pp. 197-236, 2022
Fundación Universitaria Española
Recepción: 27 Julio 2022
Revisado: 30 Septiembre 2022
Aprobación: 10 Octubre 2022
Publicación: 30 Diciembre 2022
Resumen: El orden alfabético enciclopédico rompe el saber y contribuye al imperio de la letra suelta, el individuo deseante y autónomo que reduce todo a técnica, dominio. Esta disolución del saber revela una ruptura antropológica. Se torna necesario un cambio de modelo tecnocientífico, de poíesis, pero, sobre todo, una atención a qué sea el ser humano. Para ello, se propone reconsiderar qué sea la persona. Esta es hipóstasis-prósopon que crece en la relación interpersonal (tú-yo). Relación de acogida y cuidado (cobijo-amparo) que es consecuencia del amor (agape). Este nos sitúa ante la llamada a una vida de comunión que cree una poíesis poiética .abrazo poiético) y atienda a lo real dando lugar a un nuevo tipo de saber (agápico), a una nueva relación con el mundo natural entendiéndolo como espacio vital (domus) y a una forma distinta de entender la relación social y su fundamento ontológico (sizigía).
Palabras clave: amor, Enciclopedia, conocimiento, persona, poíesis, saber, tecnocracia.
Abstract: The encyclopedic alphabetic order fractures knowledge and helps strengthen the empire of the single letter, the desiring and autonomous individual who reduces everything to technique, dominion. Such fragmentation of knowledge reveals an anthropological rupture. We need to move away from the techno-scientific model towards poíesis, but, above all, we need to focus on what it is to be human. This article aims to reconsider what being a person means. This is hipóstasis-prósopon which grows in interpersonal relationships (you-me), that is, in a relationship of reception and care (shelter-protection) which is a consequence of love (agape). This elicits a life of communion that creates a poietic poíesis .poietic embrace) and concentrates on the real, giving rise to a new (agapic) type of knowledge, to a new relationship with the natural world, understanding it as a vital space (domus) and to another way of understanding social relationships and their ontological basis (sizigía).
Keywords: Encyclopedia, knowledge, love, person, poíesis, technocracy.
1. Propósito
El propósito de este artículo no es entablar discusión con autor alguno acerca de la relación entre el saber tecnocientífico y el humanismo. Lo que sigue viene motivado por el estupor que me produce la, aparentemente irrefrenable, absolutización del saber tecno-científico como el único saber posible. Más aún, el reduccionismo creciente del saber científico a saber para hacer (know how), la alianza cada vez más creciente del poder tecnológico con un sistema económico que tiende a reducir la realidad humana a la de mero consumidor, la constatación de que todo saber humanístico va siendo escorado a pieza de museo o de ocio y la preocupación de que cualquier propuesta axiológica es reducida a mera moralina que sirve para justificar todo lo precedente y que suele ser conjugada desde el imperio de la ley.
Este estupor me invita a la búsqueda y al diálogo con aquellos que piensan sobre tecnociencia. Así, no puedo compartir el marco naturalista y racionalista en el que se mueven algunos filósofos de la tecnología (Quintanilla, 2017, 39; Bunge, 2012, 74 ) por su tendencia a la justificación de la tecnocracia y su reducción de la realidad, también la humana, a mero artefacto natural. Tampoco, la reivindicación de una tecnociencia con rostro ético desde la ética procedimental deliberativa asentada en la universalidad de los ilustrados valores de la emancipación como valores tan abstractos que podrían ser rellenados tanto de una cosa como de su contraria (Habermas, 59). Menos aún, la reivindicación del imperio de la tecnociencia desde la perspectiva del mejoramiento humano o transhumano (Bostrom, 2021, 10-11). Además, no puedo compartir la visión de la naturaleza humana que reivindican algunos de los que intentan poner a esta en el centro de la discusión por abordar su estudio desde la noción de sustancia como categoría ontológica última (Postigo, 2019; 2022). Sí me parece interesante y necesaria la propuesta de convertir la Evaluación de Tecnologías en una ciencia forense de los deseos porque apunta a que hay que atender prioritariamente al problema de saber qué hay que desear (Diéguez, 2017, 111) lo que sitúa la cuestión antropológica en primer término.
De este personal diálogo surge una doble necesidad que echo en falta. La primera, apuntar a nuestra preocupante situación atendiendo a la raíz de nuestros problemas. No podemos dar un sentido al saber y al hacer tecnocientífico ni a su integración con el resto de los saberes relegados u olvidados y, menos aún, darles un auténtico rostro humano si seguimos manteniendo acríticamente el paradigma de la razón ilustrada. Es lo que abordo en la primera parte de mi artículo. La reconfiguración del saber enciclopédico, de la que es expresión su ordenación alfabética, lo es desde las claves del empirismo que han abocado y abocan a una fragmentación del saber y, lo que es peor, a una reducción del hombre a mero individuo aislado que se considera a sí mismo como mero sujeto de satisfacción de sus deseos mediante toda suerte de artefactos suministrados por la alianza entre tecnociencia y sistema capitalista. Es necesario ponerlo de relieve aun siendo consciente de que indico y sugiero más que desarrollo.
La segunda necesidad ausente es una profunda atención a lo único que nos puede sacar de la situación actual reconduciéndola y yendo más allá de todo discurso catastrofista o distópico, a saber, quiénes somos, la tan maltratada y mal comprendida naturaleza humana. Es la segunda parte de mi artículo la que quiere poner esta preocupación en el centro del debate tecnocientífico. Hay que abrirse a la antropología filosófica si queremos que nuestro saber científico y nuestra práctica tecnológica se sitúen en la buena dirección, la de lo auténticamente humano. Mi propósito es poner en primer término algunos asuntos que hay que pensar a fondo.
Clarificada la estructura de mi trabajo no me resisto a hacer una breve mención acerca del estilo empleado. He optado por un estilo poco académico haciendo acopio de frases cortas, a veces casi oraculares, y usando a menudo lenguaje poético. La razón está inspirada en los escritos platónicos. Platón utiliza el mito con intención de sugerir y de instarnos a hacer nuestro su ejercicio filosófico que, como tal, él sabe incompleto. Esa es mi misma intención: sugerir e invitar a que el aventurado lector piense a la luz de lo escrito con el deseo de que vaya más allá de lo aquí contenido.
Queda pendiente para siguientes artículos toda una tarea de profundizar en la ontología de la persona así como de reconstruir toda una teoría de la acción poiética que sea apta para situar el saber y el hacer tecnocientífico dentro de un edificio del saber que haga justicia a la realidad y a lo más íntimo de ella, la persona.
2. El orden enciclopédico: el imperio alfabético
Hazard en su clásico libro El pensamiento europeo en el siglo XVIII observa la nueva clasificación a la que la naciente Enciclopedia somete al conjunto del saber. Indica que este se troceará en artículos que serán ordenados de la “A” a la “Z” (Hazard, 1985, 182).
La referencia: los dos volúmenes de la Cyclopaedia de Chambers, 1728, en cuya traducción al francés tanto D’Alembert como Diderot estuvieron implicados como editores desde 1747. La insuficiencia de la obra de Chambers los llevó a concebir un proyecto más amplio, guiado por los siguientes ideales: 1) Sustituir el saber antiguo por un nuevo tipo de saber; 2) Un nuevo orden del saber; 3) Un saber instrumental, útil; 4) Un saber extendido. Abordémoslos.
2.1. La sustitución del saber antiguo por un nuevo tipo de saber
La Summa, constituida por tratados sistemáticamente enlazados con la idea de expresar la unidad del saber de la realidad una, es sustituida por la Encyclopédie cuyo criterio alfabético quiere incidir en un mero encadenamiento de “conocimientos”, “reunir los conocimientos dispersos por la superficie de la tierra”. A saber, “todo lo que se refiere a la curiosidad del género humano, a sus necesidades, deberes o placeres” (Diderot, 1775, 635). No tiene sentido buscar sus fundamentos últimos ya que la Filosofía, en palabras de D’Alembert (1775, 493), “o es ciencia de hechos o es ciencia de quimeras”. Evidentemente, superado lo segundo, los enciclopedistas apuestan por lo primero, rompiendo la unidad del saber que queda reducido a hechos particulares negando cualquier tipo de conexión necesaria (quimeras) entre ellos.
2.2. Un nuevo orden del saber
Es claro que la atomización alfabética parte de una nueva visión de la realidad y del saber. El criterio tomado en el Prospectus de Diderot (1749, 6) será el de Bacon (2021, II, I (1)) en Advancement of Learning. Allí, los saberes se dividen en Historia, Filosofía y Poesía. Clasificación que brota de las tres facultades del hombre: Memoria, Razón e Imaginación. Así se aclara en la Explicación detallada del sistema de los conocimientos humanos: “Los seres físicos actúan sobre los sentidos. Las impresiones de esos seres excitan sus percepciones en el entendimiento. El entendimiento se ocupa de sus percepciones de tres maneras según sus facultades principales: memoria, razón e imaginación” (Diderot, D. y D’Alembert, 1751, XLVII).
Importante clarificación de la gnoseología enciclopedista y de su visión de la realidad: un empirismo representacionista. De hecho, este criterio, visto desde Locke y Condillac, será el que sirva para corregir la clasificación baconiana en la Observación sobre la división de las ciencias por Lord Bacon (Diderot, D. y D’Alembert, 1751, LI-LIII). Además, a cada acepción le siguen referencias que la enlazarán con el saber o saberes correspondientes situándolas en el sistema de las ciencias.
Esta visión del conocimiento y del saber propiciará una actitud de desconfianza hacia lo contemplado, lo especulativo, la teoría. Desconfianza que, según Steiner (1989, 90-91), se abre paso desde el mundo inglés a partir de 1640 llevando a considerar especulación digna la que pueda ser verificada experimentalmente.
Así, los enciclopedistas, tenderán por un lado a una nivelación de los saberes huyendo de toda jerarquización, a lo que, según De Mattos (2015, 35), contribuye la ordenación alfabética, y, por otro, a una primacía de lo instrumental.
2.3. Un saber instrumental, útil
Diderot se ocupó, según escribe D’Alembert (1751, xliii) en el Discurso Preliminar, de la parte “más importante” de la Enciclopedia: la descripción de las artes. Las artes a las que se refiere son las artes mecánicas, no las liberales. Recordemos qué entienden los enciclopedistas por ciencia y arte. La diferencia, según Diderot, estriba en el objeto formal, no en el material. Es decir, el aspecto, modo de consideración o acceso al que nos refiramos. Si consideramos el asunto desde la posibilidad de ser contemplado, hablaremos de ciencia; si nos centramos en su ser ejecutable, lo haremos de arte[2].
Lo central de esta distinción estriba en la relación entre contemplación y ejecución. Relación que solo podremos comprender desde la gnoseología empirista. Tendremos que partir de lo sensible y, desde ahí, accederemos por inducción a las reglas de funcionamiento (ejecución) y si seguimos induciendo, a las reglas más generales (contemplación)[3]. Lo que puede ser contemplado se funda, por tanto, en el conocimiento de las reglas de ejecución. ¿No hay, de facto, una prioridad del arte sobre la ciencia?
Es aquí donde entra en juego la distinción entre artes mecánicas y liberales. Las primeras, si atendemos al Sistema figurado de los conocimientos humanos (Diderot, D. et D’Alembert, 1751, liii), son clasificadas bajo la memoria y las segundas, en razón e imaginación. Las que corresponden a esta última facultad son las denominadas Bellas artes (Marmontel, J. F., 1754, 490) o Bellas letras (D’Alembert, J. R., 1755, 492).
Las artes mecánicas son “más obra de las manos que del espíritu” (Diderot, D., 1751, 714) a diferencia de las liberales en las que la obra del espíritu destaca sobre la de las manos. A todo esto, habría que añadir las palabras programáticas de Diderot, tras criticar el extendido prejuicio de la superioridad de las artes liberales sobre las mecánicas:
“Coloquemos sobre uno de los platos de la balanza las ventajas de las ciencias más sublimes y de las artes más honradas, en el otro las de las artes mecánicas y veréis que la estima que tenemos por las unas y por las otras no es proporcional a sus respectivas ventajas; se celebra mucho más a los hombres ocupados en hacernos creer que somos felices que a los que se ocupan efectivamente de nuestra felicidad” (Diderot, D., 1751, 714).
Palabras programáticas que se tradujeron tanto en el título de la obra, Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, como en la gran cantidad de artículos dedicados a los oficios (artes mecánicas) y en la novedad de los grabados anunciados en el Prospectus e incluidos dentro de la obra, cerca de 600 distribuidos en 12 volúmenes de los 35 totales de la obra, referidos a las artes mecánicas y cuya importancia destacaba Diderot en la Advertencia de los editores en nota a pie de página (Diderot, D., 1765, i) al indicar que completaban de manera instructiva e intuitiva lo recogido en los artículos escritos.
Desde lo anotado, me atrevería a concluir que la importancia dada a las artes mecánicas es extrema ya que articula su prioridad sobre las artes liberales y las ciencias. Las bellas letras, una parte de las artes liberales, son asunto de la imaginación y, en cierto modo, se asimilan a la especulación fantaseando acerca de nuestra felicidad. Las ciencias, también asunto de especulación, brotan a través del proceso inductivo desde las artes mecánicas; de ahí su importancia al indicarnos el sentido del progreso: conocer las reglas de lo ejecutable a fin de poder llegar a reglas más generales que nos permitan aumentar nuestro nivel de ejecución, tanto en lo antiguo como en lo nuevo. Todo ello guiado por la curiosidad que brota de las necesidades, deberes o placeres de los hombres.
He ahí, de nuevo, el sentido de la progresión alfabética: proporcionar, desde lo que a cada cual interese, el saber instrumental necesario. Eso es a lo que sirve la Enciclopedia, a la realización efectiva de nuestra felicidad.
Fraccionamiento del saber, consecuencia del reduccionismo empirista. Saber atómico centrado en los intereses, individuales y “colectivos”. Saber molecular, el indicado por las referencias, no en función de la realidad sino en el del progreso para una mejor y más pronta consecución de la felicidad. En definitiva, reducción del conocimiento a un mero saber instrumental que nos sirva para controlar técnicamente los procesos en función de nuestros intereses. Consecuentemente, el dominio, empoderamiento, se instalará como valor rector de la vida del ser humano.
2.4. Un saber extendido
Orden alfabético que rompe la jerarquización del saber. Aparente jerarquización, imitando el orden de Bacon, ya que el saber más general, “especulativo”, nos tiene que proporcionar una “disposición técnica”-en expresión de Diderot- que nos permita alcanzar los fines que nos propongamos. Orden alfabético que nivela los saberes reduciéndolos a artes mecánicas, saberes de mano que sitúan todo a mano.
Orden alfabético que exige la extensión del saber, su popularización, más bien su individualización. Para ello, hay que romper con la autoridad, la del sabio y la del santo, y sustituirla por la experiencia que solo nos puede suministrar una societé de gens de lettres. Es el orden nuevo, el alfabético, donde cada uno es ciudadano (citoyen) del saber propio, el que necesita, situado en alguna o algunas de las alfabéticas acepciones de los tomos enciclopédicos.
Esta pretensión, ¿se consiguió con artículos, algunos excesivamente extensos, editados en gruesos y pesados volúmenes impresos en in-folio? Claramente no, pero sí se irá introduciendo una nueva mentalidad que terminará triunfando, la enciclopedista donde las preguntas ya no irán encabezadas con por qué sino con para qué. Somos testigos de su imperio sometidos a la única razón que nos queda, la instrumental, la razón enciclopédica. De la “A” a la “Z”.
3. La sucesión alfabética: el progreso
Curiosidad. Necesidades. Deberes. Placeres. Intereses, en suma. Lo que guía el nuevo saber, el auténtico. Pero ¿no brota este saber del fondo del deseo sin finalidad, del deseo por el deseo? ¿No es lo que guía nuestra curiosidad, genera necesidades, establece deberes y reporta placeres? De ahí que la fuente infinita de los deseos pida la satisfacción de todos y cada uno de ellos. Fuente cambiante, en avance, porque toda satisfacción es siempre insuficiente y pide una nueva. Así, nuestro alfabético saber es mera técnica de satisfacción de los deseos que en su fluir sugieren la idea de avance, donde todo lo posterior supera a lo anterior. Nace la noción de progreso.
Noción que no tiene nada que ver con la vieja y caduca idea de perfección. No hay finalidad[4]. Es simple movimiento. Deseo que, aunque sea satisfecho, busca salir, escapar, separarse de lo anterior (Scheler, M., 2001, 82).
Movimiento geométrico, en el plano euclídeo. Se avanza situándose en cartesianos puntos sucesivos, al albur de los deseos sin telos. Lo importante es avanzar y, en ese avance, ir trazando una línea que asegure la conciencia psicológica de autoafirmación. De ahí que acumular sea importante, pero solo a nivel psicológico, ya que, si no, habría finalidad y si la hubiera, comparecería una meta que daría dirección y, en razón de ella, los deseos serían filtrados. La vuelta a lo antiguo, aquello de lo que se quiere huir. Por ello, lo importante es el punto, donde todo punto subsiguiente es progreso sobre el anterior. Sucesión alfabética infinita como infinitos puntos hay en el plano de la fuente infinita de los deseos sin dirección.
El punto que se mueve se revela como huida y poder (dominio). La nueva concepción de libertad. Turgot, en su Discurso sobre los progresos sucesivos del Espíritu humano, entiende el progreso, en sus sucesivas fases, como huida de la oscuridad. Progreso es “luz”, “iluminación”, “brillo” (Turgot, A. R. J., 2016). Todo lo posterior aumenta luz pues va liberando de oscuridad.
Condorcet, continuador de Turgot, identifica oscuridad con autoridad. Cierto es que, en el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del Espíritu humano, suele referirse a la autoridad política tiránica, pero, si leemos atentamente, podremos deducir que autoridad es todo aquello que limita nuestro avance en la realización de los deseos sucesivos. Todo ello es “servidumbre”, “yugo”. El objetivo es librarse del yugo de la servidumbre. Huir de la oscuridad es liberación del yugo de la servidumbre. La libertad, desde esta perspectiva, es entendida como libertad negativa, liberación de cualquier coerción del deseo (Condorcet, D., 1980).
Huida que va tornándose afirmación en la medida en que progresamos, avanzamos, nos movemos de punto, al habla del deseo. Para progresar tendremos que ir adquiriendo luz, Razón, que nos proporcionará la ciencia, el saber necesario: saber técnico, instrumental. Saber que es dominio. Técnica que posibilitará la realización de nuestros deseos en función de nuestros intereses. La ciencia proporciona conocimiento para poder ser lo que se desee en cada momento, sin finalidad alguna. Es “previsión racional” (Comte, A., 1988, 31), poder (kratos). Saber reducido a instrumento al servicio del poder: saber tecnocrático.
Progreso. Alfabeto del deseo puntual en el plano guiado por un saber geométrico. Sucesión alfabética. De la “A” a la “Z”.
Mas Saint-Simon y Comte son conscientes del peligro, la anarquía social (Recasens, L., 1957, 673; Nisbet, R., 1998, 353). El alfabeto necesita unas reglas de orden, una gramática, una autoridad. ¿Quién le iba a decir a Esquilo que su versión del mito de Prometeo haría del inmortal titán la alegoría de una nueva religión llamada cientificismo? Prometeo —el que prevé—, símbolo de la Ciencia —la que prevé con su dominio de las artes— es el gran benefactor de la humanidad[5]y, en razón de ello, castigado por la tiránica y oscura autoridad de Zeus.
Conscientes del gran peligro del individualismo al que aboca el alfabetismo del deseo, al poner en peligro el progreso mediante una total desintegración del cuerpo social, Saint-Simon y Comte se constituyen en nuevos mesías. Su pretensión, cimentar el orden social. Volver a la fórmula de Rousseau en que la multitud de individuos conforman el individuo único mediante la voluntad general. Fórmula inspirada en el calvinista Greatest power (Negro, D., 2009, 50 y 103-107) presente en el hegeliano Espíritu absoluto o en la marxista humanidad social. Vuelta a la exigencia de unidad e inspirándose, quizás, en la religión civil del Contrato social (Negro, D., 2009, 89) y no solo en los tradicionalistas franceses: habrá que constituir un nuevo Dios, la Ciencia, y una nueva Iglesia que asegure una nueva disciplina, una nueva gramática, la del único lenguaje posible, el científico.
Lejos haberse realizado la utopía saint-simoniana del Nuevo cristianismo o la comteana de la Iglesia positivista sí se consiguió la aparición de la nueva religión secular, el cientificismo, con sus propios dogmas centrados en torno a la exclusiva validez del saber técnico-científico y con una moral, surgida de la aplicación de la nueva regla fundamental de la moralidad: “Todo lo que pueda ser hecho, debe serlo”.
Intento religioso de unificar el deseo, de trazar una sola línea, no múltiples: la del progreso. Gramática alfabética que escriba lo que debe ser recordado, la Historia. Bien lo decía el Prometeo de Esquilo: “[les enseñe] … la unión de las letras en la escritura (grammáton), donde se encierra la memoria de todo” (Esquilo, 460-461).
Pero esta nueva religión secular no ha logrado constituir una Iglesia. Todos los intentos totalitarios por establecer el individuo Uno fracasaron a lo largo del s. XX generando una desconfianza, que ha contaminado a la propia Ciencia, y reafirmando el individualismo fundado en el modelo antropológico empirista que sostiene la Ciencia en la técnica. Era imposible, desde esta visión del hombre, conformar una comunidad. Solo se podía intentar subsumir el movimiento del deseo individual en el de un gran Individuo deseante contando con la buena voluntad de los múltiples individuos y, si no, someterlo disciplinarmente.
La religión cientificista subsiste, aun sin Iglesia. La Ciencia mantiene su dogmática que todavía goza de gran poder. De ello, como pone de relieve la escuela de Fráncfort, se ha encargado el sistema económico ilustrado, el capitalismo, que ha conseguido un poder omnímodo en su alianza con la tecnociencia.
Esa subsistencia de la religión secular del progreso coexiste con la lógica de su antropología: “Meras ciencias de hechos hacen meros seres humanos de hechos” (Husserl, E., 2008, 48, § 2). Individuos deseantes que se mueven hacia ninguna parte, individuos alfabéticos. Meras letras sin gramática. Es la autonomía de la letra suelta.
4. La letra suelta: la autonomía alfabética
El proyecto kantiano tenía un claro propósito: la rehabilitación de la metafísica.A pesar de sus juveniles entusiasmos por Rousseau y su defensa de la Ilustración y de la posterior revolución, Kant era consciente de los límites y peligros del empirismo. La reducción de la realidad a meros hechos empíricos aislados abocaba necesariamente al escepticismo, como bien vio Hume.
El problema de Kant, su punto de partida: intentar realizar el objetivo proyectado partiendo de la gnoseología empirista. Su insuficiencia le obliga a completarla pues si no, la ciencia, como pensaban los enciclopedistas, se reduciría a una mera colección de conjunciones constantes no necesarias y, consecuentemente, nunca universales. Así, las formas aprióricas de sensibilidad y entendimiento aportarán la necesaria universalidad. Aun así, Kant sigue sujetándose al punto de partida empirista ya que lo que aporta necesidad y universalidad, la razón, no puede hacerlo sin el contenido suministrado por la experiencia sensible.
Aun con ello, el filósofo de Königsberg se da cuenta de la insuficiencia de su propuesta pues atisba la comparecencia de un hecho recurrente, no empírico, la tendencia ineludible de la razón a dar unidad a todo el saber fundado en la experiencia -técnico y científico-. Es lo que le lleva a preguntarse por la posibilidad de conocer los fundamentos no empíricos de ese hecho pues acecha la sombra del escepticismo y sus consecuencias: el sujeto deseante que actúa por inclinación. De no sortear la sombra escéptica, el anunciado sapere aude (Kant, M., 2013, Ak. VIII, 35) de la época de las luces se tornará oscuridad.
Esa búsqueda le enfrentará al hecho moral y lo que manifiesta: el bien que no podemos no buscar porque somos seres morales. Bien que se manifiesta como exigencia necesaria y universal, sin posible excepción. Desde ahí accede a los fundamentos últimos de la moralidad y de todo saber: el mundo, la inmortalidad del yo y Dios.
¿Problema? Su punto de partida que le obliga a mantener el lenguaje propio del empirismo y, al constatar su insuficiencia, inventar otro muy poco afortunado. Llama saber al conocimiento del fenómeno y fe racional al del noúmeno (Kant, M., 1984, Ak. V, 227, 260, 263.), recordando a la creencia de Hume (1984, S.B. 94-106, 209) y evocando su doctrina de la doble existencia (1984, S.B. 189, 202, 205, 211, 215). Ciertamente, el sustantivo “fe” es calificado como racional, muy chocante para un planteamiento ilustrado, pero también es cierto que el propio sustantivo (“fe”) y su despectiva carga ideológica harán que se termine dando más importancia al saber que a la fe racional. El proyecto kantiano habrá fracasado[6].
Lo que sí prevalecerá de su análisis moral será la noción de autonomía moral. Kant fue consciente del problema de la fundamentación alguedónica de la ética empirista (Kant, M., 1984, Ak. V, 47). Desde ella, la contingente experiencia de los sentimientos de placer o dolor, no se puede fundar la necesidad de la ley moral con lo que queda abierta la puerta al relativismo moral y, lógicamente, al escepticismo del Bien.
Ese mismo problema lo constata en todas las filosofías morales, éticas materiales. Todas presentan idéntica falla: sustentar la ley moral en la experiencia —que viene dada desde “fuera” al sujeto moral ya que el sentimiento, físico o moral, nos sobreviene— y (o) en una autoridad externa ya sea Dios, la educación, la ley o la perfección (natural) (Kant, M., 1984, Ak., V 69). Consecuencia: aunque se sostenga no actuar por inclinación, se hace. El interés es lo primario.
Falsas morales, farisaicas e hipócritas, que intentan blanquear al sujeto deseante, exclusivamente movido su cambiante interés.
Kant, sabiendo que la acción moral tiene que ser absolutamente desinteresada —lo bueno lo exige—, recurre a una fundamentación interna de la ley moral: “la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora” (Kant, M., 1983, Ak. IV, 431). Es la autonomía moral.
Mas, para desgracia de Kant, el individuo enciclopédico verá en la autonomía moral, vaciada de todo contenido moral ya que es contenido de fe y, como tal, despreciable, la justificación de su movimiento en continuo y continuado progreso. Él será el individuo progresista autónomo que, en función de sí y de su interés, podrá justificar todo movimiento de su insaciable deseo. El Bien será desbancado. Solo quedará la técnica, saber instrumental, que facilitará las condiciones para seguir moviéndose indefinidamente: bienestar -condición externa- o dominio -condición interna-. Autónomos, dueños y señores, letras sueltas.
5. La absolutización de la poíesis
Asistimos a una absolutización de la técnica (poíesis) presentada como la única gramática posible, único enlace factible -estratégico- entre letras sueltas y siempre atenta al peligro de crear lazos fuertes, comunidad. Gramática asegurada por el progreso tecnocientífico que, en un sistema económico basado en el consumo, asegurará a cada individuo hacer realidad sus fluctuantes deseos.
Absolutización dominante y creciente que va licuando todos los saberes. Los especulativos (teología, filosofía, ética), excluidos por inútiles y manteniéndose como residuos de un pasado caduco y superado. Residuos que, finalmente, serán desechados. Las bellas artes (poesía, literatura, arte, música), también cercanas a la especulación, siguen la misma ruta. Y no menos las Ciencias que, a pesar del imperio cientificista, solo son consideradas desde su utilidad técnica. Importa solo lo práctico, la pura y absoluta poíesis que contribuye a la consecución de nuestros deseos en el aquí y ahora y en progresivo movimiento.
Parece que la fragmentación alfabética del saber, enciclopédica, ha conseguido lo pretendido, la reducción de este a las artes mecánicas cuyo único motor es el interés individual. La gramática alfabética de la técnica es mera apariencia. Este imperio progresista de la poíesis se caracteriza por la anomia moral. Valores son los propios del progreso, los que posibilitan los deseos de todos. Paradójicamente, estamos ante una poíesis virtuosa que desea satisfacer a todos y lucha por ello. Da igual lo que se desee, el mero hecho de desearlo lo convierte en derecho que la tecnocracia y su servidor, el Estado, tiene que ayudar a satisfacer y regular. Es valioso todo lo que se desea y se convierte en derecho que reclamar y por el que luchar hasta que se estatuya. Una vez constituido, la lucha perseverará en favor de su mantenimiento. Cualquier paso atrás será una reducción del progreso, un paso hacia la oscuridad.
Es la nueva moral que, excluyendo el bien, justifica el mal. Este se entiende como efecto necesario y colateral que terminará desapareciendo en el propio sistema de satisfacción de las crecientes necesidades individuales. Una versión más de la smithiana mano invisible. Las víctimas reales no existen; solo es víctima aquel al que no se le posibilita el derecho de realizar lo que desea, sea lo que fuere. Es el único mal al que se combate con el poder omnímodo de la técnica y el, no menos omnímodo, del Estado, el nuevo Leviatán, el cancerbero de los derechos individuales.
Además, el dominio poiético lleva y llevará la autonomía a su cenit. La tecnocracia nos convierte en creadores (poietaí). Y es que el mundo, la Naturaleza, para el enciclopédico saber del s. XVIII, era la nueva Providencia (Hazard, P., 1985, 250-271). La Madre que provee. ¿De qué? De materia prima que pueda ser transformada. Locke (2006, 40, 36) será la referencia al indicar que el trabajo otorga valor a la tierra y fundamenta el derecho de propiedad.
Reducida la Naturaleza a materia prima irá perdiendo la mayúscula, su divina personificación, para terminar, convirtiéndose en cosa que dominar, explotar, con el fin de producir artificios, lo hecho con arte, con técnica. Todo producto tecnológico supera lo natural. Consecuencia: la naturaleza, imperfecta, debe ser superada y sustituida mediante la tecnología. Creador, más que dueño y señor del mundo natural. Individuo autónomo sin nada común con cualquier otro humano individuo. No hay naturaleza de ningún tipo, tampoco humana. La individualidad deseante, con la ayuda del kratos tecnológico me permite, y permitirá, crear: hacer y ser lo que en cada momento quiera. Todo lo que desee. No hay naturaleza, todo es cultura.
Lo más importante de esta autoconstitución del sujeto deseante no es el hecho de ser efectivamente creador sino de sentirse tal. La clave, esa estabilidad psicológica constituida en seña de identidad para un yo en continuo cambio. El creador tiene que manifestarse como tal ante su público a fin de sentirse único, saberse yo. El yo es el escenario que genera el teatro. Hume se alegraría.
6. Una mirada hacia dentro: reivindicación de la poíesis platónica
Es un hecho que el hombre medio de nuestro tiempo es el sentimental, suavemente nihilista, estéticamente impoluto, con altiva conciencia de creador, “sanamente” competitivo y extremado en el cuidado de su físico -libre individuo deseante que roza con sus dedos la liberación total gracias al poder tecnoeconómico-. Debería ser el más feliz, según el planteamiento de los enciclopedistas. ¿Lo es?
Miremos. La insatisfacción reina por doquier. Sufrimos, con ese sufrimiento íntimo que a nadie contamos. La soledad se palpa. La íntima. La que nadie ve. Solo hay que mirar. Vivimos en el estadio estético que siempre deja vacío. Justificamos de mil maneras ese vacío, luchamos contra él y huimos moviéndonos incansablemente —sin fin ni finalidad— pero sigue aumentando. Vacío. Nada. El individuo deseante, que somos, no es feliz. Entonces, ¿debe seguir dejándose arrastrar por sus deseos y por toda la estructura tecnocientífica, económica y política que ha creado para seguir avanzando hacia la nada o hay esperanza?
Hay indicios para ella, una pequeña esperanza que pueda ser motor de un cambio personal, no social porque los cambios si no son personales, no son cambios. Y si no hay cambios personales, no habrá jamás auténtico cambio social. ¿Qué indicios?
No me detendré en comentar estos indicios de esperanza. Pido al, siempre lúcido lector que una lo dicho a lo que sigue.
Es necesario comenzar proponiendo otro sentido de poíesis, el platónico. Resulta un lugar común, casi un tópico, citar el Banquete platónico con su definición de poíesis: “… toda cosa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser” (Platón, 1992, 205 c). Lugar común que parecería apoyar lo que nuestro individuo deseante promueve. Pero si leemos con atención, advertiremos que esta definición, atribuida a la sacerdotisa Diotima, quiere contribuir a saber a qué hay que llamar con propiedad amor.
Diotima critica la teoría del andrógino, que entiende el amor como philía —amor interesado— llegando a definir el amor como “el deseo de poseer siempre el bien (agathón)” para especificar, al fin, que el amor se manifiesta en un tipo de poíesis particular, la “procreación en la belleza (kalôi)” (206 b). Amor. Poíesis, con mayúscula. Arte que nos permite poder llamar artes a todas las technai: las bellas artes y las artes mecánicas.
Poíesis, con mayúscula, que nos hace ver que su fundamento es la belleza (kalôi). Poíesis que también es Praxis, con mayúscula de nuevo. Acción moral que hace presente al bien (agathón) incorporándolo como carne nuestra. Encarnación del bien, negadora del poiético dominio, que nos engendra revestidos de kalokagathía, belleza-bondad. Unidad inseparable cuyo nexo de unión es la mediación necesaria de la verdad (aletheia), lo inolvidable. Lo que hace crecer nuestra memoria (reconocimiento y despliegue de nuestra identidad personal).
Poíesis, con mayúscula, que abre la realidad desde éros (deseo de belleza). Deseo con finalidad que se nos da, como inquietud fundamental (inquietudo cordis), brotando de lo más profundo de nuestro ser, del punto de más íntima hondura, de nuestro auténtico yo. Deseo que emerge desde la hondura de la hondura como respuesta a lo que llama (to kaloûn) a que, desde lo que somos, nos encaminemos a lo que debemos ser, llegando a hacer de nuestra vida, de nosotros mismos, una vida bella (kalé) (Chrétien, J.L., 1997, 23). El griego lo deja claro, la llamada brota de la Belleza y provoca en nuestro ser un deseo que pide ser respondido en esperanza de vida bella.
Si la inquietudo cordis nos manifiesta que tenemos finalidad, no debemos reducirnos a meros individuos deseantes. El hecho se impone y nos pide atención. El constructo alfabético se cae. ¿Qué somos? Mas bien, ¿qué soy?
7. Persona: hipóstasis y prósopon
Aunque me piense como letra suelta hay algo que se me impone, a mí y a toda otra letra, me sé único, distinto. Me diferencio de cualquier otro. Diferencia tan singular que no puedo considerarla como definición negativa (“no soy cualquiera”, “no soy tú”) sino que se me da como absolutamente positiva, propia: “yo”. Para expresarla, además de pronombres personales, solemos utilizar una palabra: persona. Palabra que tiene su origen en dos términos griegos diversos: prósopon e hipóstasis. Conviene que echemos un vistazo a ambos términos, por separado, a fin de comprender los elementos constitutivos del ser personal.
La palabra prósopon, traducida al latín como persona, tiene su origen en el teatro griego. Se utilizaba para designar a las máscaras usadas por los actores a fin de encarnar a su personaje. Anotemos que todo personaje lo es, siempre, en relación al espectador. Palabra que se consagrará en la filología alejandrina como el modo de indicar la posición del hablante en la relación comunicativa: yo (si hablo), tú (si escucho), él (si se habla de mí). En Roma designará el rol social del sujeto que será concretado en la época imperial al convertirse en concepto jurídico: persona alieno iuri subiectae (esclavo) y persona alieno iuri subiectae (libre) (Spaemann, R., 2000, 41-43; Zizioulas, I. D., 2003, 45-49).
Este término será utilizado por la teología occidental, desde Tertuliano, con la intención de poder acercarse a la comprensión de los misterios trinitario y cristológico. ¿Por qué? Porque indica relación. Padre, Hijo y Espíritu Santo son únicos y lo son en relación diádica (yo-tú) entre ellos. Relaciones que no son solo constitutivas de cada unicidad sino que expresan la unión indisoluble de las tres personas, su naturaleza. Así se explicaría que haya un solo Dios y tres personas sin incurrir en contradicción.
El problema residirá en que el término persona no va a ser aceptado por la teología griega debido a su carencia de carga ontológica. Hecho manifiesto en la herejía de Sabelio que consideraba a las personas del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo como meras máscaras (prósopa) del único Dios (Zizioulas, I. D., 2003, 50-51).
Será cuando entre en juego el término hipóstasis. Ser concreto e independiente. No es fácil, como indica Zizioulas (2003, 52), enfrentarse a la historia de nuestra nueva palabra. Se ha entendido que su origen partiría de la distinción aristotélica entre sustancia primera (lo individual y concreto, la sustancia) y sustancia segunda (lo general y común, la esencia). Así es entendido en la teología trinitaria de Ricardo de S. Víctor y de Sto. Tomás[7].
Por otra parte, puede ser que tenga su origen en el término hypokeimenon que Aristóteles había usado en dos sentidos diferentes. Por un lado, haciendo referencia solo a la materia del compuesto hilemórfico y, por otro, al ser concreto e independiente, la totalidad (sýnolon) del compuesto sustancial. Este último sentido será el denominado hipóstasis. Dos palabras que presentan las dos dimensiones personales: una que indica su individualidad, su unicidad permanente e invariable (hipóstasis) y otra, su dimensión relacional, referencia al otro, constitutiva y constituyente de la propia unicidad (persona).
Parece ser que Máximo Confesor ya había sido consciente de ello al distinguir entre logos physeos (lo invariable) y tropos hyparxeos (lo variable) (Vid. Zizioulas, I. D., 2009, 38-43) habiendo ya afirmado los capadocios que la relación (prósopon) no es del orden del accidente sino de la sustancia (hipóstasis) siendo esta relacional (prósopon) (Zizioulas, I. D., 2009, 234).
En occidente, S. Agustín incidirá, en su De Trinitate, en que la relación no puede ser del orden accidente sino del de la sustancia (1956,V, 5, 6). Desde ahí la explicación de su doctrina trinitaria en clave de relación. Sto. Tomás afirmará, en esta misma línea, que la persona divina es relación subsistente, relación sustancial o hipóstasis subsistente en la naturaleza divina ya que “la relación no es como la del accidente inherente al sujeto, sino que es la misma esencia divina” (1988, I, I, q. 29, a. 4., Sol.). El problema: solo es aplicable a las personas divinas y no a las creadas (angélicas y humanas) (I, I, q. 29, a. 3., Sol.).
Es aquí donde me atrevería a indicar que hay que ir más allá de la visión tomista. Toda persona humana es hipóstasis y prósopon. Fruto de una relación diádica entre personas que le hacen aparecer no solo como mero ser existente, pues existir es ya relación. Esa relación fundamental que va desplegando su ser existente, personal, es filial, ser hijo. Desde esta segunda relación se van abriendo las subsiguientes relaciones constitutivas. Carece de sentido primar el aspecto hipostático sobre el relacional o viceversa. La letra lo es pero siempre en relación a otra. No hay letra suelta. Alfabeto que no puede ser reconocido como tal sin gramática y gramática que no es posible sin alfabeto. ¿Quién constituye a quién? Nadie. Mutua constitución.
8. Persona y naturaleza
Ser persona (hipóstasis-prósopon) no es ser mero individuo de una especie. Las personas no somos ni meros casos de una especie ni individuos en función de ella. Ser persona es ser único. Tenemos nombre propio, no nombre común. ¿Significa este fenómeno irreductible que no hay nada en común entre personas? ¿Es acaso persona una suerte de término negativo que quiere indicar nuestra absoluta diferencia de todo otro al que le aplicamos ese nombre? ¿Nos vemos obligados a negar lo común, la naturaleza, en los seres personales? De nuevo, los fenómenos. La capacidad de comprender la realidad (razón), de autodeterminación (libertad), de afectividad racional[8] y de donación radical y total al otro (amor) se nos dan como notas comunes de todas las personas. De ahí que sí podamos hablar de naturaleza humana.
Esas capacidades naturales están presentes en todo ser personal y marcan un sentido poiético a la inquietudo cordis. Sentido que aúna la absoluta unicidad de la persona (hipóstasis) y su absoluta relacionalidad (prósopon). Si me fijo en lo primero (hipóstasis), no puedo no reconocer que toda unicidad personal no está cerrada. Habiendo una sustantividad única, comparece una llamada constitutiva a la búsqueda de su propia belleza-verdad-bien (kalokagathía), a llevar a plenitud su suidad, que es siempre distinta, absolutamente distinta, de la de cualquier otra persona. Llamada que puede ser atendida o desatendida. Ser persona es ser absolutamente único, absolutamente diferente. Es lo que Zubiri (2007, 47-51) ha querido expresar con su distinción entre personeidad y personalidad y Fernández Beites (2008, 385) al afirmar que la esencia personal es una esencia procesual o dinámica. Esencia no acabada y que incluye “necesariamente el hacerse”.
Si reparo en lo segundo, la absoluta relacionalidad, debo afirmar que el florecimiento de la sustantividad personal está referida necesariamente a la alteridad. Solo en la relación con el otro es como puede llegar a ser quien debe ser. Todos estamos unidos. De ahí se sigue una exigencia moral, la de tomarse la propia vida en serio, muy en serio. El cuidado de sí brota como exigencia moral desde el rostro del otro de quien soy responsable, absolutamente responsable. Hay un imperativo de salvación que excluye todo individualismo y se muestra como imperativo de resistencia al mal, entendido este como anulación del rostro, siempre personal, del otro y, en consecuencia, del mío.
En cierto modo, el otro me constituye. Así, podríamos definir la naturaleza personal como subsistencia relacional procesual. Aún más. Si la naturaleza humana es relacional, quizás esto manifieste que en la medida en que nuestros vínculos de alteridad vayan siendo más fuertes, ciertas notas de la naturaleza humana comparecerán y en la medida en que se vayan debilitando, se ocultarán. Lo último es fácil constatarlo en nuestro mundo individualista en el que la belleza se confunde con el gusto, la verdad con la opinión y el bien con el propio interés. Lo mismo ocurre si nos referimos a la conexión de la libertad con la verdad o con el bien. Hay un oscurecimiento de la naturaleza humana que lleva a negarla intentando reducir todo a cultura.
Por otra parte, es también importante incidir en que la constitución de sólidos lazos de alteridad abren la naturaleza personal permitiéndonos descubrir notas de ella que o bien no estaban claras o bien nos resultan absolutamente novedosas. Desde esta lógica, y a modo de botón de muestra, si estableciéramos relaciones que contribuyeran al crecimiento personal, llegaríamos a descubrir que no es constitutiva de nuestra naturaleza la absoluta finitud descubriendo que ser persona es, de algún modo, ser necesario. Es decir, que no somos seres para la muerte. Cuestión que queda como sugerencia, invitación y tarea pendiente. Si esto es así, ¿no podría haber notas de nuestra naturaleza personal cuya manifestación dependa del establecimiento de redes de relaciones auténticamente personales y constructoras de auténtica humanidad?
Tal vez, el imperio de la letra suelta sea tiránico porque nos hace olvidarnos de lo común, la naturaleza, al aislarnos del otro, del que tiene nombre propio. Quizás habrá que darle rostro a las letras para que dejen de estar sueltas, aisladas. Tal vez, la gramática del auténtico alfabeto sea aquella en la que al nombre común (la naturaleza) solo se acceda a través del nombre propio que se me da en una relación de alteridad fundada en la absoluta diferencia del tú que se me revela y acompaña. Gramática que promueve, no anula, la diferencia constitutiva del otro, su ser hipóstasis, en movimiento relacional sin fin.
9. Cuidado versus dominio
Hipóstasis-prósopon que va creciendo como persona y tomando posesión de su naturaleza en relación auténtica con toda otra hipóstasis-prósopon. Si no vamos mal encaminados, un nuevo hito surge en nuestro camino: ¿qué modo de relación es constructor de la persona? Volvamos la mirada a nuestra entrada en el mundo. No somos arrojados sino alumbrados. Se nos da a luz.
Nuestro ser alumbrados se manifiesta en dos momentos: la acogida y el cuidado. La acogida es lo primero, la conditio sine qua non. El que no es acogido, es arrojado, desechado, constituido en problema, en cosa inútil que se desprecia y tira. Trastocado en excluido. Todo ser personal exige ser acogido. Exigencia que muestra su radical vulnerabilidad y reclama una respuesta básica, la ternura. La ternura que acoge es ese sí primero que abre a la existencia. Ese fiat que acepta el nombre propio del que llega, su singularidad (Esquirol, J., 2021, 23). Acogida en ternura, delicada, donde se reconoce que quien adviene tiene valor absoluto (dignidad) y se apuesta por él. Por ello, todo ser humano que no es acogido es tratado indignamente. Se convierte en víctima y, como tal, su mera presencia pide restauración (tiqqún), reclama la venida de alguien que le engendre en la belleza. Pide la parusía, la llegada del Mesías[9]. No la del mesías populista sino la del que restaura, la del que hará nacer de nuevo.
Alumbrados por la acogida, pero no definitivamente, pues no acabamos nunca de ser engendrados. Llamados al mismo tiempo a ser cuidados y a cuidar. Y cuando herimos o somos heridos, a curar o a ser curados. Al fin y al cabo, convocados al cuidado. Los dos relatos de la creación y misión del ser humano del Génesis nos hablan de las dos formas de cuidado personal. Ambas asimétricas y exigidas ya que si alguna falta, la persona florece con dificultad y carencias.
El relato yavhista (Gn 2:15-25, Biblia de Jerusalén) indica en los versículos 15 y 19 la misión del hombre en el jardín del Edén: guardarlo y cultivarlo. Curiosamente, después de hablar de la misión, narra la creación de la mujer indicando siempre la profunda unidad, nunca dependencia, entre esta y el hombre. La mujer es una con el varón, es su flanco, su costado, (tselá), su tú más íntimo y los dos constituyen una unidad de alteridades, son “hueso de huesos y carne de carne” (v. 23). ¿Tendrá algo que ver la misión dada a la humanidad (adam) con la mujer (ishah)?
Por su parte, el relato sacerdotal (Gn 1:27-30) incide en crecer, someter y dominar. Texto de difícil comprensión. Von Rad (2000, 196) indica que el texto quiere resaltar al hombre como mandatario de Dios, expresión de su soberanía. Así como los reyes poderosos ponían sus imágenes en sus dominios como signos de su soberanía, Elohim coloca la suya con mandato de extender su soberanía y el imperio de su gobierno.
El relato avanza y matiza la misión de embajador del hombre. Dios entrega al hombre las semillas para que las siembre y haya alimento para él y para todo ser que respira (2:29-30). Como bien matiza Bergsma (2019, 36), el mandato de dominio debe ser entendido en clave de servicio y cuidado. Misión de gobierno, diversa de la puesta de relieve por el texto yavhista. ¿Tendrá algo que ver esta misión dada a la humanidad (adam) con el varón (zakar)? Ambos relatos nos ponen delante la doble modulación del cuidado: cobijo y amparo.
Cobijo es cuidado femenino. La mujer guarda todo en su intimidad, lo abraza desde dentro. Lo suyo es el cuidado hipostático, esse (Grygiel, 2006, 46). Su forma de relación es un modo de donarse, de salir de sí. Salir de sí que es unir a sí, cobijar, en respeto absoluto al otro, sin querer asimilarlo, guardando siempre la diferencia de alteridad. De ahí que su cuidar sea atender al otro en todo lo cotidiano, lo concreto. El cuidado femenino siempre tiene los pies en la tierra. Su cuidado mira hacia dentro del otro y, desde dentro, congrega, nunca disgrega. Une, no asimila, porque cuando asimila posee, forma propia del dominio femenino, y poseyendo estrangula, ahoga y mata. Llamada a unir sabiendo que debe dirigir la mirada al interior, al del otro, desde cuyo interior se vuelve lúcida para sí. Su cuidado es salida de sí en abrazo, íntasis (Evdokimov, P., 1966, 52). La mujer guarda y cultiva guardando. Cobija.
Amparo, cuidado masculino. Amparar no es solo proteger del peligro exterior que acecha. Amparar es buscar siempre el avance, el real, el que hace crecer. Su punto de atención privilegiado es la dimensión relacional (prósopon), la exterioridad. Siempre fijo en lo que debe ser, lo que da sentido a su agere. El hombre sueña y se mueve hacia sus sueños. Su cuidado tiene que ver con ello. Mas su sueño debe ajustarse a realidad, si no, desvaría y trastoca el cuidado en competitividad, emprendimiento, ... Dominio, a fin de cuentas. Su cuidado debe atender a la dimensión valorativa del otro, se preocupa por su ethos, por lo que tiene que llegar a ser. Su cuidado es llamada a florecer, a salir de sí. Su donación es siempre hacia fuera. Así, con visión profética, convoca hacia lo alto. Siempre mirando al otro, une y no asimila. Congrega sin disgregar. Y lo hace soñando utopías realizables y protegiendo frente a cualquier tipo de distopía. El hombre sirve y cuida en busca de crecimiento; sirve y cuida extendiendo, agrandando. Ampara.
Unidad entre las dos formas de cuidado. Ambas necesarias y referidas la una a la otra. La mujer abraza en lo real, el ser. El hombre ensancha el abrazo en el ideal, el deber ser. Ambos se reclaman y toda persona debe ser cuidada en abrazo femenino-masculino. El cuidado no entiende de dialécticas excluyentes sino solo de abrazo que se ensancha, que lleva a crecer y del que nadie es excluido. Todos caben. Por supuesto las víctimas y, aunque nos cueste aceptarlo, también los victimarios. El que cuida sabe que siempre hay esperanza cuando el cuidado se torna cura que cobija y ampara porque hay que abrazar muy fuerte y soñar grande en esperanza de sanación.
10. La fuente del cuidado
Si el cuidado exige la unidad femenino-masculina, siempre en alteridad, ha de brotar de una real unión masculino-femenina. (Cambio el orden porque aquí las prioridades no existen). Ella es manantial primero que alimenta al resto de las fuentes, incluso a aquellas en las que, aparentemente, no hay alteridad.
¿Qué posibilita esa real unión? El amor. No hay otra respuesta posible. El amor no es philía. Es Platón quien lo descubre. La palabra philía es utilizada por Homero para indicar que el héroe es un conjunto de miembros (gya) todos suyos, bien coordinados, queridos (philoi); o sea, propios (García-Baró, M., 2004, 72). De ahí la comprensión del amor como philía. Uno ama a los hijos, a los amigos, porque son suyos, propios. Sin ellos, me faltaría algo. Hay philía en relación a lo que me falta. Amo al otro porque me lo da. Así, el amor exige semejanza; solo se puede amar lo semejante. Ese es el sentido de la pederastia como prototipo del amor. El maduro es el amante (erastés) que ama al joven, el amado (erómenos), porque consigue lo que le falta, belleza. A su vez, el joven recibe educación. Pero solo ama uno, el erastés, porque está poseído por un dios. Es el imperfecto amante quien, desde lo superior, poseído por un dios, ama, arrebatándole al amado lo que le falta con la finalidad de incorporarlo a sí. Y es que el amor es fruto de la carencia. Los dioses no aman.
Platón se enfrenta a esta concepción releyendo el mito de Alcestis y, de forma muy especial, reinterpretando la muerte de Aquiles por amor a Patroclo. Alcestis rompe la philía. Admeto exige de sus padres hacia él, como parte de ellos, que alguno entregue su vida por él, en la lógica del amor de philía. Sus padres se niegan a cumplir con su deber rompiendo el propio organismo. Pero hete aquí que Alcestis, su mujer, la amada –no amante- se ofrece a dar su vida. La entrega por él y baja al Hades. Los dioses se admiran por ese amor absolutamente nuevo ya que el amado ama al amante, instaurando así reciprocidad, lo que philía ignora. Deciden recompensarla sustrayéndola del Hades para que pueda vivir amando a su esposo.
Aquiles supera el amor de Alcestis siguiendo la novedosa línea de la reciprocidad. Da la vida sin ningún interés pues Patroclo no puede volver a ella. Es un nuevo tipo de amor, el que da la vida por el amante, que se trastoca en amado, sin esperar nada a cambio. El amado se trastoca en amante que ama con amor desinteresado, el erastenagapa. Philía es destronada por agape (Platón,1999, 180 b). De nuevo, los dioses quedan impresionados y le otorgan el premio sobre todo premio: habitar en las Islas de los Bienaventurados. Es el genial Platón quien descubre que el amor no busca lo que a uno le falta sino que es entrega recíproca y, más aún, absolutamente desinteresada. Su nombre: agape. Y, ¿qué es agape? ¿Podríamos decir algo más de él?
Hay una mirada que quizás nos pueda dar luz, la de S. Pablo (1 Cor 13: 4-8). Allí enumera una serie de características del amor a través de las cuales quiere indicar que este no tiene como centro la persona del amante. Su centro es siempre el tú amado. Aunque el amor pide que esa disposición sea recíproca, exige, al mismo tiempo, amar sin exigir ser amado (Marion, J. L., 2005, 82-86). Rompe la economía de la justicia sustituyéndola por la de la misericordia: “Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (v. 7).
Agape es, en primer término, don, gracia, regalo. El del tú que se me descubre como perla preciosa. Tesoro que me pide dejarlo todo, entregarle mi vida renunciando a la posesión, al dominio. Regalo que llama a vivir por él, con él, en él. Agape construye una vida que supera lo común, comunión. Vivir así es vivir para el bien del otro constituyendo el abrazo que cuida -cobija y ampara- y que engendra al otro. Y en el tú amado, a todo otro, que siempre acontece como el primer tú que me fue regalado: inesperado e inmerecido pero siempre bienhallado y bienvenido. Y ello a pesar de los pesares ya que, en el ejercicio de su libertad, el otro puede rechazar el abrazo.
Agape implica a la totalidad de la persona. No es mero sentimiento, tampoco conocimiento. Es donación. Mas no nos confundamos, donación, no esfuerzo voluntario. Es donación que lleva a sentimientos que trascienden el burbujeo efímero del sentimentalismo superficial, siempre a la moda. Sentimientos de hondura, que brotan en respuesta agradecida y nunca orgullosa al regalo indebido y siempre inmerecido del tú que me constituye. Es donación que pide conocer al tú amado, siempre nuevo y siempre desconocido. Conocerle para más amarle y para estrechar más la común unión. Es donación que pide un fiat, sí, continuo y continuado en lo cotidiano de la vida, con sus alegrías y sus penas, con sus gozos y sombras, con sus saludes y enfermedades. Y, como no, es donación que hace traspasables las carnes, donde ya no hay lenguaje obsceno, de posesión, sino habla (lógos) que aspira a la trasparencia de la carne que vence -y algún día lo hará definitivamente- la aspiración a la opacidad del cuerpo biológico. El amor, visión mal enfocada la del autor del Cantar de los Cantares (8: 6), no es tan fuerte como la muerte sino más fuerte que la muerte. Es donación que sabe de la eternidad de su vocación.
Agape que va más allá del don porque se descubre como don del don. Regalo que pide ser regalado. El tú amado es el que da alas, edifica, constituye toda vez más yo. Todo el que ama lo sabe y no se rebela esgrimiendo la falsa autonomía que exige independencia. El que ama sabe que la única forma de ser más yo es fijar la mirada solo en el tú, implicándose en el bien del amado. Y sabe también que, desgraciadamente, tiende a volver la mirada sobre sí, alejándose del tú amado y de sí mismo. Y es que, en el amor, el crecimiento personal del amante no es lo importante sino lo secundario. Por ello, lo recibido debe quemar en las manos y ser soltado, donado, regalado. La gracia, el don, nunca es regalada para ser poseída sino para ser entregada. Y es que el abrazo de comunión solo se amplía en el olvido de sí (Falque, E., 2013, 182-183). Agape, don del don.
No hay letra suelta, ausente de gramática. Solo hay personas (hipóstasis-prósopon) convocadas a relacionarse y a crecer en su común camino hacia la Belleza-Verdad-Bien, viviendo en gramática de donación, la del amor. Don del don.
11. Hogar, casa y mundo
La gramática de comunión fundada en el amor originario, femenino-masculino, genera espacio. No geométrico, como el de la enciclopédica letra suelta, sino vital. Espacio de alteridad que siempre promueve al otro y, siempre fecundo, avanza en aceptación y cuidado (cobijo y amparo). El primer espacio vital es el hogar, lugar del fuego. Donde hay luz y calor. Donde hay vida, la de la comunión originaria que, como luz y calor, no puede más que difundirse. Es el espacio vital del amor masculino-femenino, el primer amor y la fuente de todo otro. Llegamos al mundo y somos acogidos en el calor del hogar y a su luz encontramos nuestro primer nombre, hijos.
Surge así la casa (domus), el espacio de la maternidad-paternidad. El que nos reconoce y constituye hijos al calor del amor fontal, vinculándonos en hermandad, hijos del mismo amor. Reconocerse como hijo de un amor común es el fundamento; es comprender que el nombre propio siempre lo es con apellidos que siempre son dos, no uno. Espacio filial que brota de la unidad materno-paterna y que constituye la hermandad. Es el espacio doméstico.
La casa, el espacio doméstico, amplia la hermandad creando lazos de amistad que lo ensanchan. Surge el mundo como extensión del espacio doméstico. Se descubre como kósmos, orden, que no es el propio de las leyes de la física o de la biología sino el del amor (agape). Y comienza a ser habitable. Es la domus común. Ahora afloran las exigencias del cuidado. Cuidado de todo otro. Otro personal y otro del mundo natural, sea vivo o no. Alteridad y diferencia que exige alteridad y diferencia de cuidados. Todo otro debe ser cuidado respetando su lugar en la casa. El cuidado del hijo, del hermano, del amigo, del desconocido, del pobre, del huérfano, de la viuda no es el mismo que el debido a la mascota, a la especie en extinción, al bosque, al ecosistema, al monte o al mar. Todo debe ser cuidado atendiendo a su lugar en la domus común. Si algún otro es descuidado o mal cuidado, introduciremos el desorden, el mal, y todos serán maltratados; maltrato que no es cuestión técnica o de recursos sino, ante todo, de orden moral y, por ello, de orden vital.
Es el problema de la letra suelta. Sin gramática -amor-, no hay casa. Y sin casa, solo hay desolación, aunque se intente aparentar lo contrario.
12. Por una poíesis poética: la técnica como abrazo poiético
Donde el mundo (kósmos) se vive como casa (domus) constituida desde el primer amor, la poíesis desbanca el dominio y solo se entiende desde la donación (agape) que se expresa como cuidado masculino-femenino.
La poíesis adquiere el sentido platónico de procreación en la belleza. La persona está llamada a dar a luz a la belleza de la que está preñada todo el mundo natural, a pesar de constatar en ella las huellas del mal. El modelo de toda poíesis tendrá que ser el de las llamadas, por la Enciclopedia, bellas artes. Si apostamos por unas bellas artes que broten de la constitución de redes de ágape, de una ciudad de amantes y de amados (Platón, 1999, 178 e), estas serán fuente de inspiración y de buen hacer para las artes mecánicas. Podríamos, así, constituir otro tipo de técnica. Una técnica que humanice más al hombre, a todo hombre sin exclusión, porque le trate como persona, siempre fin y nunca medio. Una técnica que cuide y cure el mundo natural trabajando para que sea cada vez más habitable sin desligarlo de las personas e implicando a estas en constituirlo en obra de arte, respetando su alteridad; lo que los capadocios denominaban hipostasiar que no es más que contribuir a su floración.
El mundo debe ser hipostasiado, llevado a plenitud, mediante una técnica que una, sin confundir ni fusionar, tanto las alteridades personales como las del mundo natural. El mundo natural no es materia prima. Debe ser guardado, cultivado, servido y cuidado, como subrayan los relatos del Génesis. Una técnica que cuide y cure será mucho más eficiente en la solución de los problemas reales del mundo, unidad de alteridades (kósmos). De lo contrario, el imperio de la enciclopédica letra suelta, rebelde frente a toda gramática, seguirá rompiendo el mundo y corrompiendo a la persona con sostenible discurso pues su poíesis continuará siendo la del poder.
Es necesaria una poíesis poética donde el abrazo agápico sea su motor. Una poíesis poética con la vista puesta en el progreso al que deberíamos aspirar, el único progreso que merece ese nombre, el del abrazo que acoge y cuida a todo el que llega a casa. Una poíesis del abrazo poético, abrazo poiético[10].
13. Un saber agápico
“Dos es igual a uno multiplicado por dos mil” (Chesterton, G. K., 1984, 105). Es la diamantina regla de todo saber que merezca tal nombre. Negación del “saber” enciclopédico. La dirección de todo saber hacia el de las artes mecánicas ha conseguido no ya estrechar el saber sino lo que es peor, la reducción de la realidad a aquello que está a mano, lo que se puede utilizar, dominar, lo que nos empodera sacándonos de la minoría de edad. Este reduccionismo no es otra cosa que una huida de lo real. Nos hemos reducido a átomos solitarios, letras sueltas, que vagan sin cesar en movimiento continuo de huida por el plano geométrico buscando experiencias puntuales, inconexas entre sí, pero que nos crean la ilusión de que pueden unirse con una línea ya que, aunque defendamos con culta voz que los relatos han muerto, tenemos necesidad de una narrativa propia que nos explique, ¿o más bien nos justifique?, ante los demás. Realmente, ante nosotros mismos, pues es un hecho que se puede vivir en la superficialidad estética pero, de vez en cuando, lo real comparece y nos obliga a mirar hacia dentro.
Y es que la realidad no se reduce a lo que técnica y ciencia nos cuentan. No todo son problemas. También hay enigmas y misterios (García-Baró, M., 2019, 33-46). Lo primero, los misterios que nos llegan y cercan, acontecen. Son las primeras alteridades. Los que primero advienen, la muerte y el amor; expresiones del mal radical y del Bien perfecto. Los misterios son indisponibles y más nos vale mirar hacia ellos y afrontarlos ya que nos abren al auténtico saber, el de la vida, la personal. La que hay. La del tú que me constituye en relación agápica y la mía que, en idéntica relación, constituye al tú.
Quien no huye se abre al saber que siempre será ignorancia, docta ignorancia. Se enfrenta a los enigmas, de diferente calado pero todos encadenados. Lo enigmático de lo real se abre al saber y vamos descubriendo verdades, unas pequeñas y otras no tanto. Todo se encadena porque descubrimos que, desde la verdad de una intuición filosófica a la de una ecuación matemática pasando por el cuanto de la física, recreándonos en la química de la vida natural y en la maravilla de una obra de ingeniería, todo ello comparece transido de belleza, la que se expresa en las auténticas bellas artes. Todo constituye una misteriosa unidad. Todo, absolutamente todo, tiene rostro de persona. Todo es llamada a la vida en el Bien. Llamada agápica.
Desde esas claves hemos de superar la barbarie del saber enciclopédico y generar una unidad del saber donde ya no tenga sentido la lucha entre saberes. Donde no se discuta acerca de cuál sea el más importante puesto que todo lo es. Es necesario un saber agápico, con rostro de persona, que promueva la vida en el Bien y resista al mal.
14. Sizigía
Zizioulas nos hace caer en la cuenta de que la vida personal (hipóstasis-prósopon) es invitación a descubrir la unidad de lo real que nunca es totalidad sino comunión. Remite al pensamiento hebreo que, según Wheeler (Zizioulas, I. D., 2009, 136), habría descubierto que toda comunión, vida en relación diádica tú-yo, exige una unificación personal.
Así, en las figuras del Hijo del hombre[11] y del Siervo de Yavhé[12] se encontraría que la relación entre los muchos se sustenta en uno que, necesariamente, ha de ser persona. Esta misma intuición se encuentra en la teología trinitaria oriental al entender que ha de haber un tercero, o primero —según se mire—, que unifique en sí las relaciones diádicas (yo-tú) atribuyendo al Padre el ser la unidad personal de la Trinidad.
Más allá de consideraciones teológicas, lo que subyace tanto en el pensamiento judío como en la teología patrística oriental es la constatación de dos asuntos que hay que pensar muy a fondo para no incurrir en una visión de la realidad como totalidad que anule su alteridad constitutiva. El primero, que la relación agápica yo-tú, comenzando por el ágape primordial femenino-masculino y continuando por el resto de las agápicas relaciones interpersonales, siempre constituye una nueva realidad, comunión, que es afirmación de las alteridades implicadas.
Realidad que tiene que ser constituida por un tercero que no puede ser ni metapersonal ni impersonal sino persona que soporte esa comunión real. Podríamos decir, utilizando el lenguaje de los padres orientales, que la comunión agápica exige ser hipostasiada por otra persona para ser auténtica realidad de comunión, realidad de alteridades. Esa persona no puede ser más que persona divina. Persona porque si no, reduciríamos la realidad nueva constituida por la comunión tú-yo en una suerte de sustancia que siendo metapersonal trascendería a las personas implicadas en la relación agápica al reducir su realidad a mera ocasión para la manifestación o generación de sí. Persona porque, en caso de ser considerada sustancia impersonal, la máxima realidad sería la de la sustancia frente a la de la persona considerada, entonces, como un modo de la sustancia anónima diluyéndose lo personal en la superioridad ontológica de lo impersonal.
Divina porque solo un Dios que sea totalmente otro en comunión personal (hipóstasis-prósopon) puede unir a dos constituyendo una nueva realidad en la que los dos siguen siendo dos. La Alteridad constitutiva es garante y soporte de la alteridad de los amantes. Es la mediación necesaria. Sin ella, apelaríamos a una totalidad ya sea la del Uno panteísta o individualista, ya la de la sustancia. Totalidad en la que la alteridad es fagocitada dando paso a la barbarie, la de la letra suelta.
Segundo. La mediación necesaria no rompe la relación diádica, antes bien la consolida como tal. El tercero no estorba sino que es exigido por ella al constituir una nueva realidad en la que las alteridades son respetadas y promovidas. Tampoco rompe el hecho de que las relaciones solo puedan ser diádicas sino que lo asienta. Las relaciones personales son siempre tú-yo y en la unidad, que para el que se relaciona agápicamente siempre comparece en el rostro del tú amado, es donde se hace presente (parousía) el Tú, con mayúscula.
La gramática del nuevo alfabeto está completa. Gramática de alteridad que excluye la totalidad y cualquier pretensión de sistema. Alfabeto que no es el enciclopédico y gramática no fundada en la reunión interesada de individuos solitarios. Alfabeto personal y gramática de comunión, omniunidad, donde el fundamento es la relación agápica esponsal (sizigía) (Soloviev, V., 2009, 121)[13].
15. Conclusiones
Llegamos al final de nuestro recorrido. ¿Qué conclusiones podemos extraer?
La reducción del saber a instrumental (útil) manifiesta que el hombre es exclusivamente un ser de deseos que necesita saber solo lo que le interesa para satisfacer lo que desea.
La pretendida extensión del saber enciclopédico con la finalidad de construir una societé de gens de lettres, al perder como referencia el ideal del sabio, ya que este es entendido como autoridad que hay que destronar, fomentará la ruptura de relaciones con el otro, contribuyendo a la atomización del individuo deseante. Lo que conocemos como individualismo.
La ilustrada idea de progreso contribuirá a que el individuo deseante se autojustifique desde ella. El movimiento sin fin y sin finalidad de sus ocurrentes deseos, sus necesidades, es lo que hay que seguir sin limitaciones. De ahí que la libertad se entienda como ausencia de limitaciones.
La transformación de la noción kantiana de autonomía, al ser vaciada de todo contenido moral, será asumida por el progresista individuo deseante como reivindicación de su independencia absoluta frente a todos y frente a todo manifestándose en una actitud de dominio de la realidad para ponerla al servicio de la satisfacción de sus deseos (bienestar).
Son estas conclusiones las grandes líneas que propongo y que habrá que profundizar en próximos trabajos.
16. De la “alfa” a la “omega”
El libro del Apocalipsis, al tocar a su fin, pone en boca de Cristo: “Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin” (22:13). Sugerentes palabras que, más acá de la fe en Cristo, nos refieren que Diderot y D’Alembert se equivocaron con sus letras sueltas, de la “A” a la “Z”, siendo necesario otro criterio, el de la comunión agápica de personas, de la “Α” a la “Ω”.
La barbarie enciclopédica sigue avanzando con sus vacías letras sueltas. La nada se extiende con nihilismo suave y agradable, imperio esteticista. ¿Seremos capaces de resistir al mal? ¿Podremos responder a un problema que más que de técnica y saber es de humanidad, de personas?
Todo un reto para el que no son aptas las cultural wars. Solo las vidas personales que optan por la primacía del ágape, por el rostro del tú con nombre y apellidos, lo son. Acabo estas páginas con el deseo de que esta afirmación haya sido concluida filosóficamente por el lector desechando la primera impresión de ser una opinión personal del autor de estas líneas. Que lo escrito sirva para pensar y edificar en esperanza. El amor es más fuerte que la muerte.
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Notas
Información adicional
Información sobre el autor: José Javier Ruiz Serradilla, funcionario de Carrera del Cuerpo de Profesores de Enseñanza Secundaria, especialidad Filosofía; Jefe del Departamento de Filosofía del IES José García Nieto; Profesor de Filosofía en el Seminario Diocesano de Getafe. (2014-2019); Profesor de la Cátedra de Bioética y Biojurídica de la UNESCO. (2000-2010); Miembro del grupo filosófico Socrat3.99. (Desde su creación); Miembro del grupo de investigación AXÍA sobre ética fenomenológica de los valores. (1995-2005). Entre sus publicaciones: (2021), ¿Intelectuales cristianos? ¿Dónde? Vida Nueva, (3245), 23-30; (2011), Homo, sacra res homini. Ferrán, (31), 103-112; (2005), ¿Qué significa domesticar? Cuadernos de Pensamiento, (17), 297-310.