ESTUDIOS

¿Lo técnico como factor de deshumanización?

Is the technical a factor of dehumanition?

Alfredo Marcos
Universidad de Valladolid, España

¿Lo técnico como factor de deshumanización?

Cuadernos de Pensamiento, núm. 35, pp. 53-70, 2022

Fundación Universitaria Española

El autor conserva los derechos patrimoniales (copyright) de las obras publicadas, y la revista favorece y permite la reutilización de las mismas, desde el preprint. Las obras se publican en la edición electrónica de la revista bajo una licencia “Creative Commons Atribución/Reconocimiento-NoComercial 4.0 Licencia Pública Internacional — CC BY-NC 4.0”, y se pueden copiar, usar, difundir, transmitir y exponer públicamente .

Recepción: 29 Agosto 2022

Revisado: 03 Octubre 2022

Aprobación: 04 Octubre 2022

Publicación: 30 Diciembre 2022

Resumen: Con frecuencia se asume que el desarrollo técnico implica un riesgo de deshumanización. En su versión divulgativa, esta tesis se presenta como el peligro de que el ser humano sea sustituido por máquinas o que acabe esclavizado por las mismas o quizá fusionado con ellas. Lo que aquí sostengo es que lo técnico está en la entraña de lo humano, y que solo los usos e interpretaciones inadecuados de lo técnico y de lo propiamente humano pueden producir deshumanización. Curiosamente, el riesgo de deshumanización procede antes de una antropología desnortada que de lo técnico mismo. Guiado por esta idea, trato de esbozar el sentido de una vida propiamente humana, así como la posición de lo técnico al servicio de la misma. Sugiero, por último, que una actitud de serenidad ante lo técnico, propiciada por prácticas como el llamado silencio tecnológico, supone un antídoto adecuado contra el mencionado riesgo de deshumanización.

Palabras clave: antropotecnia, naturaleza humana, sentido, serenidad, silencio tecnológico.

Abstract: It is often assumed that technical development carries a risk of dehumanization. In its most popular versions, this thesis is presented as the danger that the human being will be replaced by machines or end up enslaved by them or perhaps merged with them. What I maintain here is that the technical is in the core of the human, and that only the inappropriate uses and interpretations of the technical and of the properly human can produce dehumanization. Curiously, the risk of dehumanization comes from a disoriented anthropology rather than from the technical itself. Guided by this idea, I try to outline the meaning of a properly human life, as well as the position of the technical at its service. I suggest, finally, that an attitude of serenity towards the technical, propitiated by practices such as the so-called technological silence, supposes an adequate antidote against the mentioned risk of dehumanization.

Keywords: anthropotechnics, human nature, meaning, serenity, technological silence.

1. Introducción

Hay un texto muy frecuentado de Kant, en la conclusión de la Crítica de la razón práctica, que dice así: “Dos cosas llenan mi ánimo de creciente admiración y respeto a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual […], las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia” (1977, 171). La belleza de este fragmento reside en su carácter inagotable. Cada vez que uno lo lee encuentra enseñanzas nuevas. Hace poco, al pasar sobre él, reparé en lo fácil que debía de resultarle al profesor de Königsberg, fallecido décadas antes de la invención de la luz eléctrica, asombrarse en la contemplación del cielo estrellado sobre su cabeza. Cualquier noche despejada, en cualquier paseo por los aledaños de su casa, seguramente se elevaba sobre él una bóveda celeste densísimamente poblada. Y, por comparación, ¡qué difícil es para nosotros asistir a un paisaje similar!, ¡cuánto hemos de buscar, qué lejos tenemos que ir para observar cielos como los que en su día arroparon a Immanuel Kant! E inmediatamente brota la pregunta que el lector ya habrá anticipado: ¿no sucederá algo análogo con la ley moral?

Las citadas líneas de Kant enfatizan la condición evidente de estas “dos cosas”. Lo hacen apelando al sentido de la vista, ora literalmente, cuando de cielo estrellado se trata, ora como metáfora, cuando de moral hablamos. Tú solo mira, ahí están. “Las veo ante mí”. Esto escribió el prusiano por 1788. Hoy, un invento tan benéfico como la bombilla ha desparramado luces por casi toda la superficie de la Tierra. Con ello hemos perdido de vista el cielo estrellado. O, más bien, se nos esconde y hace remiso, tenemos que salir a buscarlo lejos y a duras penas. Ahí sigue, esperando una ojeada nuestra, pero ya no es tan sencillo detectarlo dentro “de mi círculo visual”.

Desde las horas de Kant hasta las nuestras, una miríada de ingenios técnicos han ido cayendo sobre el mundo de la vida. Tal vez con ello se haya ido opacando paulatinamente también nuestra visión de la ley moral. Quizá hemos llegado a pensar que lo técnico podría llegar a reemplazar a lo moral. Que el deber moral ha de ajustarse al poder técnico. Pero ya hemos aprendido que una candela eléctrica no es un astro, ni un puñado de ellas forman constelación ni galaxia, que un foco, por vatios que le echemos, no ilumina ni calienta como el sol de Platón. Prolonguemos ahora la analogía. Tampoco lo técnico, con todas sus indudables bendiciones, alcanza a suplantar lo moral. Tampoco lo moral ha desaparecido por completo. Quizá espera discretamente a que nuestra mirada decida escrutarlo. Solo que ahora la tarea se ha vuelto difícil, se nos impone buscar con detenimiento para poder ver. Tal vez en una sociedad como la que conoció Kant, solo había que levantar la vista del suelo para ver la ley moral. Kant nos dice que la encontró dentro. Dentro, sí, pero dentro de alguien que se había criado en medio de una sociedad atenta a la ley moral, empapada en una ley que simplemente se vivía como ley natural. Y seguramente la belleza de esta ley corría pareja a la del cielo estrellado, con la misma capacidad para producir “admiración y respeto”. ¿Podríamos, aun hoy, deslumbrados como estamos por lo técnico, atisbar ese paisaje moral, disfrutar y asombrarnos ante él como ante un espeso campo de estrellas?

Exprimamos aun, con cierto descaro hermenéutico, las palabras que Kant nos regala, hasta intuir la respuesta. “Dentro de mí”, dice. Pero no tenemos por qué pensar en la intimidad de un yo cartesiano, de un sujeto solitario e introvertido, ni de un escuálido yo trascendental. “Dentro de mí” también quiere decir dentro de cada persona de carne y hueso, dentro de todos y de cada uno de nosotros, sociales como somos por naturaleza, dependientes los unos de los otros incluso para construir nuestra autonomía moral. “Dentro de mí” puede indicarnos aquí la dirección en la que hemos de mirar hoy para encontrar, más allá de lo técnico, el genuino asombro moral y, de paso, el sentido auténtico de lo técnico: miremos hacia nuestra común naturaleza humana.

La sabiduría sobre la naturaleza humana es la que puede ayudarnos a colocar lo técnico en su sitio, a darle el valor y la función que en justicia merece. Lo técnico ha de estar al servicio de la vida humana, para hacerla cada vez más propiamente humana. Cuando la común naturaleza humana es negada o desvirtuada, se produce una inversión de fines y medios, los seres humanos pasan a ponerse al servicio de una tecnología desnortada, deshumanizada. Pero el problema no es lo técnico como tal, sino el contexto interpretativo en el que se usa, un contexto de ignorancia sobre la naturaleza humana. Veamos cuáles son los síntomas y las posibles causas de esta dolencia de nuestros días.

2. La deshumanización y lo técnico

Lo técnico se ha ido concretando históricamente en diversas modalidades, que van desde las técnicas tradicionales, pasando por la tecnología, la tecnociencia y la biotecnología, hasta las más recientes propuestas antropotécnicas. Todas estas modalidades de lo técnico coexisten en nuestros días, pero con la aparición de las más recientes el riesgo de deshumanización se ha ido incrementando. Es mínimo cuando nos referimos a las técnicas tradicionales, y alcanza un máximo con la llegada de las nuevas antropotecnias. Pero también existe dicho riesgo en las modalidades intermedias de lo técnico.

Reparemos, por ejemplo, en las tensiones deshumanizadoras que sufre actualmente esa simbiosis entre ciencia y técnica que llamamos tecnociencia. Existe una tendencia a la deshumanización del sujeto mismo que hace tecnociencia (Marcos, 2020). Así, las prácticas tecnocientíficas se realizan en un contexto cada vez más automatizado. Los propios objetivos de la tecnociencia parecen haber girado, desde la intelección del mundo, hacia la obtención y procesamiento de grandes cantidades de datos (big data). Pero, en el momento en que se prescinde de una estimación prudencial —humana, por tanto— de la relevancia y del sentido, todo dato reviste la misma importancia que cualquier otro y se ha de emprender una búsqueda exhaustiva, combinatoria y automática. Esta forma de entender la tecnociencia amenaza con desplazar todo lo que va más allá de un mero registro y combinación de elementos, es decir, lo que tiene que ver con la genuina creatividad, con la esfera emocional, con las intuiciones y la experiencia vivida, con el sentido, la relevancia y los valores, incluidos los de carácter moral y estético, con la reflexión y con la conversación.

El propio concepto de inteligencia artificial (IA), tan vigente hoy día, tergiversa y deshumaniza la noción misma de inteligencia. Habría que proponer, pues, una denominación mejor, que no condujese a confusión. “El término inteligencia artificial —recuerda Katharina Zweig, del Laboratorio de Responsabilidad Algorítmica de la Universidad de Kaiserslautern— surgió en los años cincuenta, cuando los científicos querían recaudar dinero para sus investigaciones. Pensaron que sonaba a algo que el Estado fomentaría de buen grado. Y ahora pendemos de este nombre. La mayoría de los científicos informáticos lo encuentran inapropiado” (Hopffgarten, 2021, 69). Pero ninguna máquina entiende, ni conoce, ni aprende. Sí las personas, con ayuda, a veces, de las máquinas. O sea, las personas también forman parte de los sistemas de IA, como diseñadores, mantenedores, usuarios, supervisores, legisladores… Es en estas personas, y no en la parte artificial, en las que reside la inteligencia de estos sistemas. Las máquinas no pueden ser inteligentes. Esta limitación no responde a un problema técnico que pueda ser subsanado, sino a una cuestión ontológica. La IA puede ayudarnos a resolver múltiples problemas (cómputo, geolocalización, logística, asistencia telefónica, asistencia al diagnóstico médico, a la publicidad y un largo etcétera). Pero estos problemas no lo son para la parte artificial del sistema, sino para el diseñador o para el usuario del mismo.

A veces se caracteriza la llamada IA por su capacidad de simulación. Simula funciones propias de la inteligencia humana, se dice. Pero simular la inteligencia no es lo mismo que ser inteligente. La simulación, además, consta solo como tal para el ser humano que la observa, no para la máquina. Por otro lado, la propia noción de función remite inexorablemente a la de un ser para la cual un efecto dado es funcional. Fuera del marco humano, las luces que se encienden en una pantalla o los movimientos de un robot son meros efectos, no cumplen funciones. Es el punto de vista humano el que cambia su ontología.

Porque, ¿qué imaginamos que sucedería si el ser humano fuese reemplazado por máquinas llamadas inteligentes? Para algunos, esto ocurrirá a partir del punto que llaman singularidad. Desde ahí las máquinas generarían otras máquinas más listas, un mundo post-humano controlado por robots. Pero las máquinas dejadas a sí mismas pronto decaen en simples sistemas físicos. Los datos son datos acerca de algo, la inteligencia lo es de algo, la información lo es sobre algo. Son entidades semióticas, intencionales. En cambio, el estado electromagnético (o cuántico) de un computador no es de por sí un dato, a menos que una persona lo relaciones con un significado. Sin personas, un sistema de IA deja inmediatamente de ser inteligente. A la hora de enfrentarnos a fenómeno complejos, tenemos que echar mano, sí, de la fuerza bruta de computación, pero también de toda la imaginación, creatividad, intuición y prudencia de que sea capaz el ser humano. Si lo olvidamos, acabaremos dando por bueno que una máquina puede pensar y, en justa correspondencia, que el pensamiento humano es poco más que la implementación de un algoritmo sobre unas cuantas neuronas. En este caso, ni siquiera es la tecnología la que nos deshumaniza, sino una errónea interpretación de la misma, que comienza por un nombre desafortunado, y una lectura desacertada de lo que es un ser humano.

Pero quizá el vector de deshumanización más potente lo encontramos hoy día en el mal uso de las llamadas antropotecnias, es decir, de toda una pléyade de tecnologías (info y bio) que convergen en su aplicación sobre el ser humano para modificarlo. Hay quien dice que para mejorarlo. Los proyectos trans y post humanistas apuntan precisamente hacia la disolución de lo humano mediante las antropotecnias. Aclaremos que algunas de las antropotecnias pueden ser utilizadas sensatamente para la mejora de la vida humana, es decir, para hacer que esta resulte más propiamente humana. Pero este uso sensato no encaja bien en la agenda transhumanista, cuyo objetivo declarado consiste no en mejorar la vida humana, sino en transformar al ser humano. Se trata, pues, de un auténtico proyecto deshumanizador para el cual incluso lo tecnológico resulta circunstancial, mientras que lo nuclear parece ser la propia disolución de lo humano (Marcos, 2018; Marcos y Pérez, 2019).

Añadamos a ello que las aplicaciones de lo técnico pueden transformar nuestro entorno natural hasta hacerlo hostil a los requerimientos propios de una ecología humana (Marcos y Valera, 2022). También en este aspecto se puede hablar del mal uso de lo técnico como agente deshumanizador.

En líneas generales, observamos que el fenómeno contemporáneo de la deshumanización no tenemos por qué atribuirlo directamente al desarrollo de lo técnico, sino a su mala interpretación y uso. Se trata, en el fondo, más de una desorientación filosófica que de un defecto de lo técnico. En esta línea, y entre las posibles causas de la deshumanización, propongo considerar dos: una ontología naturalista y una antropología errática. Me refiero a una ontología que reduce todo lo existente a lo natural, y, en realidad, a lo material (Soler, 2013). Si se acepta un naturalismo radical, es muy improbable que lo técnico pueda reconocer su pluralidad interna y sus límites externos. Será improbable, por tanto, que busque interlocutores legítimos para cooperar en la compleja tarea del conocimiento. A los ojos del naturalista radical, las fuentes de conocimiento externas a la tecnociencia resultarán, en el mejor de los casos, provisionales y superficiales, cuando no directamente ilegítimas. En cambio, una auténtica comprensión del ser humano exigirá abrir investigaciones plurales, en muy diversos niveles y con muy distintas metodologías.

La otra raíz de la deshumanización hay que buscarla en una antropología que calificábamos como errática. En nuestros días la moda intelectual oscila entre la negación existencialista o nihilista de la naturaleza humana y una naturalización radical de la misma. Ambas posiciones extremas, aunque aparentemente opuestas, tienen implicaciones prácticas similares. La negación de la naturaleza humana invita a su construcción técnica, mientras que la naturalización radical de la naturaleza humana la hace técnicamente tan disponible como lo sea cualquier otro objeto natural. En ambos casos se impone una antropotecnia sin límites ni criterios, una deshumanización del ser humano por la vía de la artificialización irrestricta del mismo. Digo sin criterio, pues tanto el nihilista como el naturalista radical han renunciado a una noción normativa de naturaleza humana.

3. Lo técnico al servicio de una vida propiamente humana

Si las causas son filosóficas, quizá también hayan de serlos los remedios. Así pues, tras la exposición de las coordenadas del problema de la deshumanización, veamos algunas ideas filosóficas que quizá puedan ayudar a ponerlo en vías de solución. Más abajo (sección 4) me referiré a algunas prácticas inspiradas en estas ideas, pero comencemos ahora por las ideas mismas. En primer lugar, parece que una ontología pluralista puede paliar las tendencias deshumanizadoras. Una ontología de este corte armoniza con el fomento de una pluralidad de fuentes epistémicas legítimas, algunas de ellas situadas más allá de los límites de la tecnociencia y en interacción con esta; armoniza asimismo con una amplia diversidad metodológica. Es decir, desde una actitud pluralista en ontología lo humano adquiere perfiles propios, no resulta sin más reductible a materia en movimiento, y puede ser estudiado con métodos diversos y adecuados a su naturaleza. En segundo lugar, la deshumanización se combate mostrando la función irremplazable de las personas en la producción de lo técnico, la cual implica desde el comienzo acción personal. En tercer lugar, argumentaré a favor de una idea orientadora de naturaleza humana. Dicha idea puede servir como criterio para el empleo de las antropotecnias y, en esta línea, puede protegernos del riesgo de deshumanización que generan estas cuando se aplican sin ninguna orientación normativa sensata. En suma, se trata usar las antropotecnias para mejorar la vida humana, es decir, para hacerla más propiamente humana, no para trascender lo humano.

La deshumanización se combate, para empezar, desde las raíces ontológicas, con la asunción de una ontología pluralista en la que tengan cabida las muy diversas entidades que conforman la abundancia de lo real (Feyerabend, 1999), entre las que se cuentan las fuerzas básicas y los elementos materiales, los vivientes, plantas, animales y también las personas. Las personas están dotadas de una conciencia subjetiva que les permite hacer ciencia y buscar aplicaciones técnicas, pero que probablemente queda más allá de los límites de lo tecnocientífico (Arana, 2015). La tecnociencia no solo tiene límites, sino que nace precisamente de un proceso metodológico de limitación (Marcos, 2014). Galileo sentó las bases metodológicas de la ciencia moderna al limitar los aspectos de la realidad que iba a poner bajo escrutinio. Pues bien, la aceptación de límites obliga, al mismo tiempo, a reconocer la existencia de otras fuentes de conocimiento y de otras prácticas tan legítimas como puedan ser las tecnológicas, pero exteriores a las mismas. Este reconocimiento invita, asimismo, a la colaboración entre lo técnico y esos otros ámbitos de la vida humana que también aportan conocimiento y orientación a la praxis. Pienso, por ejemplo, en las tradiciones sapienciales, en el sentido común y experiencia cotidiana, en la religión, en ciertas ideas filosóficas y morales.

En segundo lugar, creo que se debe enfatizar la función insustituible de las personas en la producción de lo técnico, que no puede sostenerse por sí mismo. Lo técnico deriva de una acción personal, en la que se ven involucradas, en mayor o menor medida, todas las facetas de la persona (Marcos, 2014a). Cuando la técnica entra en cooperación y simbiosis con la ciencia, entonces la tendencia a la deshumanización se ve también favorecida por una mala comprensión del método científico y del concepto de objetividad. Pudiera parecer que la objetividad de lo tecnocientífico se obtiene mediante la supresión o estandarización de todo lo subjetivo y su sustitución por alguna suerte de método automáticamente ejecutable. Lo cierto, más bien, es que el polo subjetivo-personal es condición necesaria para la construcción de la objetividad tecnocientífica. Los aspectos personales del sujeto permiten precisamente la creatividad y el juicio prudencial tan imprescindibles para la producción de una tecnociencia inteligente, comunicable y útil. Y en las fases más tecnológicas de la investigación, sabemos que no existe casi nunca la posibilidad de aplicación automática de una teoría a la resolución de problemas prácticos, sino que dicha aplicación requiere de un cierto arte, de una tradición compleja, no resulta de una simple traslación mecánica de la ciencia teórica, sino que exige la contribución equilibrada de un gran número de capacidades humanas, incluidas las de tipo moral.

Así pues, el éxito de la tecnociencia, en términos de verdad y de utilidad, dependerá de una correcta dosificación en el uso de cada una de nuestras facultades personales en cada momento de la investigación. Y para encontrar las dosis y los ritmos correctos hemos de contar con la razón prudencial. Si reconocemos la insoslayable condición personal de la investigación tecnocientífica, es más, si reconocemos que la objetividad de la tecnociencia es precisamente el fruto de la acción sensata de las personas, tendremos un remedio más contra las tendencias deshumanizadoras.

En tercer lugar, no se puede olvidar que la naturaleza humana funciona como una instancia normativa imprescindible. Si no se respeta dicha naturaleza y no se toma como referencia, lo técnico pierde su sentido y se vuelve estéril. Podría producir cambios en el mundo, y específicamente en lo humano, pero dichos cambios no pueden ya reputarse como mejoras, pues destruyen precisamente toda posibilidad de referencia normativa común.

El sentido común y la tradición aristotélica, en cambio, abogan por una concepción normativa de la naturaleza humana, con sus aspectos animales, sociales y espirituales. Estas tres dimensiones de lo humano no son reductibles entre sí ni están meramente yuxtapuestas. Cada una de ellas impregna completamente a las otras dos. Además, hemos de tener siempre presente que lo humano se da de manera integral, unitaria, indivisible en cada persona. La naturaleza humana, así entendida, da un sentido y un programa a lo técnico, que ha de ponerse al servicio de la salud de las personas y de su entorno, al servicio de una convivencia social justa y pacífica, y al servicio también de las posibilidades de un desarrollo espiritual pleno, en suma, al servicio de la integridad de cada persona.

4. Sentido, actitud y silencio

La modernidad tuvo éxito en el plano instrumental, multiplicó nuestras capacidades técnicas como no se había visto jamás antes, pero resultó un fracaso en cuanto al sentido. Tenemos las herramientas, pero estamos desconcertados en cuanto a los fines. Y el caso es que el ser humano precisa de lo técnico para vivir y desarrollarse en todas sus dimensiones. Lo técnico, entonces, cobra sentido cuando es puesto precisamente al servicio del desarrollo humano. Si aceptamos la definición clásica aristotélica del ser humano como animal social y racional, tenemos que reconocer que ninguna de estas tres dimensiones se cumple sin el auxilio de lo técnico. La evolución del ser humano, tanto en su aspecto de hominización como en el de humanización, ha estado mediada por lo técnico. Nuestro propio cuerpo está configurado en correlación con nuestras técnicas más primitivas, como el fuego y las herramientas líticas, y no sería funcional sin ellas.

Tampoco los aspectos sociales del ser humano se cumplirían plenamente sin el concurso de lo técnico. Una buena parte de las innovaciones técnicas de todos los tiempos han consistido precisamente en sistemas de comunicación, que han servido para urdir la sociedad humana. Recordemos las técnicas que van desde la escritura hasta la telefonía e internet, pasando, entre otras, por la imprenta.

También el aspecto racional o espiritual del ser humano está marcado por lo técnico. De hecho, la técnica no es solo una modalidad de la acción productiva, sino también una forma de exploración de la realidad, un modo de ampliar nuestra sabiduría, una manera de internarnos en los espacios de posibilidad reales que no resultan actualizados por la mera acción de la naturaleza. La técnica -llamada entre los latinos ars- también nos aproxima al universo espiritual de la belleza. Y el arte —llamado techne por los griegos— nos sirve para explorar no solo el mundo de lo posible, del poder-ser, sino también el mundo del deber-ser y de los valores morales.

Al parecer, necesitamos de lo técnico para cumplirnos como seres humanos. Lo técnico, por su parte, encuentra función y sentido en el apoyo que da a este cumplimiento. Pero, por otro lado, paradójicamente, resulta, cuando es mal interpretado y mal usado, una fuerza de deshumanización. ¿Cuál ha de ser pues nuestra actitud ante lo técnico, de aceptación o rechazo?

Heidegger ha recomendado adoptar una cierta actitud que dista del tecnologismo tanto como del ludismo. Una actitud es una disposición estable para actuar de un cierto modo ante circunstancias concretas variables. Cuando una actitud dada nos predispone a actuar bien, decimos de ella que es una virtud. Y la actitud virtuosa que hemos de desplegar ante lo técnico es llamada por Heidegger (1994, 27) serenidad (Gelassanheit): “Quiero nombrar esta actitud del simultáneo sí y no al mundo técnico con unas viejas palabras: la serenidad ante las cosas”. Es digno de mención el hecho de que todo el mundo digital esté basado en la disyunción “sí o no”, es decir “0 ó 1”, mientras que Heidegger nos propone precisamente la conjunción “sí y no” como epítome de la actitud adecuada ante la técnica.

“Podemos dar el sí —continúa Heidegger (1994, 27)— a la ineludible utilización de los objetos técnicos, y podemos a la vez decir no en cuanto les prohibimos que exclusivamente nos planteen exigencias, nos deformen, nos confundan y por último nos devasten”. Entiéndase bien, no es que haya que salvar al hombre de la técnica. Jamás Heidegger (1994, 27) demoniza lo técnico: “Sería necio marchar ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos”. Hay que salvar al hombre, eso sí, de una actitud errónea ante la técnica, de una actitud irreflexiva, precipitada, acrítica, poco libre: “Podemos, ciertamente, servirnos de los objetos técnicos y, no obstante, y pese a su conveniente utilización, mantenernos tan libres de ellos que queden siempre en desasimiento [loslassen] de nosotros” (1994, 27).

Usemos e interpretemos, pues, lo técnico desde una actitud de serenidad. Usemos las tecnologías sin apego, preservando siempre la esencia de lo humano, se nos dice. Bien, ¿pero esto cómo se hace, en qué conductas concretas se sustancia?

Un primer paso en esta dirección lo obtendremos mediante un ejercicio interpretativo aplicado a las palabras de Heidegger. “Sí y no” a lo técnico. ¿Cómo lo interpretamos? Quizá Heidegger nos está invitando a separar el trigo de la paja, a aplicar la naturaleza humana como criba y criterio. Digamos sí a las técnicas y tecnologías que respeten nuestra naturaleza y digamos no a aquellas otras que la devastan. Es esta una interpretación fructífera. Nos sirve para impugnar todas las aplicaciones que devasten al ser humano, como sucede con muchas de las antropotecnias que hoy día son propuestas por el transhumanismo (Diéguez, 2021). También es útil para rechazar las tecnologías que devasten el medio natural, la casa del ser humano y, con ello, la propia vida de este. Y, a la vez, podemos seguir diciendo sí a lo técnico en general y a los usos concretos de ello que remen a favor de una auténtica vida humana.

Pondremos un par de ejemplos para que se aprecie hasta qué punto este criterio puede ser preciso y útil para nuestras prácticas concretas. En el terreno de la biotecnología, siguiendo el criterio en cuestión, deberíamos decir un sí enfático a las células somáticas reprogramadas (iPS) y a la edición genética mediante CRISPR-Cas13, mientras que tendríamos que decir no a otras biotecnologías que implican destrucción de embriones humanos, conflictos de identidad o modificación del patrimonio genético de la humanidad, como sucede, por ejemplo, con ciertas variantes de la edición genética o con la clonación humana (Cox, 2017; Yamanaha, 2012).

Pero las tesis de Heidegger admiten todavía otras interpretaciones. Pongamos ahora que el sí y el no puedan referirse ambos a una y la misma aplicación tecnológica. Por supuesto, tendría que ser una de las aplicaciones que han pasado el filtro anterior, es decir, una aplicación legítima de la tecnología; de lo contrario, ya tendría un no definitivo asignado. O sea, no se puede decir sí y no, por ejemplo, a la clonación humana, que simplemente exige un no. Por otro lado, a ciertas tecnologías simplemente no se les puede decir no. Una vez que disponemos de ellas, su uso en las circunstancias pertinentes viene obligado. No sería aceptable, como resulta bien obvio, que un hospital dejase de usar anestesia dos días al mes en cada quirófano. Pero, si el dentista me dice que solo va a tocar superficialmente una de mis piezas, puede resultar sensato que yo mismo decida si quiero o no anestesia. Y, por supuesto, resulta aceptable que cada uno decida la frecuencia con la que va a usar o dejar de usar el ordenador, el automóvil, el aspirador, la segadora o el GPS.

Es decir, a ciertas aplicaciones tecnológicas hay que decirles no, a otras, sí; pero existe una amplia franja de aplicaciones tecnológicas a las que quizá convenga decir sí y no, según la ocasión (kairós). Respecto de esta franja de lo técnico cabe ejercitar lo que muy bien podríamos llamar una práctica de silencio tecnológico (Marcos, 2018a, 2020a).

El silencio tecnológico es, pues, la interrupción deliberada y transitoria del uso de una determinada tecnología legítima. Un caso paradigmático lo tendríamos en la desconexión temporal del teléfono móvil. Se trata de una tecnología ubicua, que en sí misma no plantea especiales problemas morales, que aporta, más bien, grandes ventajas prácticas a la vida humana, pues permite la comunicación fluida entre las personas, así como la obtención de datos y la ampliación de nuestro conocimiento de la realidad y de la actualidad. Ahora bien, podría en algunos casos resultar adecuado o beneficioso el prescindir transitoriamente de ella. De hecho, el uso del concepto de silencio digital parte de la psicología clínica y está relacionado con la desconexión de las redes sociales y de los instrumentos digitales, como el celular o la tableta, que nos dan acceso a las mismas y que, al parecer, pueden generar patologías por adición. No obstante, el enfoque aquí es filosófico, anterior y en cierto modo independiente de las consideraciones clínicas. Además, nuestro enfoque es más amplio, pues se refiere a todas las tecnologías legítimas, y no solo a las de comunicación digital. Así, el silencio tecnológico se extiende, gracias a una interpretación metafórica de la noción de silencio, a todos los sectores y usos tecnológicos. Podremos hablar, por ejemplo, de silencio tecnológico en relación con el uso del automóvil o del ascensor y, en general, de cualquier tecnología legítima.

Todavía cabe alguna precisión más respecto del concepto de silencio tecnológico. Y es que dejar de usar una tecnología, aunque sea momentáneamente, implica usar otra, o al menos una técnica. Si prescindimos de la telefonía móvil, probablemente será para usar la fija, el correo postal, la radio o la prensa en papel. No hay un nivel de la acción humana exento por completo de técnica. Si dejamos aparcado el coche, nos desplazaremos en tranvía, en bicicleta o gracias a nuestro calzado. Prescindir por completo de lo técnico implicaría evitar el uso del fuego y de los útiles cortantes, lo cual es sencillamente incompatible con la vida humana, habida cuenta de nuestras simples características anatómicas. Dicho de otro modo, los humanos podemos aspirar a una cierta autonomía respecto de cada tecnología en particular, pero no respecto de lo técnico en general. No es exactamente que dependamos de lo técnico como de algo exterior a nosotros, es que por naturaleza y circunstancias evolutivas somos seres técnicos. Humano significa ya técnico.

Lo que merece la pena silenciar de vez en cuando es la tecnología, algún uso o aplicación concreta de la misma. Con ello podremos durante un instante recuperar una cierta sensación de realidad, de conexión con nuestras bases biológicas e históricas, de autoconocimiento. Y desde esta lucidez se puede regresar al uso de la tecnología en cuestión, pero a un uso que será ya más libre y lúcido, menos obcecado y dependiente.

Gracias a estas prácticas de silencio tecnológico desarrollamos la virtud de la serenidad ante lo técnico y, con ello, facilitamos un uso y una interpretación sensata de lo mismo, le damos el sentido que en justicia le corresponde, lo ponemos al servicio de una vida más propiamente humana. Por esta vía práctica contribuimos también a minorar el riesgo de deshumanización que un mal uso e interpretación de lo técnico conlleva.

5. Resumen conclusivo

Para Kant el cielo estrellado resultaba tan evidente como la ley moral. En nuestros días la iluminación artificial dificulta la visión de muchas estrellas. Nos preguntamos, por analogía, si lo técnico en general puede estar oscureciendo lo moral. Y cuando aquí hablamos de lo moral, inmediatamente podemos hacerlo extensivo a todo lo propiamente humano, dado que en Kant la moralidad caracteriza al ser humano, se basa en su autonomía y fundamenta su dignidad. Es decir, nos preguntamos si lo técnico está eclipsando lo humano, si el desarrollo técnico genera un proceso de deshumanización.

He defendido aquí la tesis, en respuesta a la anterior pregunta, de que no es lo técnico lo que deshumaniza, sino una mala interpretación filosófica de lo técnico y de lo humano. Esta incorrecta interpretación fomenta, además, usos inadecuados de lo técnico. La deshumanización llega de la mano, pues, de ciertos usos e interpretaciones de lo técnico, no de lo técnico como tal.

He distinguido varias modalidades de lo técnico (técnicas, tecnologías, tecnociencias, biotecnologías, antropotecnias) y recordado que algunas de ellas son más proclives que otras a una mala interpretación y a un uso deshumanizante. Sucede, especialmente, con las modalidades más recientes de lo técnico. Así, por ejemplo, la tecnociencia puede pasar de ser comprendida como un ejercicio de intelección del mundo, de aumento del conocimiento y de gestión sabia del mismo, a ser interpretada como un proceso de colección de datos y de detección automática de correlaciones. Hasta tal punto es así, que el propio concepto de inteligencia empieza a degradarse con el adjetivo “artificial”. En el extremo del riesgo tenemos las antropotecnias, que inciden sobre el ser humano, y muchas veces lo hacen para bien, pero también pueden tener un efecto devastador cuando se asocian a una interpretación incorrecta de lo humano, a una antropología desnortada.

Ante esta situación, he propuesto en el texto varias ideas -además de ciertas prácticas- que pueden encauzar el plano interpretativo y, con ello, reducir el riesgo de deshumanización. Entre las ideas propuestas constan las relativas a una ontología pluralista y a una antropología sensata, compatibles ambas con la realidad y dignidad de las personas. Desde estas posiciones filosóficas se le puede dar un sentido humanista a lo técnico: necesitamos de lo técnico para cumplirnos como seres humanos, y lo técnico, por su parte, encuentra función y sentido en el apoyo que da a este cumplimiento.

Entre las prácticas que pueden ayudarnos en la lucha contra la deshumanización, he propuesto la del silencio tecnológico, a través de la cual se puede cultivar la virtud que Heidegger denomina serenidad (Gelassenheit) y que él mismo recomienda como actitud ante lo técnico. Esta virtud es la que nos habilita para decir no a los usos e interpretaciones de lo técnico que devasten la naturaleza humana, a decir sí a aquellos usos e interpretaciones de lo técnico que contribuyan a hacer la vida más propiamente humana.

6. Referencias bibliográficas

Arana, Juan (2015). La conciencia inexplicada. Madrid: Biblioteca Nueva.

Cox, D. B. T. et al. (2017). RNA editing with CRISPR-Cas13. Science, 25/10/2017 [consultado el 14/08/2022; disponible en: http://science.sciencemag.org/content/early/2017/10/24/science.aaq0180/tab-pdf]

Diéguez, Antonio (2021). Cuerpos inadecuados. El desafío transhumanista a la filosofía. Barcelona: Herder.

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Información adicional

Datos de autor: Catedrático de Filosofía de la ciencia en la Universidad de Valladolid. Doctor en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Su docencia e investigación se centran en la filosofía general de la ciencia, historia y comunicación de la ciencia, filosofía de la biología, ética ambiental, bioética y estudios aristotélicos. Ha sido director del Departamento de Filosofía. Ha pertenecido a diversos comités hospitalarios de bioética y actualmente coordina, en la Universidad de Valladolid, el Doctorado Interuniversitario en Lógica y Filosofía de la Ciencia. Ha impartido clases y conferencias en numerosas universidades de España, Colombia, Italia, México, Francia, Argentina y Polonia. Ha dirigido diecisiete tesis doctorales. Ha publicado una docena de libros y un centenar de artículos y capítulos. Algunas publicaciones: Ciencia y acción (Fondo de Cultura Económica, colección Breviarios, México, 2010, reed. 2013, 2018; traducido al italiano y al polaco); Postmodern Aristotle (Cambridge Scholars Publishing, Newcastle, UK, 2012); Meditación de la naturaleza humana (BAC, Madrid, 2018; en coautoría con Moisés Pérez); “La pregunta por el ser humano”, Investigación y Ciencia, noviembre, 2020, nº 530, 68-74; “Philosophy of Science and Philosophy: The Long Flight Home”, Axiomathes, 31, 695–702 (2021); Puede encontrarse información detallada en: http://www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos/ (Error 1: El enlace externo www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos debe ser una URL) (Error 2: La URL www.fyl.uva.es/~wfilosof/webMarcos no esta bien escrita)

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