ESTUDIOS

La paradoja de la técnica y el sentido de la vida

The paradox of technology and the meaning of life

Juan José Pérez-Soba Diez del Corral
Pontificio Istituto Teologico Giovanni Paolo II per scienze del matrimonio e la famiglia, Italia

La paradoja de la técnica y el sentido de la vida

Cuadernos de Pensamiento, núm. 35, pp. 17-52, 2022

Fundación Universitaria Española

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Recepción: 09 Agosto 2022

Revisado: 27 Septiembre 2022

Aprobación: 30 Septiembre 2022

Publicación: 30 Diciembre 2022

Resumen: La técnica en la actualidad se vive en la paradoja de ser promesa de un desarrollo, pero, al mismo tiempo, amenaza de una destrucción de lo natural. Vemos en esta tensión la diferencia entre dos modos de usar la razón: el moral y el técnico. Ambos son distintos del simple conocimiento de las cosas, porque están ordenados por la voluntad. El modo diverso de ordenar el acto humano se ve sobre todo en el inicio que tiene en el deseo y el amor y el fin que alcanza en una comunión de personas que la técnica no comprende ni sabe ordenar. Se ve entonces lo inadecuado de dejar lo natural, y especialmente todo lo que se refiere a la vida, a la sola técnica. La vida pide una lógica diversa que mira la interioridad y está abierta al misterio, solo así se encuentra un verdadero sentido de la vida que ordena los actos humanos. Esto nos conduce a una ética del cuidado, que la técnica no es capaz de ordenar por sí misma, pues contiene una clara voluntad de poder. Para que el hombre viva en esperanza verdadera debe saber ver la paradoja de la técnica desde la paradoja de la vida cuyo sentido se encuentra al dar la vida por un amor que se abre a la eternidad.

Palabras clave: misterio, moral, razón, sentido, técnica, vida.

Abstract: Nowadays, technology is seen as a paradox: it brings both the promise of development, but, at the same time, the threat of destruction of nature. We can see in this tension the difference between two ways of using reason: the moral and the technical. Both are different from the simple knowledge of things because they are ordered by the will. The different way of ordering the human act is seen above all in the act’s beginning – the desire and love; and the end it reaches in a communion of people that technology does not understand and does not know how to order. The inadequacy of leaving what is natural, and especially everything that refers to life, to technique alone is therefore seen. Life asks for a different logic that looks at the interiority and is open to mystery, only in this way is a true meaning of life that orders human acts found. This leads us to an ethic of care, which technology is not capable of ordering by itself, since it contains a clear will of power. For man to live in true hope, he must know how to see the paradox of technology from the paradox of life whose meaning is found in giving life for a love that is open to eternity.

Keywords: life, moral, mystery, reason, sense, technology.

1. El instrumento técnico ante la paradoja de la vida

“¡He aquí el mundo! ¡Vaya un mundo! […] En vez de esa viva Naturaleza que Dios creó ahí para los hombres, sólo te rodean a ti por todas partes humo y polilla” (Goethe, 19634, Parte I, Escena I, p. 1185). Son palabras que oímos expresadas de otro modo en tantas ocasiones para referirnos a una naturaleza destrozada por un abuso industrial. Goethe, como un profeta, pone en boca de Fausto la paradoja que hoy se vive sobre la técnica: se pone en ella la esperanza de un mundo mejor, pero se la acusa de destrozar el mundo y herir una naturaleza en la que el factor humano parece influir de forma negativa. La perfección contemplativa de un orden natural y hermoso queda rota por una violencia que se ejerce sobre esa realidad, por considerarla meramente dada, impuesta por ello a la voluntad propia, dentro de un afán de poder, un uso indebido de lo natural que produce residuos que contaminan.

Todo ello se alineaba entonces con una visión neoclásica de la literatura que imitaba ingenuamente el género bucólico de la antigüedad. En él se exalta el ideal de una vuelta a la naturaleza sencilla, que la sociedad había pervertido y que tiene en Jean-Jacques Rousseau su máximo exponente (1762). De este modo, el poeta alemán confronta dos ideas opuestas, sin deseo alguno de armonización: la exaltación del orden natural y la elección de un poder artificial capaz de destrozarlo todo.

La sola alusión a lo “sostenible” que en la actualidad constantemente se reclama para referirse al porvenir de la acción técnica, parece indicar un difícil futuro de fuerzas contrapuestas que piden un equilibrio inestable, pero al que el hombre debe responder con un complejo cálculo de los efectos. La ecología, con la bioética, son los campos donde socialmente se reconoce la emergencia de un criterio más allá de la sola técnica que sea capaz de orientar la vida del hombre para que sea buena. Se aprecia en ellos la necesidad de un principio moral que no queda en la conciencia individual y que debe ser compartido para un equilibrio en la vida social (Jaspers, 1988).

Extrañamente, se confía en la técnica para mejorar la vida cotidiana y resolver los problemas que surgen de ella, pero se la siente también como una amenaza para la propia existencia. Para poder comprender y vivir esta duplicidad de impresiones es necesario, entonces, asumir la posición paradójica de la técnica: de ser la promesa de una solución a todos los problemas y de una amenaza de producir problemas nuevos que escapen a nuestra capacidad de respuesta.

Por la técnica nos viene un bien que amplia nuestra capacidad operativa con nuevas posibilidades, pero no se nos asegura un buen uso de las mismas, pues parece que supera la capacitación que la técnica nos ofrece. Martin Heidegger ya llamó la atención sobre ese peligro que era para él la corrupción de la filosofía (2021).

Su valoración, por ello, depende de su integración en un ámbito que no es meramente técnico y es la misma vida humana. ¿De qué modo la ayuda?, ¿de qué forma la amenaza o la sustituye? Estas son las preguntas que surgen de la presencia de la tecnología y que piden una respuesta personal. Esto es debido a que en nuestra cultura no encontramos esa valoración de la técnica desde el punto de vista vital o de una visión íntegra de la humanidad, falta la sabiduría imprescindible para ordenarla. Se puede decir que, desde la primera revolución industrial, la cultura misma ha aceptado la aparición de la técnica a modo de intrusión. Se reconoce que ha ocupado un puesto grande e imprescindible, con la impresión de que es desmesurado, pero que nadie se atreve a rebatirlo. Esto es lo que ahora vivimos un tanto desconcertados con la informática y la robótica que plantean nuevos mundos o “metaversos”, que se escapan a nuestro control.

2. Una paradoja, que pide un sentido

Hemos mencionado la situación paradójica de la técnica, porque refleja bien el interrogante que despierta, sobre todo en nuestra cultura actual. La técnica es sencilla en sí misma, ofrece una capacidad respecto de un punto concreto, que está medida y queda en el dominio humano por el hecho mismo de que es el hombre el que la ha ideado y determinado. En sí misma es siempre limitada, porque no da más de lo que tiene. Las preguntas sobre el fin no nacen de la técnica en cuanto tal, sino del modo de usarla.

Hemos de aclarar esto en la medida que corresponde a dos modos diversos de usar la razón tal como santo Tomás explica en su comentario a la Ética a Nicómaco. Después de hablar del orden propio del conocimiento de las cosas externas de la metafísica y las ciencias, y de la lógica por la que la razón se mide a sí misma, el Angélico dice:

“El tercero es el orden que la razón hace al considerar las operaciones de la voluntad. El cuarto es el orden que la razón hace en las cosas exteriores cuando es su causa como en el arca o la casa. […] el orden de las acciones voluntarias pertenece a la consideración de la filosofía moral, y el orden que la razón hace en las cosas exteriores constituidas por la razón humana pertenece a las artes mecánicas” (Sententia Libri Ethicorum, l. 1, lec. 1)[2].

La diferencia que establece el Aquinate es de gran interés. No se trata solo de que la técnica se base en el bien útil, sino en la racionalidad que pide, que es una referencia de más alcance. De hecho, se pueden determinar así tres dimensiones del actuar que cambian radicalmente al comparar el orden moral y el orden técnico. El principio de la acción, el fin o intencionalidad de la misma, y la forma del orden que se establece en ella. Es bueno ver la técnica dentro de un orden, precisamente para evitar que se absolutice y pase a considerarse la única medida de las cosas, como si fuese la razón fundamental de la sociedad y del futuro.

Respecto a la primera, hemos de partir de una afirmación: el principio de la acción humana es un amor o un deseo y no una elección (Summa Theologiae, I-II, q. 28, a. 6). El principio de la técnica siempre está en nosotros, pues somos su causa y nuestra decisión es la medida de su actuar. No es así en la acción moral que alcanza su sentido en relación con el deseo que precede al momento electivo. En cambio, la técnica no supera el sentido instrumental que responda con más conveniencia a algo previo establecido. La acción de expresarse con sinceridad será más o menos adecuada en cuanto corresponda al deseo de comunicar y valorará el contexto en que se realiza, si es una conversación informal o una conferencia o un juramento, la personas a las que se dirige, la posibilidad de comprensión de las mismas, etc. Un edificio será mejor o peor si corresponde a la idea previa de quien lo realiza en relación con los parámetros que han establecido en un principio.

La diferencia respecto del fin es todavía más clara. El fin moral se fundamenta en la rectitud del que lo realiza: expresándome sinceramente, me hago sincero, que es un bien para mí; mintiendo, me hago mentiroso y es un desorden moral que me hace malo. Se trata del fin propio del bien honesto al que corresponde el mal de culpa: “por el mal de culpa se llama malo al que lo comete” (QD De Malo, q. 1, a. 5)[3]. Es muy distinto en la técnica. La técnica es mala cuando produce algo malo. He realizado una silla mala porque se rompe al sentarse. He usado, entonces, una mala técnica. Puedo ser torpe por ello, pero no necesariamente soy malo. Todo se desenvuelve en el orden del bien útil que lo es para otra cosa, en este caso, sentarme. La consecuencia respecto del sujeto que actúa es clara: una persona puede ser un buen técnico y ser capaz de hacer muy buenas sillas, y mala persona y hacerlas con un defecto que no se conoce pero que perjudica a otro. El ser buen técnico tiene que ver con su posibilidad de hacer un buen producto, el ser buena persona con su voluntad de hacer el bien (Melina, Pérez-Soba, 2002). El técnico es bueno en un sentido parcial, la bondad moral apunta a la persona en su totalidad.

El sentido de lo útil procede de la bondad de otra cosa, es siempre relativo y medible. El sentido de la acción humana pertenece a su propia realidad intencional. De aquí que la bondad utilitaria de la técnica siempre ha de mirar a la bondad moral de la acción a la que potencia o facilita. Un orden técnico requiere siempre una dirección superior que asegure su eticidad. La expresión de que todo lo posible es lícito esconde una profunda negación de la verdad moral y el abandono a la mentalidad tecnológica de producción.

De aquí podemos caracterizar el orden diverso correspondiente a cada uso de la razón. El orden moral mira la rectitud respecto del bien buscado. De aquí la definición de verdad propia de la racionalidad práctica que santo Tomás toma de Aristóteles: “conformidad al apetito recto” (Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 5, ad 3)[4]. Señala así el principio afectivo del que parte y permite comprender la rectitud respecto del fin al que tiende como una dimensión de la razón capaz de dirigirse intencionalmente a su objeto (Rhonheimer, 1994). Aunque no se halla una correspondiente definición de la “verdad técnica” es fácil postularla como: “conformidad con la decisión del productor”. La técnica es verdadera cuando produce lo que el técnico quiere, será mejor técnica cuando lo haga más rápidamente, con menos costes y de forma más sencilla. El fin es impuesto desde la decisión precedente, lo cual no da espacio real a la presencia de la alteridad, que sólo influye a modo de un pacto con el técnico respecto del resultado. La técnica no es sensible a la alianza previa que le da sentido, esto es, en expresión de Juan Pablo II a “ser el guardián de nuestros hermanos” (cf. Gén 4,9; 1995, nn. 8, 18). Por ello, tantas veces, a partir del cálculo de resultados, no se tiene en cuenta el modo como afecta a otras personas, ni siquiera al medio ambiente, como hemos visto.

Podemos ver la clara diferencia de los dos órdenes de operación que se expresa muy bien en la cuestión del sentido. La acción moral es guiada internamente por un sentido previo a la elección que es la que permite calificarla moralmente respecto de un fin plenamente humano. El sentido de la técnica es previo a la misma y depende del todo de la decisión calculada del técnico. Responde a un objetivo preciso y comprobable, pero siempre parcial y medible, puede tratarse de realizar una impresora que imprima 200 folios por minuto y este será todo su sentido, no se le ha de pedir otra cosa.

El sentido moral, por consiguiente, orienta internamente la libertad del agente, para dirigirla a su verdad operativa. Actúa a modo de luz, como expresará el doctor Angélico al referirse a la ley natural (Collationes in decem preceptis, I)[5]. El sentido técnico se mide por cálculo y resultado, es independiente de cualquier otro factor, incluido la intención del que la usa. La pistola es buena si no desvía el tiro y dispara con la potencia y rapidez adecuada, sirva para defenderse o para matar a un inocente.

Existe un punto en el que los dos órdenes coinciden y es en que ambos implican de forma directa la voluntad humana. Esto los diferencia del mero orden físico que algunos confunden con el orden natural, sin pensar que la voluntad tiene una naturaleza (Alvira, 1985), pero diversa de las cosas. Por eso, la técnica hace variar el orden físico de las cosas, pero no el orden moral natural voluntario. El orden de la ley natural, tal como lo hemos presentado, se diferencia del mero orden físico pues incluye la capacidad de la libertad de dirigirse intencionalmente al fin, se trata, como hemos visto, del “orden que la razón hace al considerar las operaciones de la voluntad”. Esto es, no se impone a la libertad desde fuera, sino que conduce el movimiento de la libertad en rectitud como guía de la voluntad. Ha sido el olvido de este orden moral el que ha conducido a la denominada “falacia naturalista” (Moore, 1903)[6]de confundir el orden moral con el físico y desechar un orden ético natural que dirige la libertad, muy diverso del orden de las cosas.

El orden técnico viene de la voluntad, pero en cuanto decide y se impone en el denominado imperio (Summa Theologiae, I-II, q. 17, a. 1)[7] un momento muy diverso del acto humano desiderativo. No toca la interioridad ni la atracción interna del bien que sentimos en nuestro corazón que es de donde brotan las acciones en cuanto humanas (Murdoch, 1989).

La técnica, en cuanto instrumento, toca otra realidad diversa que es nuestra operatividad, nos abre un camino de posibilidad que cambia el modo de concebir nuestras acciones. Esto no tiene que ver directamente con la técnica en cuanto tal, sino sobre todo con nuestros deseos. La posibilidad alienta al deseo en nuevas acciones, pero no puede afectar a los verdaderos fines. La medicina en su avance técnico puede aliviar el dolor, pero no eliminarlo, es más, puede a veces ser causa de sufrimiento, porque el hombre debe saber vivir el sentido del sufrimiento para comprender el sentido de la vida (Juan Pablo II, 1984), algo que el desarrollo tecnológico no da.

Estas diferencias se nos iluminan de modo especial desde la lógica del amor. Desde el principio de la literatura se habla del “arte de amar” (Ovidio, 2000), pero se comprende bien las limitaciones que existen en la técnica amorosa. Hay algo previo del amor que excede nuestra capacidad y que pertenece a su verdad más profunda: “omnia vincit amor” (Virgilio, Bucólicas, X, 69)[8]. El amor parece vencer todas nuestras capacidades.

Es semejante a la referencia que San Agustín hace al amor como peso: “Mi amor es mi peso, por él soy llevado adonde soy llevado” (Confesiones, l. 13, 9, 10)[9]. Con ella, el obispo de Hipona quiere mostrar esa verdad amorosa que necesariamente nos precede y que guía su verdad de una forma moral y no de simple técnica. Es una manera de unir conceptualmente el movimiento natural y el afectivo a partir de la realidad de la atracción, que sigue una lógica muy diversa de la técnica. Todo ello actúa a modo de luz que hemos de tener en cuenta porque toca nuestra vida y el sentido más profundo de la misma.

3. Una diferencia que revela la persona y el orden natural

Para comprender mejor el valor de la diferencia que hemos establecido entre el orden técnico y el moral, hemos de fijarnos en la consideración del papel de la persona en el mismo. En el orden moral la persona actúa en posición de fin, pues es ella la que se hace buena. En el orden técnico, esa posición desaparece y es la voluntad de poder inicial la que marca los fines de forma arbitraria.

Una mera imposición técnica dificulta la comprensión real del bien moral de la excelencia de la persona que actúa. Esto se ve sobre todo con relación a los actos que no tienen ninguna relevancia técnica y, en cambio, un gran valor moral. Un acto privilegiado para ello es el testimonio (Prades, 2015), que tiene el martirio como su expresión máxima, es allí donde es el valor de la persona el que se pone como centro, mientras que la técnica se ve en su mero valor instrumental. Es el reconocimiento de un valor que supera toda la técnica el que hace ver lo insustituible de la persona en su posición de fin (Biffi, 1987).

Sin duda alguna, eso es lo que llamó la atención como inicio de la bioética al ver el impacto indiscriminado que una técnica sin otros límites que los que dictaba una cierta utilidad (Potter, 1970). Ya antes, con el aumento desmesurado de la capacidad destructiva de las nuevas armas, había hecho surgir la necesidad de un crecimiento de sensibilidad moral que impidiese un uso perverso de las mismas.

Es lo que Juan Pablo II reflexionó acerca de la dignidad de la vida humana, para indicarnos que nace desde la relacionalidad que proviene de hacerse cargo del otro, en especial del más débil. Esto es, de ser “guardianes de nuestros hermanos” (cf. Gén 4,9). De otro modo, desde la sola consideración de la propia posibilidad a la que me abre la técnica, emerge lo que llama “una concepción perversa de la libertad” (Juan Pablo II, 1995), en la que el otro es un límite a mis posibilidades y no una razón que hace surgir nuevas capacidades de acción. Esto es, la relación entre las personas incluye un modo de unión que es irreductible al mero sentido utilitario, o de mero pacto de intereses, y permite realizar una comunión en el bien moral esencial para el crecimiento de las personas en un proceso de personalización (Mounier, 1961, p. 535)[10].

En la actualidad, esto tiene que ver mucho con el sentido de las relaciones humanas que han variado mucho por el influjo de las nuevas tecnologías. Las actuales posibilidades de comunicación permiten establecer el contacto con una apariencia de inmediatez, pero no aseguran la existencia de verdaderos vínculos que hagan crecer y que tienen en sí un valor moral (Botturi, 2004). El aumento de vulnerabilidad y dependencia que han hecho surgir estos medios, es un dato que nos hace pensar en la paradoja de la técnica: “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos” (Benedicto XVI, 2009, n. 19)[11]. Se trata de la ambigüedad propia del fenómeno de la globalización que el Papa Francisco ha destacado con fuerza, dentro de una cultura que crece en su individualismo: “Estamos más solos que nunca en este mundo masificado que hace prevalecer los intereses individuales y debilita la dimensión comunitaria de la existencia” (Francisco, 2020, n. 11).

La realidad de las diversas comuniones humanas, de las que la familia es la primera de ellas, nos indican un bien inmenso que no puede ser medido desde los simples parámetros técnicos. Contienen una novedad para la vida del hombre que produce el asombre y hace comprender una bondad específica que se encuentra en ella (Grygiel, 2002a). La técnica puede ayudar a hacer crecer la comunión entre los hombres, pero por un principio que va más allá de la técnica y que ha de dirigirla. Los países más tecnificados a veces adolecen de una terrible indiferencia ante los demás y ofrecen obstáculos grandes para una real comunión de las personas.

La invasión tecnológica ocupa en la actualidad un espacio enorme en nuestra vida: es una mediación necesaria para una multitud de acciones y de intenciones nuestras. Esta imposición hace que exista una nostalgia de lo natural y que el contacto directo con una naturaleza que no haya sido radicalmente cambiada por la técnica se haya convertido en un deseo verdadero que hace bien al hombre, como ya ocurrió en tiempo del Imperio Romano. Esta omnipresencia de lo técnico nos obliga a hacernos una pregunta que la sola técnica es incapaz de responder. ¿Qué es lo que verdaderamente deseamos? Hemos de mirar a nuestros deseos y el mundo enorme que nos abren desde una clave veritativa diversa a la técnica, porque solo allí podremos encontrar una respuesta. Podemos comprenderlo desde la distinción entre misterio y problema que hizo Gabriel Marcel (1935, p. 146) [12] y que pide un modo experiencial de entrar en él.

4. El problema que indica un misterio

El misterio desde el punto de vista epistemológico apunta a una realidad que tiene que ver con la interioridad humana. “¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11). Nos abre a un campo de conocimiento que no puede hacerse desde la posición de un observador exterior que es incapaz de acceder a esta intimidad (Marcel, 1935, p. 146)[13]. Solo podemos acceder a ella desde la revelación de la propia intimidad que pide, por tanto, una fe que se sostiene desde la confianza mutua de carácter afectivo (Mouroux, 19612).

Lo primero que afecta este modo de conocer en referencia a la propia intimidad es la corporeidad. La distinción en alemán entre “Körper” y “Leib”, lo indica. Una cosa es el cuerpo observado y otra muy distinta el cuerpo vivido. El sentimiento del pudor nos indica precisamente la relevancia moral que tiene el cuerpo como fuente de sentido (Soloviev, 1939, pp. 32-64). Algo que se olvida totalmente desde una mera consideración funcional del cuerpo de orden simplemente mecanicista. Una cosa es usar el cuerpo, que tiene un sentido instrumental y otra es expresarse corporalmente que tiene un valor de comunicación. La consideración de la mano nos lo explica bien, pues no solo es un instrumento magnífico para usar otros instrumentos, sino que adquiere un valor simbólico que es principio de un lenguaje no verbal.

Desde la propia interioridad de una corporeidad que pide un sentido, nace, por tanto, la pregunta sobre el misterio. Esto es, de responder a toda la dinámica interior que pide un fin, pero que no está clara en un inicio, que requiere un crecimiento donde la fe y la confianza son esenciales. No basta para ello los fines que nosotros podamos proyectar sobre esta relación, está vinculada de tal modo al deseo que apunta a un fin anterior a cualquier elección y que es el que puede dar sentido a toda decisión humana. De esta forma, el deseo mismo en su grandeza parece superar todas las potencialidades técnicas, pues siempre va más allá de los limitados poderes que le ofrece la pericia humana. La importancia de un deseo de comunión que pide un don de sí, dar algo de nuestra interioridad, es esencial en este ámbito.

Nos encontramos en la diatriba de dos formas diversas de conocimiento fundados en dos métodos que parten de principios muy diferentes. Uno es el de la experiencia humana y, el otro, el del experimento medible. La diferencia entre ambos se comprende bien pues reside en la posición del sujeto que la vive. En la experiencia, el sujeto que la experimenta es parte de la misma y no se puede excluir de ella, es un sentido subjetivo relevante en lo que es la responsabilidad de la propia vida (Mouroux, 1952). El hombre se sabe así responsable de la propia vida y abierto a una trascendencia que percibe como enriquecimiento profundo. El amor tiene aquí su lugar adecuado, saberse amado es empezar a aprender a amar. En el experimento, en cambio, lo esencial es que el sujeto que lo lleva a cabo no influya de modo alguno en los resultados medidos y que han de ser idénticos de forma independiente al que realice el experimento. Este conocimiento preciso y necesario concede una profunda sensación de poder y de dominio. La experiencia, en cambio, es capaz de abrirnos a una trascendencia a la que responder, porque es más grande que nosotros mismos, en donde la relación con los demás es muy importante, y en cada sujeto se expresa de forma distinta (Wojtyla, 1974). Explicamos una lección y cada alumno la recibe de modo diverso.

Ha sido el pensamiento personalista el que nos ha ayudado a adentrarnos en esa diferencia para apreciar su sentido de revelación personal. Lo propio de la dignidad personal, que parte de la característica de “irreductible” (Mounier, 19502, p. 70), queda del todo preterida en el experimento. La aplicación sistemática por parte de las ideologías de una “ingeniería social” se debe al uso de técnicas de manipulación social muy medidas. El marxismo es el ejemplo más claro de este tipo de ingeniería que ha influido poderosamente en otros planteamientos ideológicos, como es el caso de la revolución sexual de los años 60.

El límite ético de experimentar con las personas emerge con mucha fuerza como un principio de toda bioética, aunque no sea fácil determinar sus límites[14]. Eso sí, se comprende bien la imposibilidad de la sola técnica para aclarar estas premisas, para su lógica, todo lo que se puede hacer técnicamente hay que experimentarlo, porque es un crecimiento en el saber y el poder, esto es, algo bueno técnicamente.

Por eso, nos hemos referido a los deseos como la realidad humana que nos indica mejor la paradoja de la técnica en la actualidad y nos permite comprender los parámetros que son afectados por ella. La dificultad mayor para comprender los deseos es acceder a su origen. El hecho de que están profundamente arraigados en el subconsciente, y el mostrar una especial universalidad, pues, en definitiva, todos tenemos los mismos deseos básicos, nos abre la dirección de ver una relación clave con la naturaleza humana que está presente en ellos, aunque claramente no los determine (Cruz Prados, 2015). El sentido de la vida, al que nos referimos, se basa en los deseos y pide una aclaración de esta articulación fundamental con la inclinación de la naturaleza.

Debemos a Maurice Blondel un estudio especialmente profundo de esta dinámica que se basa en la percepción de lo que denomina “paradoja del deseo” (cf. Biffi, 1998) y que ilumina la “paradoja de la técnica” que buscamos dilucidar. Su búsqueda comienza con la pregunta por el sentido final de la existencia que pide iluminar la dinámica del deseo en cuanto es capaz de orientar la vida como un todo. Así lo expresa con gran fuerza:

“¿Sí o no? ¿Tiene la vida humana un sentido y el hombre un destino? Yo actúo, pero sin saber siquiera en qué consiste la acción, sin haber deseado vivir, sin conocer exactamente no quién soy, ni siquiera si soy” (Blondel, 1996, p. 3).

Aquello que más impide conocer de verdad el deseo y su dinamismo es la fragmentación. Nuestro autor lo determina con agudeza al decir: “Nuestros deseos a menudo nos ocultan nuestros verdaderos deseos” (1996, p. 207). Esto es precisamente lo que la técnica produce respecto de los deseos, en cuanto nos facilita nuevas posibilidades, enciende deseos nuevos, pero lo hace a su propio modo, esto es, planteando una satisfacción técnica para cada deseo, en su aspecto exterior y consciente. El deseo de volar que ha estado tan presente en la poesía de todos los tiempos, ahora se puede satisfacer, pero solo en lo que corresponde a estar a determinada altura sobre la tierra y con una velocidad adecuada. No responde a todo lo que el deseo de volar significa para el hombre de ruptura de los límites y de apertura a lo universal y que es el que ha inspirado siempre a la poesía.

El deseo volcado en la técnica pasa a vivirse de forma principal desde la preeminencia intencional del poder. Lo que los medios técnicos me capacitan respecto de mi deseo, esto es, lo que tengo en mis manos y puedo aplicarlo en el momento en que quiero. Todo parece centrarse en la máxima inmediatez entre el deseo formulado y la satisfacción alcanzada.

Pero esto mismo es lo que mata la auténtica dinámica del deseo que está abierta intencionalmente al sentido. Ya lo demostró Robert Nozick con su dilema de una “máquina de los deseos”: quien entra en ella inmediatamente siente por realidad virtual que cualquier deseo que tenga inmediatamente es satisfecho, pero tiene el problema de que esto supone tal intervención en el cerebro y salir de la máquina causa irremisiblemente la muerte. Como bien concluye el pensador americano, entrar en la máquina es una especie de suicidio (1968, p. 43). El porqué de este juicio se hace obvio: se debe a que pierde el contacto con la realidad, precisamente el que permite la realización de la persona, que es algo muy diferente de la simple satisfacción. Esta dimensión es la que la técnica no alcanza, porque, como ocurre con la máquina de Nozick, no permite calificar al sujeto como justo, noble o generoso, porque ha perdido la dirección de su acción que desea en verdad realizar algo noble y no sentirse bien que no tiene ninguna grandeza.

Se nos muestra ahora de qué modo la técnica queda en la exterioridad del corazón. El Señor Jesucristo lo dejaba claro: “lo que sale de la boca brota del corazón; y esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,18).

En la medida en que, en vez de dirigir la técnica, el hombre se abandone a seguir lo deseos que la técnica le despierta, se puede reducir peligrosamente su ámbito vital. Una visión meramente técnica hace a las personas más vulnerables a los experimentos sociales de las ideologías que, en la actualidad, adquieren grandes dimensiones. De aquí una asombrosa pasividad social ante medidas arbitrarias si se presentan amparadas por una cierta técnica. La pandemia ha sido un claro ejemplo de este tipo de manipulaciones colectivas. Muchas decisiones políticas se han camuflado como si fueran debidas a técnicos invisibles.

Como ya Carlos Marx desveló, detrás de estos fenómenos sociales se esconde un intento calculado de alienación que debilita profundamente al hombre en lo que es la afirmación de su propia identidad (cf. Wojtyla, 1977). Él hablaba del homo faber producido por la revolución industrial, el hombre técnico por naturaleza, ahora se puede hablar de un homo inconstans un hombre líquido que queda a merced de los cambios vertiginosos con que le impacta la técnica que dirige sus deseos (Archer, 2011). La técnica, al permanecer en la lógica de la exterioridad, no es suficiente para que el hombre encuentre su identidad en un proceso de personalización, porque no ayuda a articular el sentido de la propia existencia.

5. La lógica vital

La perspectiva de Goethe que nos ha introducido nos revela algo importante para nuestra cuestión. Trata de la técnica como la fuerza fundamental de renovación, pero lo que en verdad desea Fausto tiene que ver directamente con la vida. Lo que desea Fausto en el sentido de poder es producir una vida artificial, lo que realiza en su laboratorio su ayudante Wagner. Por ello está dispuesto a vender su alma a Mefistófeles. Así aparece la figura extraña del homúnculo, una vida a modo humano producida artificialmente dentro de un recipiente de cristal[15]. Este ser cuando surge, por ser directamente capaz de hablar, le grita a Wagner: “¡Hola, papaíto!” (Goethe, 19634, Parte II, Acto II, escena II, p. 1284).

Ese es el poder principal logrado por el eminente científico que significaría superar el misterio: “¿Qué más puede pedir ya el mundo? Porque se hizo ya luz en el misterio” (Goethe, 1963, Parte II, Acto II, escena II, p. 1284). Ahora el dominio del hombre tocaría el origen de la vida humana que pudiera parecer un don, pero que la técnica nos revelaría como un mero cálculo de producción. Fausto obtiene así el poder que deseaba, por el que alcanza de forma prometeica ese sueño que parecía reservado a los dioses. La Sagrada Escritura, en cambio, lo que reserva en primer lugar a Dios es un poder interior, el “conocimiento del bien y del mal” (Gén 2,17), la existencia de una verdad moral que no está en el dominio humano:

“Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación” (Juan Pablo II, 1993, n. 35).

Esta consideración nos conduce a reconocer de qué modo la técnica ignora la lógica del don que le es totalmente ajena. Su valor es la necesidad del resultado y la posibilidad de una constante repetición. Se pone en las manos de quien la usa, pero con la seguridad de la certeza de su uso. Esto es lo que más le separa del concepto de naturaleza que, en cuanto proviene de “nacer” con una referencia vital primera[16], está radicalmente abierto a la existencia de un don inicial que lo sostiene. La naturaleza presenta una necesidad que se denomina exactamente “ex suppositione alterius”, basada en una determinación anterior que le da valor (Ruini, 1971, p. 123), esto es, en la existencia de la intención previa del donante.

El reconocimiento que hace la filosofía cristiana de la creación como don, tiene aquí una repercusión muy grande (Schmitz, 1982). La técnica requiere, por ser útil y limitada en su perspectiva, de una referencia que la supere, que el hombre dirija su intención como su fin y conceda una totalidad que dé sentido a la vida. La expresión mayor de esta dimensión de donación en la vida humana es la necesidad que se siente de vivir un agradecimiento (Styczeń, 2005). La técnica nos puede sorprender por las nuevas capacidades que nos ofrece, pero propiamente no agradecemos la tecnología sino a quien la usa en favor nuestro. En sí misma no da lugar a ninguna acción de gracias, sino más bien al reclamo de unos efectos como derechos adquiridos. Esto es diverso respecto de la invención de la técnica, como una realidad intelectual que aparece como una luz y que sí agradecemos.

La unión estrecha entre la lógica del don y de la vida es especialmente relevante. Se debe ante todo a que la vida tiene, como Hans Jonas ha sabido mostrar (1973), en el metabolismo una acción que mira hacia sí misma en un sentido reflexivo de crecimiento. Es el principio de la interioridad que pide la lógica vital. Es lo que ninguna máquina es capaz de realizar y se escapa al simple dominio exterior de los resultados. De este modo, es la vida la primera afectada por la paradoja de la técnica. Esta pueda potenciar muchas funciones vitales, pero no es capaz de reproducir la vida. En cuanto niegue el don, establece una cierta violencia, una lógica de mero poder sobre ella. Como la bioética nos ha mostrado suficientemente, esto repercute de forma directa sobre todo al origen y el fin de la vida con un impacto terrible en lo que corresponde al sentido de la vida humana, que debe ser preservado y pide como respuesta a este impacto la necesidad de acompañar a las personas en debilidad para que sepan vivir con un sentido grande (Sgreccia, 2011).

Esto es explícito en nuestro poeta alemán. Tiene muy en cuenta que el “técnico” Fausto desea una “revolución industrial” que toque de modo radical la sexualidad humana. El autor, que parte desde un punto de vista romántico que exalta el sentimiento como lo más espiritual, y tiene ya hecha una visión de sospecha sobre la fecundidad del sexo[17]. El punto clave es querer arrebatar el misterio de vida a esa realidad un tanto caótica de materiales biológicos diversos que se mezclan sin control. Sin el sentido del misterio que aporta la fecundidad, el sexo dejaría de representar una fuente de sentido, para degenerar en un medio de mera satisfacción al que aplicar la técnica con toda tranquilidad y sin límites.

Así en nuestro drama la sexualidad queda puesta en cuestión en el hecho de generar vida, un modo muy poco tecnológico para nuestro científico:

“¡Líbrenos Dios! El antiguo modo de engendrar es hoy para nosotros una pura gansada. El delicado punto del cual surgió la vida, la sublime fuerza que de lo íntimo brotó y dio para diseñarse con trazos concretos y apropiarse primero lo más próximo y después lo lejano, hállase ahora degradada de su dignidad; si aún sigue el animal retozando, debe el hombre con sus grandes dones, tener en el futuro un origen cada vez más alto” (Goethe, 19634, Parte II, Acto II, Escena II, p. 1284).

El dominio de la producción quita aquí el valor del deseo sexual como realidad fecunda. La vivencia humana de la sexualidad está unida al misterio del amor y no puede ser una mera técnica de placer. Eso se observa desde su dinámica desiderativa que apunta a una plenitud y belleza (Gotia, 2011). El deseo, no pide su aniquilamiento en la simple satisfacción, porque con ella no se deja de desear y el hastío es frustración y no carencia de deseo. Para comprender la dinámica del deseo hay que partir del sentido de la atracción que pide una plenitud (Noriega, 2012). Es aquí donde la cuestión del sentido entra de un forma irrefutable e iluminadora en la interioridad; pero lo hace a modo de pregunta, que es muy diferente de la técnica que solo busca respuestas. La técnica en cuanto capacidad efectiva no genera preguntas, ofrece como respuesta a la cuestión inicial la posibilidad, resultados productivos. La ciencia, que sigue un orden diverso de conocimiento, sí que se genera por preguntas, porque tiene como fin la verdad entendida, no el producto hecho. De aquí que la evolución de la técnica sí sea generada por las preguntas de la ciencia, precisamente por ello percibimos la limitación de su ámbito epistemológico. Es siempre una respuesta fragmentada, dependiente de una pregunta anterior bien acotada. A la pregunta de si la técnica me puede hacer inmortal, una cuestión cada vez más pretendida, no se puede responder sin entender qué es la vida y su sentido, a lo que no es capaz de responder la ciencia experimental.

6. El poder que pide un servicio

La lógica vital que indica una interioridad que actúa como canal de las acciones, en el caso del hombre, adquiere una dimensión nueva que es la de servicio. La finalidad que el hombre percibe en sus acciones tiene que ver con los otros hombres en dos dimensiones. La de ver en el otro un posible fin para formar una comunión de personas y la verdad de la colaboración con los demás en el orden de un bien común. La lógica de ambas realidades se ilumina desde el amor[18], por eso, comprendemos por qué han sido afectadas las relaciones humanas por el individualismo de la cultura occidental actual y el papel que tiene en ello la técnica sobre la que todavía pesa el modo como se aplicó en la primera revolución industrial.

La economía neoclásica que nació de esa experiencia histórica quiso salvar la grave acusación de egoísmo que pesaba sobre ella mediante la exigencia ética de poner como horizonte de la intención buscar el bien máximo para el mayor número de personas. Es un fin de difícil determinación, por tener que valorar bienes de órdenes muy diversos. Por ello se ha perfilado su contenido de forma genérica, como la intención de construir entre todos un mundo mejor para el que los progresos técnicos serían una contribución de máximo valor[19]. Como se ha señalado, esto es asumir una responsabilidad absoluta sobre el mundo que excede la capacidad humana (Spaemann, 2006). Es consecuencia de la negación de la providencia, proveniente de una visión productiva de la creación, como propugnó Gottfried Leibniz cuando considera a Dios como el gran relojero de un mundo perfecto (Leibniz, Clarke, 1980, pp. 128-129). La realidad de los bienes que ofrecen la técnica hace que las personas perciban el crecimiento en un bien que todos desean, con una seguridad grande, porque se trata de un saber acumulativo que no se pierde. La gran deficiencia de esta propuesta es que parte siempre de un cálculo de bienes externos como la determinación del “mundo mejor” y no aprecia el valor de la persona buena susceptible siempre de crecimiento. Esto es, no sabe ver la bondad del sujeto que actúa, que no se mide por resultados (Grindel, 1960).

Esta percepción de bienes externos, podemos encontrarla ya en el nacimiento de la técnica que se descubre en la frase atribuida a Francis Bacon: “saber es poder”[20], que después se aplica de forma marxista en su concepto de praxis en vista del fin único de construir una sociedad sin clases (Ellacuría, Sobrino, 1990, p. 580). Nos hallamos en una lógica externa de poder que se cifra en resultados materiales y no en la construcción de una comunión de personas. Esto implica una subordinación de los fines que es el resultado de la cancelación del concepto de fin por un primado de la mera eficiencia (Alvira, 1978).

La confusión que se establece es de orden antropológico. Pide la diferencia entre “ser” y “tener” que es esencial para la vida humana. Debe quedar siempre claro que: “El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene” (Gaudium et spes, n. 35)[21]. La técnica no hace “ser más”, que proviene de una dimensión del hombre con la que alcanza identidad. Cuando, en cambio, se identifica con lo que “tiene” o puede “usar” pierde su propia dirección de crecimiento. El punto clave de esta distinción está en el modo como el hombre percibe su propia corporeidad y la capacidad de esta de expresar su identidad, lo que implica el valor simbólico del cuerpo y su valor personal (Wojtyla, 2008, pp. 36-40). Nunca “somos” algo técnico, que siempre permanece en la exterioridad de algo que “tenemos”.

La confusión de fines que existe en esta visión depende en gran medida del concepto de felicidad que conlleva y está en estrecha correlación con los deseos humanos (Abbà, 1992, pp. 45-47). Se puede presentar un mundo mejor como el que me abre a una mayor variedad de deseos satisfechos, siempre volcados en nuevas posibilidades; pero este estado de satisfacción nunca puede ser el fin último, ya que se basa en comparaciones externas y en gran medida en relación a acontecimientos independientes de nosotros. Existe otro modo de concebir la felicidad que parte de la dinámica del deseo, el que se dirige al fin máximo de “la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen gentium, n. 1). Un fin bastante diverso al anterior.

La razón de la diferencia entre las dos se puede esclarecer desde la consideración del don de sí mismo[22], sostenido en última instancia por la verdad de paradoja cristiana que tiene que ver con la capacidad de servir al otro hasta dar la vida (cf. Jn 12,24). Este sentido de servicio tiene su propia bondad que apunta a la unión con la otra persona en un bien que trasciende a ambos y es principio de comunión (Melina, 2001). Se establece la felicidad como algo que supera la posibilidad humana, pero que el hombre puede conseguir mediante la recepción del don de Dios (Summa Theologiae, I-II, q. 5, a. 5, ad 1). La clave que ofrece Santo Tomás a esta paradoja está tomada de un pensamiento aristotélico que es central para la esperanza: “lo que podemos por los amigos de algún modo lo podemos por nosotros mismos” (Ética a Nicómaco, l. 3, c. 3 (1112b27 s.)[23]. La verdadera posibilidad del hombre no se mide por la sola técnica, es más importante la amistad que apunta más alto.

7. El artificio que necesita una naturaleza

El ambiente profundamente racionalista que originó la revolución industrial, confiado en su propio poder omnímodo, no valoró inicialmente el impacto de las máquinas y su producción industrial que procuraba muchos desechos indeseables. A diferencia del ciclo natural en el que la muerte de las cosas o los restos biológicos ayudan a hacer resurgir la vida, la basura producida por las nuevas fábricas se acumula sin otro fin, porque se trata de residuos que no habían entrado en la intención productiva primera. El cálculo inicial del crecimiento industrial miraba la naturaleza en clave de simple poder: una res extensa susceptible siempre de ser cambiada y dominada para el fin del empresario. En cambio, en la actualidad este impacto en la naturaleza es de máximo interés, al comprobar las consecuencias de un abuso de los recursos naturales que llegan al extremo de la posibilidad de dañar el entorno ecológico que hace posible la vida humana. Richard Llewellyn comienza su novela Qué verde era mi valle con la imagen de su casa familiar casi sepultada por la escoria de la mina que ha teñido de negro todo su entorno, destrozando la belleza del valle (Llewellyn, 2002). Las consecuencias repetidas de un uso desmedido del poder del hombre de fabricar productos artificiales que cambian el entorno en el que vive alertan ahora a toda la sociedad, aunque inicialmente se quisiera ocultar por sus consecuencias económicas[24].

Se aprecia con urgencia la necesidad de unos límites éticos a la técnica para que la misma vida humana no quede dañada. Esta nueva sensibilidad plantea a la técnica una importante exigencia ética que no alcanza a valorar la tecnología por ella misma, para responder con responsabilidad a una llamada de naturaleza moral que toca nuestra libertad[25]. Ahora esta imposición de unos límites claros puede llegar a expresarse hasta con tintes apocalípticos desde el cambio climático (Francisco, 2015, nn. 20-26). Aquí se insiste en una visión de un bien primero de orden natural que es dañado por el hombre por su acción indiscriminada sobre ella y que puede conducir a su destrucción. El argumento es muy sencillo y de gran impacto, aunque proceda desde un principio de observación indirecto que valora resultados, pero que ofrece dificultades grandes en determinar las causas. En cuanto observadores, nos es muy difícil valorar el mundo en su totalidad, no podemos dar un juicio muy exacto sobre realidades planetarias o cósmicas, como se entiende al observar los enormes cambios de temperatura que ha habido en nuestro planeta, incluso limitándonos al periodo propiamente histórico del que tenemos referencias documentales y en los que la acción humana ha sido irrelevante.

Es importante esta reacción social, que no deja de tener un impacto ético, por lo que significa de la necesidad de una nueva consideración de la tecnología. No es difícil reconocer que la técnica necesita del conocimiento científico de un orden natural para desarrollarse, el ingenio humano usa las propiedades naturales de algunos elementos para poder realizar un nuevo producto que sirva en beneficio del hombre. Sin naturaleza no hay técnica. Siempre se la ha de considerar algo natural como principio de cualquier artificio: podemos volar por la fuerza del fluido aéreo que los motores y las alas del avión provocan. Pero es más complejo comprender la razón de fin humano que puede haber en lo natural.

El término artificial que se opone a la naturaleza proviene de lo que “está hecho por el arte humano”. La diferencia consiste ahora en que proviene de una elección humana que queda en su arbitrio. Lo artificial es manifestación de ese poder del hombre capaz de realizar su deseo más allá de los límites de lo que le ha sido dado, por su ingenio, es capaz de producir mecanismos con capacidades nuevas que rebasan límites antes inimaginables. Por eso, es importante no perder de vista el fin verdaderamente moral de la cuestión ecológica que no estriba en la conservación de un mundo, cuanto en el cuidado de unos bienes desde una responsabilidad común, de la que la persona humana es su sujeto. La moralidad siempre implica la libertad humana y no es la simple aceptación de un orden natural de orden físico. La lógica del cuidado (Gilligan, 1982), que siempre parte de la relación con las personas, en especial las más débiles, es un argumento muy distinto de la “ley del más fuerte” del orden animal. Es el cuidado humano, y no una mera armonía biológica, la que rige nuestra relación con el medio ambiente.

A partir de la revolución industrial lo artificial acompaña nuestras vidas con una sofisticación creciente y puede hacer que las personas pierdan la sabiduría del contacto con un orden que nos precede. Ha llegado a ser necesario hacer “granjas” que enseñen a los niños la procedencia “natural” de muchos de nuestros productos básicos. El descanso que representa para la mente del hombre la contemplación de lo natural como algo hermoso que nos es dado, sigue siendo algo valioso en nuestra existencia y nos reclama el cuidado de ese orden natural. Se percibe allí un fin diverso del técnico que da un reposo a nuestro ánimo, precisamente porque no está en nuestro dominio.

La diferencia entre ambos órdenes estaba bien visto por parte de Goethe, que pone en boca del homúnculo una queja cuando se da cuenta de que tiene que vivir encerrado en el cristal: “Tal es la propiedad de las cosas, a lo natural apenas si le basta el mundo, pero lo artificial pide espacio cerrado” (19634, Parte II, Acto II, Escena II, p. 1284). Lo artificial obedece al orden técnico que es siempre limitado y encierra el resultado en la cuadrícula de la decisión primera que lo ha producido. En el requerimiento ecológico se le pide al hombre la apertura a un todo mayor que es el mundo natural con su asombrosa variedad y unidad. En la bioética la consideración del maravilloso misterio de la vida humana que no puede encerrarse en los criterios de una “vida de calidad” o una “vida funcional” (Pérez-Soba, 2009).

El fin del acto del cuidado es un requisito de lo natural en cuanto se refiere a un todo y a un orden que presenta nuevos objetivos al ingenio humano. El artificio en muchas ocasiones se convierte en un medio muy valioso para cuidar mejor la naturaleza en todo su esplendor. Ante un incendio forestal empleamos todos los aparatos posibles para apagarlo, aunque el origen del fuego haya podido ser natural por un rayo.

En definitiva, la naturaleza nos aparece a modo de fin para lo artificial, y apunta por eso a una necesidad intrínseca a la naturaleza humana que es de orden contemplativo (Pieper, 19702). Lo natural es significativo ante todo como una llamada a nuestra responsabilidad, dentro de los límites de nuestro conocimiento y nuestra capacidad de acción, también en lo que corresponde al paso de las generaciones (Jonas, 1979). En cuanto llamada, lo natural no se puede encerrar en sí mismo, nunca conforma un orden cerrado, sino que es testigo de Amor más grande que lo sostiene. Este es el espacio que da a la moral y ésta al uso de la técnica.

8. La producción que ayuda a la generación

Podemos ahora volver a la cuestión de la vida que es donde la técnica en cuanto tal tiene que responder a unas exigencias éticas determinadas, para que la vida humana no quede dañada (Barbour, 1993). Hemos llegado a ello desde la luz de la dinámica del don que es propia del existir vital y que la técnica desconoce. Por la insistencia exterior de unos resultados, se ha desplazado el punto de interés a la producción de objetos y el cálculo de beneficios. Se pone en ello todo el valor del conocimiento “científico” como el único verdadero que debe juzgar cualquier otro. La fe es el tipo de entendimiento que más queda afectado por este reduccionismo y se la excluye de cualquier tipo de conocimiento cierto y provechoso para la sociedad. De aquí su marginación, sobre todo en lo que se refiere al ámbito público. En cambio, la vida humana, abierta a un misterio, plantea una multitud de preguntas que necesitan una respuesta, a veces urgente. Esa es la lógica de la vida y el principio epistemológico que permite reconocerla (Melina, 1999).

Por eso, es importante no perder de vista el primer paradigma del conocimiento vital que es la generación, como una sólida base antropológica. En ella se esconde la dinámica propia del ser vivo, precisamente en su diferencia con la producción de un resultado. En la generación la emergencia de la naturaleza es esencial, pero el cristianismo añade una consideración más de orden personal, un principio antropológico capaz de ordenar la acción humana (Granados, 2013).

Se descubre en la generatividad la impronta más profunda de la dinámica del bien (Botturi, 2009), que tiene que ver, no con un resultado exterior, sino con el crecimiento del hombre en totalidad en vista de una plenitud. Es la lógica que une la vida como don con la educación como la formación de la libertad del hombre en vista del don de sí mismo.

Se marca un camino para el que la técnica ofrece muchos medios que facilitan dirigirse al fin, pero es ese fin moral generativo el que explica por qué unos medios son preferibles a otros e, incluso, puede determinar que hay un uso de la técnica que puede ser destructivo y debe ser rechazado: aunque sea posible técnicamente, es imposible éticamente.

La apreciación adecuada de la generatividad tiene que ver en gran medida con una “ética del cuidado” (Kittay, 1999), que refleja ese vínculo profundo entre todos los hombres a la que la técnica puede servir con muy buenos resultados. Aquí se ve de modo indudable la diferencia con una lógica de “poder” o de mero acuerdo de intereses, que todavía rodea al uso tecnológico en nuestros días.

El sentido de servicio del que hemos partido es una luz importante en las relaciones humanas, que permite hacer crecer toda la riqueza contenida en esta mirada de generatividad, que llena de sentido la existencia. De este modo, nos aparece y nos permite un principio antropológico fuerte que hace valorar el contenido real de la fecundidad del amor y de la procreación humana, que ha sido fragmentado y atacado por ciertas ideologías. No se puede reducir nunca la fecundidad humana a la lógica del producto, ni tampoco a considerarla una realidad al arbitrio humano que el hombre pudiera poner o sacar de la vivencia de la sexualidad. Es dependiente de un significado interno de la dimensión sexual en cuanto humana, referido a la identidad personal (Noriega, 2005), y el papel de la técnica en este campo es servir a este significado y no anularlo o sustituirlo.

9. El enigma de la muerte y la vida

En definitiva, la paradoja de la técnica en una razón que mide el instrumento nos conduce a la paradoja cristiana que es la más radical que el hombre se pueda proponer: “quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará” (Mt 16,25). Ese “perder la vida”, que parece un destino insuperable para el hombre, no se presenta como negación de todo deseo, sino que alcanza una posibilidad nueva: la de recibir un don. Eso es lo que ninguna técnica nos puede ofrecer.

Ya lo había dicho Soren Kierkegaard en referencia a la desesperación (1972), se puede desear con todo el corazón recibir un don, pero es imposible procurárselo por sí mismo. Depende siempre de la libertad de otra persona, una libertad que no puede ser coaccionada, ni engañada, solo gratuita. La técnica ofrece resultados y amplía posibilidades, pero no da la verdadera esperanza (Benedicto XVI, 2007, nn. 16-17), que nunca se puede poner en el desarrollo técnico.

La muerte, que aparece desde el deseo inmediato como el límite radical que la técnica tendría que superar, se impone en definitiva como un destino que vence toda capacidad humana. No es una cuestión de posibilidades, este destino tiene unas raíces más profundas. Las mismas máquinas que crea el hombre son limitadas en el tiempo a pesar de buscar para ello los mejores materiales. El hecho de que el mecanismo se active con una cierta violencia interna impuesta desde fuera, lo marca con un desgaste de las piezas que está siempre presente. El comercio actual juega de un modo calculado con el envejecimiento muchas veces prematuro de los aparatos y la salida al mercado de los nuevos modelos con la incorporación precisa de las novedades técnicas que conviene incorporar en ese momento por motivos comerciales. En toda compra de un producto hay un contrato de garantía y una fecha de caducidad, el mantenimiento es parte imprescindible de la oferta.

A pesar del deseo de superar el límite temporal, pesa sobre toda la técnica una cronología forzada. Se da en todo su proceso: ya sea en su producción, su distribución y su duración. Todo queda en lo que de modo tradicional se denominaba saeculum, el “siglo”. Esto es, una temporalidad que pasa y no puede superar lo efímero, que encierra todo producto técnico en un desgaste y envejecimiento que tienden a ser cada vez más rápidos en razón de ganancia económica. Entrar en la técnica como si fuera la única lógica posible, sobre todo en lo que corresponde al futuro de la sociedad, envuelve el deseo en esta temporalidad cerrada a la salvación. Se acoraza contra la necesaria irrupción de un don que es la única posibilidad de acceder a lo eterno. Aquí hallamos una dimensión mayor de lo que el hombre puede dominar y que pide esa entrega especial de la fe: “lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno” (1 Cor 4,18).

La técnica mide tiempos, puede acortar la vida con mucha facilidad, aunque tenga que romper el miedo al misterio de la muerte. También puede alargar la vida corporal haciendo estragos en el mismo cuerpo, porque ella misma no sabe del sentido de vivir, sino que obedece solo a las decisiones humanas. No enseña a vivir porque no sabe qué significa “dar la vida” que pide una sabiduría verdadera que guía la acción humana a un tiempo diferente, un tiempo de gracia y salvación (cf. 2 Cor 6,2).

El dilema que todo hombre vive entre la vida y la muerte emerge ahora como el “lugar” donde su existencia puede encontrar un sentido verdadero (Grygiel, 2002b). Esta irrupción del misterio que no dominamos nos abre a una lógica diversa que pide la fe en el amor que es fuente de sentido y principio de toda acción[26]. Este sentido que concede la sabiduría tiene que ver con la percepción de la verdad del amor y la posibilidad de hacer de ella la guía de nuestra vida, y entrar en esa lógica de aprender a amar y enseñar a amar (Melina, 2009).

Es, por eso mismo, una llamada a la libertad del hombre que no se acaba en el dominio de una técnica, sino en el autodominio de poder responder al verdadero amor. Es una libertad que responde de su acto ante la presencia de los otros que pide de por sí una respuesta y que conforma una verdadera reciprocidad de conciencias en la vivencia de una comunión de amor llena de luz[27]. Vale la pena morir por ello, porque la auténtica verdad de la vida es vivir para esa comunión.

Detrás del drama de Goethe, late la misma preocupación que alentó el pensamiento de Immanuel Kant: que un hombre medido por la técnica pierde la verdadera esperanza de salvación. El filósofo alemán puso la clave de esta paradoja en la necesidad radical de un fin que superase la técnica: la persona con su propia dignidad siempre está en posición de fin[28]. Esta era la verdad ética necesaria que podía conducir al hombre por su confianza trascendental en lo divino al “Reino de Dios”[29]. En el poeta, en cambio, es la referencia a una memoria anterior que le une a una historia personal lo que salva en el último momento a Fausto y lo conduce a la bienaventuranza. Aquél que aceptó vender su alma a Mefistófeles por alcanzar un poder que creía máximo, al final comprende que no puede darse a sí mismo la salvación. Le salvará el amor de otro, el amor de una mujer. Es Margarita, aquella que él engañó en la tierra, pero que en el cielo conserva su amor hacia Fausto y lo ha hecho eterno. De aquí que esa mujer que el Poeta califica de “penitente” será la que llame a Fausto de forma definitiva: “Y que el antiguo amado, de sombras limpio, abiertos ya sus ojos, torne conmigo” (1963, Parte II, Acto V, Escena VIII, p. 1361). Es el misterio del amor, en el que antes no confió el científico que buscaba el poder, el único que le salva, más allá de lo que él podía: “lo eterno femenino siempre arriba con potente acicate nos aguija” (19634, cit., p. 1362).

La paradoja de la técnica, que podría pensarse que tiende a la autosalvación, no puede ser respondida solo por la rectitud de una voluntad buena, como pretendía Kant. Necesita algo más: la presencia de un Amado que nos comunique un “amor que no pasa nunca” (1 Cor 13,8). Aquí aparece el para siempre que contiene la verdadera salvación escondida en la paradoja del deseo y que ilumina definitivamente la paradoja de la técnica y su producción de instrumentos. La relación entre lo natural y el dominio humano pasa, entonces, por la realidad del hombre como imagen de Dios que no puede perder su relación a Él y la llamada a trascenderse a sí mismo y manifestar así esa grandeza generativa que le une al misterio de Dios.

“Pero yo había nacido a imagen de Dios, era un hombre, un creador con poder de vida y muerte, un padre bendecido con el don de la simiente de Adán, un sembrador de simiente para traer al mundo generaciones de nuevas vidas” (Llewellyn, 2002, p. 604).

La salvación sucede allí donde la contemplación contenida en la revelación suprema de Dios nos conduce a poder vivir aquello en que descansa toda acción humana como su fin: “conoceré como he sido conocido por Dios” (1 Cor 13,12). En ese don último de Dios superamos cualquier mediación en la máxima intimidad y puede llegar a ser en la eternidad de un Amor para siempre.

10. Conclusión

Desde la paradoja de la técnica, nos hemos introducido en la paradoja de la vida, en la dinámica interior del deseo y el misterio del amor. Esto nos ha abierto a una racionalidad moral que mira una plenitud de vida y que ha de orientar la técnica en su investigación y uso. Esto ha permitido emerger la cuestión del sentido de nuestras acciones y nuestras vidas que nos conducen en último término a la necesidad de la salvación, en donde se asienta la esperanza del hombre. En ella se ilumina la nueva lógica del don que antecede toda técnica y que permite usarla como un servicio a los demás y una sociedad del cuidado.

La salvación sucede allí donde la contemplación contenida en la revelación suprema de Dios nos conduce a poder vivir aquello en que descansa toda acción humana como su fin: “conoceré como he sido conocido por Dios” (1 Cor 13,12). En ese don último de Dios superamos cualquier mediación en la máxima intimidad y puede llegar a ser en la eternidad de un Amor para siempre.

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Notas

[1] (perezsoba@istitutogp2.it) Catedrático de Moral Fundamental y Vida Cristiana de la Facultad de Teología de San Dámaso de Madrid (2006-2012); y desde 2012, catedrático de Teología Pastoral del Matrimonio y la Familia en el Pontificio Istituto Teológico Giovanni Paolo II per scienze del matrimonio e la famiglia, sede central (Roma). Doctor en Teología por el P. I. Juan Pablo II de Roma. Miembro del “Area de Ricerca sullo Statuto della Teologia Morale Fondamentale” de la Pontificia Universidad Lateranense desde su inicio (1997-2019), y Director del 2013 al 2016; ha sido Vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, y Director de la Biblioteca de dicha universidad. Es Miembro del Consejo de la Subcomisión de Familia y vida de la Conferencia Episcopal Española desde 1998. Miembro de AEDOS “Asociación para el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia” desde 2009. Asesor Teológico de “Ediciones Cristiandad, s.a.” (1998-2002). Miembro del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Francisco de Vitoria (V-2015). Miembro del Patronato de la Fundación Veritas Amoris. (24-II-2022). Ha recibido el premio por la dedicación a la pastoral familiar de la Fundación “Alter Christus” del Regnum Christi, en la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid. (2018). Entre sus numerosas publicaciones, cabe destacar: (20222) Vivir en Cristo, la fe que actúa por el amor. Manual de Moral Fundamental, Madrid: BAC; (2014) Creer en el amor. Un modo de conocimiento teológico, Madrid: BAC; (2011) El amor: introducción a un misterio, Madrid: BAC.
[2] “Tertius autem est ordo, quem ratio considerando facit in operationibus voluntatis. Quarto autem est ordo, quem ratio considerando facit in exterioribus rebus, quarum ipsa est causa, sicut in arca et domo. […] ordo autem actionum voluntariarum pertinet ad considerationem moralis philosophiae; ordo autem quem ratio considerando facit in rebus exterioribus constitutis per rationem humanam pertinet ad artes mechanicas”.
[3] Este es el argumento de: Caffarra, C. (1989). Ratio thecnica. Ratio ethica. Anthropotes (5), pp. 129-146.
[4] Se refiere a: Aristóteles, Ética a Nicómaco, l. 6, c. 2 (1139a30-31).
[5] En J.-P. Torrell, “Les ‘Collationes in decem preceptis’ de saint Thomas d’Aquin. Édition critique avec introduction et notes”, en Revue des Sciences Philosophiques et Théologiques 69 (1985) 24, 7-14: “Lex nature et hec nichil aliud est quam lumen intellectus insitum nobis a Deo, per quod cognoscimus quid agendum et quid uitandum; hoc lumen siue hanc legem dedit Deus homini in creatione. Set multi sunt qui credunt excusari per ignorantiam si hanc legem non seruant; set contra hos dicit Propheta, ‘Multi dicunt: quis ostendit nobis bona?’, quasi ignorent quid operandum sit; set ipse idem respondet, ‘Signatum est super nos lumen uultus tui Domine’, lumen scilicet intellectus per quod nota sunt nobis agenda”: Cf. Id., Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2. Cita estos textos: Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, Prólogo y nn. 2 y 42.
[6] Que presentó como objeción a la moral tradicional.
[7] Cf. Rhonhemier, M. (1994). La prospettiva della morale. Fondamenti dell’etica filosofica. Armando Editore, pp. 156-159.
[8] Citado en: Benedicto XVI, C.Enc. Deus caritas est, n. 4.
[9] CCL 27,246s.: “Pondus meum amor meus; eo feror quocumque feror”. El “pondus” aparece hasta siete veces en este libro. Cf. O’Brien, J. F. (1958). Gravity and Love as Unifying Principles. The Thomist (21), pp. 184-193.
[10] “Nous trouvons donc la communion insérée au cœur même de la personne, intégrante de son existence même”.
[11] Citado en: Francisco, C.Enc. Fratelli tutti, n. 11.
[12] “Le propre des problèmes est de se détailler. Le mystère est au contraire ce qui ne se détaille pas”.
[13] Un punto esencial para la ética anglosajona tan vinculada a la revolución industrial: Cf. Mancilla, M. A. (2008). Espectador imparcial y desarrollo moral en la ética de Adam Smith, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra.
[14] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Ins. Donum vitae, I, 4, nota*: “Como los términos «investigación» y «experimentación» se usan con frecuencia de modo equivalente y ambiguo, parece oportuno precisar el significado que tienen en este documento:

1) Por investigación se entiende cualquier procedimiento inductivo-deductivo encaminado a promover la observación sistemática de un fenómeno en el ámbito humano, o a verificar una hipótesis formulada a raíz de precedentes observaciones.

2) Por experimentación se entiende cualquier investigación en la que el ser humano (en los diversos estadios de su existencia: embrión, feto, niño o adulto) es el objeto mediante el cual o sobre el cual se pretende verificar el efecto, hasta el momento desconocido o no bien conocido, de un determinado tratamiento (por ejemplo: farmacológico, teratógeno, quirúrgico, etc.)”.

[15] Cf. Goethe, J. W. (19634). Fausto, Parte II, Acto II, escena II. En Obras Completas, III. Aguilar, p. 1284: “Un gran designio parece a lo primero una locura; pero de hoy más nos hemos de reír de la casualidad; y, así, un cerebro que debe pensar bien, hará en lo por venir un pensador. (Contemplando con arrobo la redoma). Vibra el cristal a impulsos de una amable fuerza. Se enturbia, se aclara, ¡Ha de lograrse, pues! Ya veo un garboso hombrecillo de primorosa planta hacer visajes”.
[16] Una etimología que se encuentra en: Aristóteles, Metafísica, l. 5, c. 4 (1014b16): “Se llama naturaleza, en un sentido, la generación de las cosas que crecen”.
[17] Lo que revela un cierto gnosticismo básico, es el pensamiento de: Rougemont, D. de (1939). L’amour et l’Occident. Plon. Está claro ese desprecio de la carne y su capacidad procreativa: Cf. Orbe, A. (1988). Teología de San Ireneo, III. BAC, p. 296.
[18] Cf. Benedicto XVI, C.Enc. Caritas in veritate, n. 7: “Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él”. Para la relación con el otro: Cf. S. J. Pope, S. J. (1994). The Evolution of Altruism and the Ordering of Love. Georgetown University Press.
[19] Juan Pablo II critica esta afirmación: Juan Pablo II, C.Enc. Veritatis splendor, n. 74: “Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los bienes y minimizar los males”.
[20] “Scientia potentia est”, que emplea Thomas Hobbes, De Homine, c. 10, y va a ser un principio aplicado casi sistemáticamente en la política liberal: Cf. Negro, D. (1995). La tradición liberal y el Estado. Unión Editorial, pp. 89-90 y pp. 165-167.
[21] La frase cita: Pablo VI, Discurso al Cuerpo Diplomático, (7.01.1965), el Papa habla genéricamente de filosofía contemporánea, pero se refiere a: Marcel, G. (1935). Être et avoir, Aubier Montaigne.
[22] En lo que Giuseppe Abbà denomina “eudokía”: Abbà, G. (1992). Felicidad, vida buena y virtud. EIUNSA, p. 47.
[23] La frase está citada en el texto de Santo Tomás anterior.
[24] Es el argumento que desarrolla: Ibsen, H. (1959). Un enemigo del pueblo. En Teatro Completo. Aguilar, pp. 1361-1438.
[25] Por eso el papa Francisco comienza su encíclica Laudato si’ con la metáfora de un mundo que clama al hombre: Francisco, C.Enc. Laudato si’, n. 2: “Esta hermana [la tierra] clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes”.
[26] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 28, a. 6: “manifestum est quod omne agens, quodcumque sit, agit quamcumque actionem ex aliquo amore”.
[27] Como explica desde una metafísica del amor: M. Nédoncelle, M. (1942). La réciprocité des consciences. Essai sur la nature de la personne. Aubier Montaigne.
[28] De aquí su definición de dignidad como lo que no tiene precio y permite definir un fin en sí mismo: cf. Kant, E. (1956). Grundlegung zur Metaphysik der Sitten. En Immanuel Kants Werke, IV, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, p. 434: “Im Reiche der Zwecke hat alles entweder einen Preis, oder reine Würde. Was einen Preis hat, an dessen Stelle kann auch etwas anderes als Äquivalent gesetzt werden, was dagegen über allen Preis erbaben ist, mithin kein Äquivalent verstattet, das hat eine Würde”.
[29] Cf. para ello, las interesantes reflexiones sobre Kant en: Benedicto XVI, C.Enc. Spe salvi, n. 19.

Información adicional

Datos del autor: (perezsoba@istitutogp2.it) Catedrático de Moral Fundamental y Vida Cristiana de la Facultad de Teología de San Dámaso de Madrid (2006-2012); y desde 2012, catedrático de Teología Pastoral del Matrimonio y la Familia en el Pontificio Istituto Teológico Giovanni Paolo II per scienze del matrimonio e la famiglia, sede central (Roma). Doctor en Teología por el P. I. Juan Pablo II de Roma. Miembro del “Area de Ricerca sullo Statuto della Teologia Morale Fondamentale” de la Pontificia Universidad Lateranense desde su inicio (1997-2019), y Director del 2013 al 2016; ha sido Vicedecano de la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, y Director de la Biblioteca de dicha universidad. Es Miembro del Consejo de la Subcomisión de Familia y vida de la Conferencia Episcopal Española desde 1998. Miembro de AEDOS “Asociación para el estudio de la Doctrina Social de la Iglesia” desde 2009. Asesor Teológico de “Ediciones Cristiandad, s.a.” (1998-2002). Miembro del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales de la Universidad Francisco de Vitoria (V-2015). Miembro del Patronato de la Fundación Veritas Amoris. (24-II-2022). Ha recibido el premio por la dedicación a la pastoral familiar de la Fundación “Alter Christus” del Regnum Christi, en la Universidad Francisco de Vitoria, Madrid. (2018). Entre sus numerosas publicaciones, cabe destacar: (20222) Vivir en Cristo, la fe que actúa por el amor. Manual de Moral Fundamental, Madrid: BAC; (2014) Creer en el amor. Un modo de conocimiento teológico, Madrid: BAC; (2011) El amor: introducción a un misterio, Madrid: BAC.

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