En la gestación se aprecia claramente que el hijo depende radicalmente de la madre. La corporeidad femenina en su sentido trascendente, y no meramente biológico, permite comprender la dinámica afectiva que se genera entre los sujetos implicados en la fecundación y su determinante influjo en la formación de la propia identidad de todos ellos. Mediante la lógica del don de sí que se manifiesta de un modo existencial en la corporeidad de la mujer y el sentido con el que acoge el cuidado y la promoción de esa nueva vida, el varón aprende su propia paternidad. La vinculación que se genera entre los progenitores y respecto del hijo implica un carácter permanente y de maduración que requiere del verdadero amor para responder adecuadamente a la unión que se ha generado; el desarrollo de los vínculos y sus diversas etapas, conjugadas entre autonomía y alteridad, constituyen el don de la familia como comunión capaz de contribuir a la edificación del bien común en la sociedad por cómo, dentro de ese tejido relacional, se aprende en el tiempo a amar.
During gestation it is evident that the child is radically dependent on the mother. Feminine corporeality seen in its full transcendence, and not in a merely biological sense, allows us to understand the affective dynamic that is generated between the subjects involved in fertilization and its determining influence on the formation of their own identity. Through the logic of self-giving that manifests itself in an existential way in the corporeality of the woman and the meaning with which she accepts the care and promotion of this new life, the man “learns” his own paternity. The bond that is generated between the parents and with respect to the child implies a permanent character that matures over time and requires true love to respond adequately to the union that is generated; the development of the ties and their various stages, involving a back-and-forth movement between autonomy and alterity, constitute the gift of the family as a communion capable of contributing to the edification of the common good in society because, within this relational weave, one learns over time to love.
I Curso de Formadores
“El hombre, no obstante toda su participación en el ser padre, se encuentra siempre «fuera» del proceso de gestación y nacimiento del niño y debe, en tantos aspectos, conocer por la madre su propia «paternidad»” (
Cuando hablamos de paternidad y maternidad nos referimos implícitamente a tres sujetos en cuestión: la madre, el padre y el hijo. Analizarlos desde un método fenomenológico que los considere en el ámbito espacio temporal de la gestación y el nacimiento de una nueva vida puede ser un camino que nos ofrezca luces para nuestros interrogantes. Para ello, una clave principal podemos encontrarla en cómo consideramos la corporeidad humana, que de por sí implica un espacio y una temporalidad. Junto a estas coordenadas nuestro cuerpo se presenta como escuela de un kairos particular para una plenitud personal en el trascurso del chronos de un desarrollo biológico, ya que este binomio —kairos/chronos— permite reconocer la vulnerabilidad intrínseca a nuestra existencia que se presenta simultáneamente como carencia y posibilidad de bien. Nuestra corporeidad, en su vulnerabilidad y temporalidad, nos permite experimentar la realidad de que no somos mero bios, ni tampoco sólo esencias universales, sino que nuestro cuerpo está abierto a una trascendencia por la que la realidad nos afecta en lo concreto (
Una de las consecuencias más graves de reducir el ser humano a mero bios es menoscabar su libertad, pues tal perspectiva, enmascarada de aparente realismo, poco a poco le encasilla en categorías deterministas que terminan por arrebatarle la originalidad y unicidad de su obrar. Porque somos libres, podemos ser dueños de nuestras decisiones (autoposeernos) y descubrir el sentido de las mismas en el conjunto de nuestra vida (autotrascendernos) (cf.
Nos movemos así entre la polaridad de la autonomía y la alteridad. En ella, nuestra libertad se ve desplegada en su grandeza y también modulada por tantos factores ajenos a ella. Las experiencias de la paternidad y la maternidad son un evento corporal que cuenta con las características apenas mencionadas. Ya inicialmente apuntamos que entre los tres sujetos implicados en la gestación parece otorgársele una primacía fundamental a la mediación de la relación mujer-hijo respecto de la conciencia de paternidad. Al mismo tiempo, de modo tácito pero fundante, es del hijo de quien parece hacer surgir tanto la identidad paterna como la materna, desvelando el inicio que activa su desarrollo, con la gestación y el nacimiento, en un proceso de maduración (Cf.
La presencia del hijo pone en evidencia una alteridad entre el hombre y la mujer del todo particular, pues es su unión sexual aquella capaz de engendrar una persona humana distinta de sus progenitores y única en su identidad. El hecho de que el fruto de esa unión que llamamos “hijo” sea una vida humana, revela el estatuto de su dignidad como persona, abierta a un sin fin de posibilidades que prometen desplegarse en el tiempo
La generación del hijo ofrece un conocimiento de sí mismos a los progenitores que resultaba insospechado hasta ese momento: “quién soy yo que mediante una relación particular puedo colaborar en la gestación y nacimiento de una nueva vida”. Esa nueva creatura posee “algo” de ellos mismos, del padre y de la madre, y expresa una trascendencia y, al mismo tiempo, manifiesta una unión de esa unidad, hasta entonces solo dual, que ha hecho posible la nueva relación triádica. Tal unidad dual en su origen es trasformada en su proceso, pues de su relación se fecunda una vida humana del todo original; unidad dual también en la constitución de esta vida, pues el hijo recoge en sí rasgos propios de la corporeidad de uno y de otro que le acompañarán durante toda su existencia marcándole significativamente. Así, la unidad del padre y la madre se trasciende en el fruto de su unión: en el hijo (
Entonces, ser engendrado relaciona de modo identitario a estos tres sujetos: al hijo, a la madre y al padre con un sentido espacio-temporal que implica una permanencia y una maduración. Es decir, no se trata de un acontecimiento aislado que inicia y se pierde en su deriva, ni mucho menos autónomo, en cuanto ausente de vínculos, sino que marca y acompaña la existencia de cada uno de ellos de modo interpersonal y que pide un horizonte de sentido en su vivencia. No basta la sola concepción de un nuevo ser humano: la generación es un proceso que continúa más allá del nacimiento, acompañándolo a lo largo de las diversas etapas de la vida (
En un plano objetivo, en el nacimiento de un nuevo ser humano se revela la capacidad de engendrar una persona con una trascendencia única, pues será un ser con libertad propia que decida sobre el sentido de su vida. Su existencia se presenta como un conjunto de promesas por realizar. De ahí que no se produce un ser a medida de sus progenitores, sino que se manifiesta una grandeza incomparable en el ser humano, tanto en quien engendra como en quien es engendrado, en una novedad radical, sin parangón en el mundo (
No es indiferente reparar en que para la fecundidad de la mujer se requiere la recepción de un semen ajeno a ella. En esta intervención del varón la mujer actúa como testigo especial de que la vida es un don porque de algún modo también ella lo ha recibido y le pide una entrega particular desde el inicio; no es algo que realiza sola sino en una experiencia profunda de alteridad. Al mismo tiempo, por el hecho del nacimiento, donde la corporeidad femenina misma saca de su cuerpo esa nueva vida, experimenta que el niño no es propiedad suya sino que está llamado a ser él mismo en un proceso que se va distanciando paulatinamente a lo largo del tiempo. Una experiencia dolorosa y gozosa a la vez… que asombra a quien sabe mirar el evento en su sentido, pues parece que es la regla que se esconde detrás de toda vida humana: por un lado la necesidad de autonomía y por otro, la necesidad de otras personas y circunstancias para desarrollarla.
En ello tendrá un papel fundamental el padre, si bien en todo ello interviene como apoyo y sostén desde la gestación, aunque de forma segunda respecto de la madre; la realidad muestra que debe asumir el vínculo que teje con su propio hijo desde su ser una carne con su mujer, por la participación en la fecundación. Pero lo hace de un modo propio. El afecto que el padre vuelca en su hijo sirve para que éste se experimente reconocido como un ser distinto de su madre, abierto a nuevas relaciones. Esta es una enseñanza bella y a la vez seria: la propia autoconsciencia se madura a partir de la mirada de otros y no sólo desde la propia. En cierto sentido, somos unos de otros corresponsables de la mirada que las personas desarrollan de sí mismas a partir de las relaciones interpersonales. En esta responsabilidad, que comienza con aceptar el sentido propio de tal relación, es como se reconoce la identidad personal que se configura en ese marco relacional.
Todo ello revela el sentido que la dimensión corporal contiene y nos hace ver que la fecundación de un ser humano no se trata de una mera realidad física que puede ser tratada como una producción, sino una realidad trascendente donde la experiencia de ser querido marca significativamente al nuevo ser en la lógica del don y la libertad que acompañará su propia vida. Se aprecia de manera particular en la dinámica madre-hijo durante el período de gestación, si bien sirve de analogía para otras relaciones interpersonales de la persona. La gestación requiere, ciertamente, una donación particular de la madre, no sin costes para ella, que podrán repercutir incluso en devenir del tiempo... Sin embargo, desde la lógica del don apenas considerada se puede comprender cómo la madre, al ofrecer su cuerpo de forma particular y vinculante al hijo, informa la identidad, inclusive la capacidad afectiva, del bebé de un modo único. Así, desde esa perspectiva amorosa, el desgaste que le supone especialmente a la madre su propia donación, encuentra sentido en el gozo de contemplar el misterio de que, del fruto de sus entrañas, junto con la intervención originaria del padre, se alumbre una nueva vida: “La mujer, cuando va a dar a luz, siente angustia porque le llegó la hora; pero cuando nace el niño, se olvida de su dolor, por la alegría que siente al ver que ha venido un hombre al mundo” (Jn 16,21). Es esta la experiencia humanizadora del dolor cuando su origen es el amor (
Esta dinámica nos permite ver cómo el don posee en sí mismo una estructura interpersonal precisamente porque crea un vínculo entre el donador y el receptor expresando en esa acción gratuita un mutuo reconocimiento del valor interpersonal, tanto de quien es considerado objeto de donación como del donante mismo (
Así, cuando de la unión de dos genera tres, se afirma la evidencia de nuestra dimensión relacional de un modo claro y se atisba la importancia de los vínculos en la vida humana. Los vínculos, en general, requieren de por sí la diversidad relacional y una cierta permanencia y dinamicidad; también piden un proyecto o trabajo común implicando la dimensión afectiva de las partes para llevarlo a cabo, y así enriquecerse mutuamente de esa unión establecida. Esto es fundamental, pues las relaciones son significativas en la vida de una persona en cuanto estas constituyen vínculos afectivos con su valor humano de dar sentido a las acciones y hacer crecer a la persona (
Este breve análisis de los vínculos nos permite ver cómo, en la configuración de la identidad de toda persona son fundamentales los roles familiares para la madurez de la afectividad, puesto que todo habla de alteridad en un camino de intercambio de bienes. Además, propicia la comprensión de la diferencia como reciprocidad y no mera igualdad de justicia que, si bien es fundamental, no basta de por sí para definir el quién de cada ser humano. Los vínculos que se forman dentro de la dinámica familiar son caracterizadores y cualificadores dado que implican la intimidad de las personas de un modo originario e identitario. Su formación posee unas etapas que sirven para su maduración. Así lo apunta la teoría del apego seguro y que se ha asentado en el ámbito científico como punto de reflexión válido para considerar el crecimiento afectivo maduro de un niño, destacando la trascendencia de los vínculos en la vida personal, principalmente los vínculos familiares (
Así, la diversidad con la que intervienen los sujetos dentro de la dinámica familiar realiza un tejido afectivo que va educando a las personas en la manera de aprender a vivir su vocación personal al amor. Se generan diversas modalidades de relación que hacen de escuela de sociabilización a partir de los círculos relacionales que implica la familia. Se aprende a vivir la verticalidad en las relaciones, que se desarrolla primariamente entre los padres y los hijos; así como las relaciones horizontales, principalmente mediante el trato entre hermanos. En diversa medida se conjugan ambas respecto de otros familiares. Todos estos vínculos, singulares y únicos, van forjando el sentido de pertenencia, de participación en una comunidad y el modo de situarse en ella, de colaboración social, la gestión de las emociones y de los afectos, la experiencia de trascendencia y fecundidad, etc. en una persona. Esto se realiza en una reciprocidad asimétrica, necesaria para la comprensión del amor desde una adecuada lógica del don de sí: para dar amor primero hay que recibir amor (
La familia así comprendida, bajo esa lógica del don de la que nace y en la que se desarrolla nos permite comprender de qué modo cada hijo, siendo un don incomparable por razón de su dignidad humana, se constituye en bien común de la familia que es capaz de unir a las personas (
La donación amorosa que esta comprensión conlleva, desarrolla en las personas un modo de entregarse que permite madurar la libertad, superando una concepción reductiva de mera elección para comprenderla en su profundidad relacional fundada en el amor. Precisamente por la gratuidad que la libertad implica en el amor, sirve como antídoto para el individualismo autónomo, que termina por crear un vacío en las personas dejándolas aisladas y tristes por la soledad íntima que conlleva. Desde una concepción utilitaria y productiva, la persona puede considerar que toda acción depende únicamente de sus propias capacidades, cuando en realidad, es el amor recíproco el que nos permite salir de nosotros mismos para descubrir nuevas posibilidades personales que nos enriquecen y construyen una felicidad profunda en una verdadera comunión. La donación a cada hijo conforma la identidad personal de un modo dinámico porque se descubren facetas propias capaces de afectar a un tercero de un modo vital. A través de las propias acciones la persona se descubre a sí misma en el tiempo, así como en lo que su propio actuar genera en otros. Al mismo tiempo, cuando existe un bien común, el actuar personal requiere también de una mutua colaboración, como es el caso de los padres de familia respecto de los hijos por el amor
Llegados a este punto, no podemos sino asombrarnos de la delicada tarea que implica la procreación en su capacidad de formar una familia. Y resulta al menos honesto preguntarnos si es posible para todos los seres humanos vivir esta vocación conyugal, paterna y/o materna o si más bien, está destinada para algunos pocos que sepan estar a la altura de tan trascendentes responsabilidades. No podemos negar que esta es una inquietud presente en la actualidad de Occidente y que se expresa de muy diferentes maneras (
Tomemos pues nuestro haz de luz esencial: no existe amor sin fe (
La familia se presenta como ese lugar primario donde toda persona experimenta los afectos más básicos de seguridad y temor, tan necesarios para recorrer el camino de la vida. Por ello se impone una vez más como la escuela por excelencia para aprender a vivir, donde la lección principal será aprender a amar siendo amado. Así, la fe en la familia propicia el hábitat adecuado para aprender el arte del bien común:
El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (Cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. […] La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona (
El amor de la pareja se ve así, por un lado, enriquecido por la presencia original de cada hijo. La analogía que el amor humano respecto del amor de Dios, en su indisolubilidad también a partir de la fecundidad, implica una apertura a la fe en su presencia y acción, que en la vivencia de esa lógica del don que estructura la identidad humana nos permite reconocer su modo de actuar en nuestras vidas a partir de las relaciones que se entretejen en nuestras vidas.
Por otro, precisamente porque cada uno es un ser personal único, requiere un modo concorde de ser tratado dentro de un conjunto que no es fácil armonizar, pues pide atención a otras relaciones y responsabilidades a las que responder. Por ello, hoy más que nunca parece necesario enseñar a las personas el arte de la prudencia dentro de una educación de los propios afectos para responder en un orden del amor, puesto que cada familia es única y conforma lo que podríamos equiparar a una especie de “ADN único y propio” de la misma. Bien pronto aprenden los padres que si bien es necesario un modo justo de tratar a todos los hijos, ello pasa por reconocer la originalidad de cada uno de ellos y su consecuente modo de tratarles. En este sentido, la organización de los roles del padre y de la madre dentro de una familia, incluso de los hijos, responde a ese “ADN único” y propio que de cada una de las familias, pues la operatividad responde a los bienes fundamentales que piden los miembros de la misma, precisamente a partir de la vocación propia de cada uno de ellos en la transmisión del amor mutuo; eso permite una flexibilidad en el modo propio de organizarse, más allá de modelos socio históricos. Así es como la vivencia de la propia maternidad y paternidad permite vivir mejor el propio compromiso social pues educa a la persona a mirar el verdadero bien que funda todos los demás: el cuidado y promoción de las personas.
Es aquí donde la mujer, en el desarrollo de su vocación materna ofrece una luz propia para la formación del sentido de humanidad. Su modo único y particular de acoger y cuidar la vida desde el don de sí misma a partir de su corporeidad permite comprender cómo el amor se funda y articula precisamente en dar la vida. En este sentido, la maternidad, desde la fase de gestación, educa a todo ser humano en la tarea más importante: amar, desde esa acogida, cuidado y promoción que le es connatural a su identidad materna.
La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confía de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano. Naturalmente, cada hombre es confiado por Dios a todos y cada uno. Sin embargo, esta entrega se refiere especialmente a la mujer —sobre todo en razón de su femineidad— y ello decide principalmente su vocación (
El amor de una madre transmite de un modo fundamental el humanismo verdadero al que estamos llamados: cuidar y promover la dignidad de cada ser humano. El padre lo aprenderá de un modo más claro al participar de la donación tan existencial propia de la madre. Y así cada hijo, los hermanos, se van adentrando paulatinamente y de modo diverso en esa escuela de vida constituída por ese entramado de relaciones propio. De ahí que la familia pide no sólo engendar sino principalmente generar personas a través de un sistema relacional que configuren su afectividad, como el órgano capaz de velar y promover la dignidad de las personas como bien fundamental. De este modo, el concepto de bien común recoge en sí la estructura identitaria que le es más propia al ser humano: ser hijos e hijas destinados a ser padres y madres para la edificación de civilizaciones fundadas en la justicia y el amor, y en donde la maternidad tiene su papel específico y central desde la lógica del don y de la fe.
Nuestro recorrido arroja una luz diversa con la que contemplar la realidad de la Sagrada Familia de Nazaret y su vinculación con nuestras vidas. La fecundidad de María Virgen, tuvo su origen en la recepción de la Persona Don de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, que hizo posible la Encarnación del Hijo de Dios. Dios, en su deseo de hacerse asequible al ser humano que a lo largo de los siglos le buscaría aún sin saberlo, eligió un modo familiar de autocomunicarse.
La Encarnación del Hijo de Dios en el seno de María de Nazaret revela la primacía de Dios que se dona y toma la iniciativa de manifestarse a la humanidad a partir de sus propias categorías para hacerse a sí mismo asequible de un modo armónico humano divino. Además, queda manifiesta la totalidad de la implicación de la Mujer que acoge en su vientre a Dios mismo. La vinculación afectiva que esto supone, precisamente por darse de un modo familiar, sencillamente nos trasciende… El Espíritu Santo es quien fecunda el vientre de María de un modo único. Y María entregará toda su humanidad al Verbo eterno con la donación propia de una verdadera madre. Todo lo humano queda, no sólo respetado como para mostrar su belleza, sino verdaderamente divinizado por Quien ha asumido nuestra carne humana. Ciertamente sólo un Dios personal que se pueda definir Amor puede realizarlo, manteniendo la originalidad propia de la creación, incluido el misterio insondable de la libertad humana en todas sus posibles vertientes a lo largo de los siglos.
En este contexto familiar, se inserta la figura de San José, quien de un modo especialmente claro recibe su paternidad de María Santísima. Es posible en una doble perspectiva: 1) desde la dimensión personal (vertical) de la fe de ambos, donde tanto él como María comprendieron y respondieron íntimamente a la revelación que Dios les hacía; 2) y desde la fe en su dimensión comunitaria (horizontal), donde la respuesta de uno afectaba la respuesta de todos, se dio la revelación de Dios en su ser personal-relacional. San José, el padre adoptivo de Jesús, “tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21).
Como se sabe, en los pueblos antiguos poner un nombre a una persona o a una cosa significaba adquirir la pertenencia, como hizo Adán en el relato del Génesis (Cf. 2,19-20)” (
La Sagrada Familia, en cuanto generada por una especial participación del Espíritu Santo, sirve de analogía por excelencia para la comprensión de la lógica del don… En ella se recoge la sublime belleza de la revelación de Dios; pero también la vocación humana al amor en su faceta matrimonial y virginal. La fecundidad de una vida se realiza en el tiempo por el verdadero cuidado y promoción de las personas. Así lo revelan las vidas de María Santísima y de San José en su virginidad por el Reino como proyecto común que nos trajo la verdadera salvación: “Dios con nosotros” (Mt 1,23).
Como dice en la encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, (2009), n. 7: “Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz”