El campo de la robótica social antropomórfica constituye uno de los territorios más interesantes para la reflexión filosófica contemporánea, por cuanto aúna en un mismo frente cuestiones de orden antropológico, ético y estético. Tomando como base la leyenda medieval del autómata de san Alberto Magno, el presente trabajo señala los riesgos asociados a la mimetización robótica del ser humano cuando las presunciones teóricas sobre el mismo son deflacionarias de su complejidad. Presento, primero, un resumen del fenómeno del “valle inquietante” como respuesta estética de rechazo ante diseños robóticos que devalúan la complejidad formal y comportamental humana; seguidamente se estudian las soluciones más aceptadas desde el punto de vista ingenieril, basadas en diseños de apariencia conforme a un principio abstractivo más que imitativo; por último, tomando un ejemplo de performatividad robótica, argumento el irreductible carácter de la belleza y la creatividad humanas frente a sus conatos de imitación robótica.
The field of anthropomorphic social robotics is one of the most interesting territories for contemporary philosophical reflection, since it brings together anthropological, ethical and aesthetic issues. Taking as a starting point the medieval legend of the automaton of St. Albert the Great, this paper points out the risks associated with the robotic mimicry of human being when theoretical assumptions about it are deflationary of its complexity. I first present a summary of the “uncanny valley” phenomenon as an aesthetic response of rejection to those robotic designs that devalue human complexity, formally and behaviorally; then we study the most accepted solutions from an engineering point of view, based on designs of appearance according to an abstract rather than an imitative principle; finally, thinking about an artistic example of robotic performativity, we argue the irreducible character of human beauty and creativity against their attempts at robotic imitation.
El perfil intelectual que diseñó Mary W. Shelley para Viktor Frankenstein incluye una cierta inclinación por las dimensiones más oscuras de la filosofía natural. Tal interés habría despertado muy pronto, a la luz de un fortuito hallazgo bibliográfico. Con ocasión de una estancia familiar en la villa termal de Thonon-les-Bains, muy popular en tiempos del relato, el joven Frankenstein hubo de pasar confinado en el hotel donde se alojaban un día entero debido a las inclemencias del tiempo. Según el propio Viktor, allí descubrió un grueso volumen que contenía los trabajos del pensador renacentista Cornelius Agrippa, famoso por haber escrito un controvertido libro titulado De Occulta Philosophia (1533). Bajo cierto punto de vista, las vidas de Agrippa y Frankenstein coinciden en el mismo gusto por la filosofía natural y, en concreto, por sus saberes ocultos. También Agrippa gozó de una “precoz curiosidad” (
La idea de que el joven Frankenstein leyera vorazmente a autores asociados al estudio, el ejercicio y la defensa de la magia no pasa de ser un recurso literario con el que probar la genealogía de un saber oculto, en cuyos ramales florecen las obras de destacados pensadores. Lo que puede llamar la atención es que sea justamente san Alberto Magno uno de los autores mencionados por Frankenstein. No obstante, la cosa no es tan extraña si atendemos a la leyenda de mago y hechicero forjada en torno a su figura (Asúa, 2013, 269). Leyenda, por lo demás, que él mismo alimentaría al indicar, en un célebre fragmento de su comentario al De anima de Aristóteles, que no solo sabía sobre asuntos mágicos, sino que también los había ejercitado: en sus propias palabras, “los adivinos y hechiceros afirman comúnmente que los dioses incorpóreos, término con el que se refieren a los ángeles o demonios, así como las almas que han dejado los cuerpos se mueven localmente”, respecto de lo cual “también nosotros mismos hemos experimentado la verdad de esta afirmación en la magia” (De an., l. I, t. 2, c. 6). Es de notar que sobre este fragmento y el interés de san Alberto por tales temas se ha profundizado considerablemente (
Esta legendaria condición de san Alberto como mago o hechicero y los mórbidos intereses de Frankenstein en la vida más allá de la muerte confluyen en el territorio narrativo de los autómatas, los cuales, desde principios de siglo, integraban un tópico literario y “empezaron a figurar prominentemente en la ficción gótica decimonónica” (Jochum & Goldberg, 2016, 155). Indicio de ello es que en el mismo siglo fueran tantas las enciclopedias populares y obras generalistas que recogían la figura de san Alberto, precisamente, como célebre mago constructor de autómatas. El reverendo unitario John Platt, por ejemplo, especialmente célebre por su The book of curiosities (1822), narraba en la voz “androide” (androides) la siguiente escena: “Alberto Magno es recordado por haber dado forma a un famoso androide, del cual se dice que no solo se movía, sino que también hablaba”. Añade a continuación el referente de santo Tomás, que sirve históricamente de contrapunto a la actitud y espíritu de Alberto: “Se dice que Tomás de Aquino se asustó tanto que cuando vio esta cabeza la rompió en pedazos, ante lo cual Alberto exclamó: Periit opus triginta annorum!” (Platt, 1822, 701). Por su parte, Roger Bede Vaughn, autor de una célebre biografía popular sobre santo Tomás, aunque no sin mostrar ciertas reservas en torno a la veracidad del relato, también lo transcribió. Así, san Alberto habría trabajado no menos de treinta años en un autómata con forma de cabeza parlante. Cierto día en que el joven Tomás, sin tener noticia de ello, entró en el taller de su maestro, el autómata le sorprendió de tal manera que, “agarrando el primer palo que tuvo a mano, y gritando ‘Salve, salve!’, aplastó al temible monstruo en pedazos, pensando que era un cruel salvaje que estaba a punto de atentar contra su vida” (Vaughn, 1871, I, 128).
Existen versiones similares de la misma historia en numerosos textos de la época así como en períodos precedentes y, en todas ellas, los datos que más se repiten son la capacidad parlante del autómata, el tiempo invertido en su construcción —treinta años— y la destrucción del mismo por parte de santo Tomás. No obstante, un estudio reciente ha permitido ubicar el origen de la leyenda en dos antiguas obras que, aunque narren sucesos distintos (
La versión de Corsini es la más conocida, aunque la menos profusa en detalles. Según relata Alberto fue capaz de construir una estatua de metal a la que, siguiendo el curso de los planetas, logró dotar de la capacidad de hablar y razonar. Concurren así aspectos no solo relativos a las destrezas mecánicas e ingenieriles del obispo de Ratisbona, sino también indiciarios de sus conocimientos de astrología y magia astral. Cierto día, un monje llamó a su celda y, como Alberto no se encontrara, la estatua replicó por él: “el monje”, cuenta Corsini, “pensando que era un ídolo de malvada intención, la destruyó”. Cuando Alberto regresó se enfureció con el monje, dado que había invertido treinta años en fabricarla y, debido a que cierto planeta “había hecho su curso y no regresaría antes de ese tiempo” (
La segunda versión, proporcionada por Alfonso Tostado, no difiere sustantivamente de la de Corsini, aunque introduce dos datos nuevos, conocidos en el siglo XIX: el autómata era, en realidad, una cabeza de metal (caput metallicum); y el hombre que entró en la celda no era cualquier fraile, sino su propio discípulo, un joven Tomás de Aquino, quien una vez dentro de la estancia “destruyó esa cabeza, que parecía responder a todo lo que se le planteaba” (
La leyenda es interesante porque revela dos posiciones bien distintas ante las máquinas autómatas, o sea, imitativas de la figura y los movimientos de un ser animado: de un lado, la del ingeniero imprudente que, en aras de mejorar la vida, busca soluciones que a veces superan los límites de la ciencia normal. El riesgo consiste en carecer de una orientación adecuada en línea con la verdad práctica. Por otro lado, está la posición del interactuante o usuario humano que, si bien en condiciones normales podría mostrar admiración por la capacidad imitativa de ciertos autómatas para reproducir la vida humana, también es susceptible de sentir un afecto estético de rechazo casi atávico, que en ocasiones se puede radicalizar hasta el arrebato mecanoclasta. En esto también coinciden ese ficticio Tomás de Aquino con el joven Viktor Frankenstein, quien tras dos años de intenso trabajo le dio la espalda a su criatura, pues era “incapaz de soportar el aspecto del ser que yo había creado”: “salí apresuradamente de la habitación”, relata, “y continué recorriendo largo tiempo mi alcoba, incapaz de recomponerme para dormir” (
El objetivo de este trabajo se centra en el sentido y alcance de ese rechazo, lo que incluye una reflexión filosófica en torno a la responsabilidad de los creadores, bien sean ingenieros al servicio de intereses industriales, bien se trate de artistas y/o programadores de robots en el ámbito de la creatividad performativa. En ambos casos, el campo lo integra la problemática estética que plantean cierto tipo de robots autónomos, sociales y antropomorfos. De acuerdo a la bibliografía existente, fijaré las condiciones estéticas de esta inquietud como aquella categoría estética que, en línea con Eugenio Trías, constituye el límite y la condición de lo bello (
Por último, en la tercera sección pondré de relieve la presencia de un déficit específico de placer estético derivado de la última categoría señalada en aquellos casos en los que la imitación llega a territorios exclusivamente humanos de creatividad e interpretación artística. Se aventuran así las bases de una conceptualización de la belleza humana como esencialmente orgánica y contrapuesta, por lo tanto, a la mecánica, que servirán para apuntar lo que de irreductible —y, en buena medida, irreproducible— tiene la condición estética humana —y, por tanto, lo humano—.
Comoquiera que uno de los territorios clave del desarrollo y proyección de la ingeniería robótica es el sector servicios, parece normal que desde hace algunas décadas exista una mayor preocupación en ciertos ámbitos industriales por crear interfaces robóticas que garanticen la ejecución de rutinas, tareas y trabajos interactivos en entornos que resulten cómodos para los operarios y/o usuarios humanos. En este sentido, la dimensión socializadora de los robots, resultado de la extensión de lo social a las máquinas, va ligada casi de forma natural a su antropomorfización, lo que implica una búsqueda de medios que permitan interpretar y reproducir “gestos, vocalizaciones, habla, comportamiento, atención compartida, cognición e intercambio afectivo” (
Los campos de aplicación son notablemente numerosos, y abarcan, entre otros, la hostelería, la cirugía, la atención al ciudadano, el turismo, los ámbitos museísticos, pero también la educación infantil o la atención a la dependencia o la diversidad cognitiva. En estos últimos casos, la optimización de la interacción social entre humanos y robots requiere de androides claramente antropomorfos susceptibles de despertar vectores de empatía en sus interlocutores —o usuarios— humanos, especialmente en aquellas situaciones donde la interacción social es o bien la condición necesaria para ciertas rutinas, “o donde constituya no el medio, sino el objetivo mismo de la tarea” (
Las raíces de la robotofobia antropomorfa, por expresarlo de alguna manera, son antropológicas. La clave reside en la repulsa que genera una inversión en los polos de la mímesis robot/humano. Por expresarlo resumidamente, no es lo mismo una estrategia de humanización de los robots que una simplificación robótica de los humanos. Así, parece que el primer límite normativo del diseño es, sobre todo y ante todo, práctico y señala los riesgos que pueden acarrear unas presunciones teóricas deflacionarias de la propia definición de lo humano: en una aplicación inversa de la fábula de la zorra y las uvas, la imitación de lo humano no puede conllevar su propia deflación en beneficio del éxito robótico (
Nuestro propósito en esta sección consiste, por lo tanto, (1) en averiguar el motivo por el que aquel legendario autómata de Alberto Magno generaría tal rechazo en ese ficticio Tomás de Aquino, de acuerdo a la situación que hoy día plantean los robots sociales antropomorfos; (2) en despejar los dos principios más aceptados para superarlo y favorecer la aceptación e integración de los dispositivos.
Lo primero que debió pensar aquel sorprendido Tomás fue que aquella cabeza parlante no debía hablar, es decir, no podía suceder que aquello estuviera sucediendo. Y, de suceder, debía ser obra del mal. Aquello afectaba a su cordura, o sea, a aquellas íntimas creencias que conforman las hebras de nuestro modo de habitar el mundo y que admiten pocas razones distintas de las dictadas por las entrañas: nótese así que el término “cordura” contempla en su raíz la palabra latina para “corazón” (cor). La reacción no fue tanto un ataque, como más bien una defensa, tan instintiva como comprensible. Los seres humanos no solo interactúan con las cosas en términos de uso y disfrute. Sus acciones también se vehiculan en afectos que, a veces, hunden sus raíces a mucha profundidad.
El personaje de Alberto, prototipo del explorador, quizá no tuvo en cuenta tal circunstancia. O quizá sí, y por ello mantuvo su proyecto durante treinta años en secreto. No obstante, no todos los sabios tienen el mismo perfil. Y así, el grupo de los exploradores se opone al de cartógrafos —o, en el mejor de los casos, se complementa—, los cuales, además de a la práctica expedicionaria, también dedican su tiempo al estudio de los descubrimientos anteriores, a fijar en el plano sus conclusiones y a suponer nuevas rutas y obstáculos a la luz de los ya conocidos. Dicho de otro modo, también hay Magallanes en el territorio del diseño y construcción de autómatas, en este caso robóticos.
Tal es el caso del Prof. Masahiro Mori, ingeniero y pionero de la robótica contemporánea, autor de la célebre hipótesis del “valle inquietante”. Mori publicó en 1970 un artículo titulado, en traducción aproximada, El fenómeno del valle inquietante (Bukimi no taki) (
Ocho años después la hipótesis fue puesta nuevamente en circulación y rebautizada en inglés con su formulación más famosa (the Uncanny valley) por la comisaria y crítica de arte Jasia Reichardt, dentro de su popular trabajo Robots: Fact, Fiction, and Prediction (Reichardt, 1978, 26-27). La presentación, que no era sino un resumen del trabajo original, generó una cierta fascinación e interés no solo entre los diseñadores de robots, sino también entre otros especialistas, por ejemplo, de la Psiquiatría, la Psicología Social y, por supuesto, el campo de la Estética y la Teoría de las Artes.
El trabajo de Mori, suscitado por el rechazo que causaba en los usuarios un brazo prostético, ponía sobre la mesa el asunto de los límites normativos aplicables al diseño motriz de robots como, sobre todo, a su apariencia externa. Mori comienza con una sencilla hipótesis en torno a nuestras creencias sobre el mundo y nuestra tendencia a interpretarlo bajo una manera en particular. Desde su punto de vista, la monotonía creciente de ciertas funciones matemáticas, debido a su potencia para describir buena parte de las experiencias cotidianas, genera la ilusión de que todas las relaciones del mundo pueden expresarse así: “a medida que aumenta el esfuerzo x, aumenta la renta y, o a medida que el acelerador del coche es presionado, el coche se mueve más deprisa” (
El fenómeno descrito coincide literalmente con la expresión gráfica de un “valle” cuando se correlacionan el grado de semejanza antropomórfica de un robot —en particular, de un androide—, cuantificado en el eje de las abscisas y, en el de las ordenadas, el grado de “simpatía”, “afinidad” o “familiaridad” sentida por el humano. Mori consideraba que la problemática suscitada por el valle solo podría ser resuelta a medida que se alcanzaran cotas de mayor similitud con los seres humanos, por lo que de comprobarse la hipótesis, ese abismo constituiría un límite fundamentalmente técnico para el diseño de los robots y, en concreto, para el diseño antropomórfico de sus interfaces. Un límite que, al mismo tiempo, revelaba una llamativa reacción humana. Hay un elemento que, situado inmediatamente antes de la plena apariencia de humanidad, inquieta a los usuarios humanos, hasta el extremo de la repulsión. La intensidad de este “efecto inquietante” varía dependiendo de si la semejanza antropomórfica se establece ante objetos inmóviles o en movimiento, de modo que ante estos últimos se aprecian unos valores de “afinidad” o “simpatía” notablemente incrementados a medida que nos aproximamos o alejamos del “valle de lo inquietante”.
Así y todo, y pese a su incorporación relativamente temprana a la teoría robótica de finales de siglo XX, la hipótesis no pasaba de ser una mera intuición. El fenómeno del valle expresa “una parte integral de nuestro instinto de supervivencia”, de ahí que Mori propusiera como línea de trabajo “establecer un mapa preciso del valle de lo inquietante […] para que podamos comenzar a entender aquello que nos hace humanos” (
La hipótesis gozó de gran aceptación entre ingenieros y diseñadores. Algunos autores han sugerido que prontamente fue asumida como “una línea directriz para los conceptualizadores de la tecnología, y así fue interpretado este esquema desde el comienzo”, para reducir “el riesgo de que un modelo no pareciera demasiado extraño”, lo que favorecía “modelos más abstractos para evitar un antropomorfismo demasiado importante” (
Un buen comienzo puede consistir en revisar una lista sumaria de las teorías en torno al “valle inquietante” y las respectivas suposiciones acerca de los inductores del efecto. En esta línea,
En todos los casos, la variable independiente de los experimentos es la semejanza humana, al margen del tipo de entidad de que se trate —animales no humanos o robots, por ejemplo—. La clave para no generar ese misterioso rechazo parece consistir en diseñar robots en los que se suavice o, incluso, elimine la interfaz o apariencia humanas —especialmente en aquellos casos en los que se aspire a crear pieles prostéticas o dispositivos de gestualidad humana—. En este sentido, cuando la semejanza es correlativa a la extrañeza, la interacción con el dispositivo robótico no parece afectar a esa presencia de lo ominoso, que muestra su persistencia afectiva con independencia de que la interacción sea o no positiva. Por el contrario, la actitud inicial respecto a robots diseñados con un mayor grado de abstracción o, por así expresarlo, con una apariencia más evidente de máquina, varía sustancialmente de una simpatía inicial hacia una pérdida total de la misma en caso de que la interacción sea negativa, lo cual puede también recoger un afecto por parte del interlocutor o usuario basado en lo inquietante, especialmente en aquellos casos en los que el inductor es del tipo (3) o (5) (
La línea elegida para neutralizar el “efecto inquietante” consistió en favorecer un tipo de abstracción muy semejante a la utilizada en el manga, la animación japonesa (anime), los videojuegos o, en general, los referentes infantiles (
El propio Mori, en una entrevista concedida en 2012, apostaba por ese principio formal abstractivo. Y, para ello, tomaba como ejemplo el robot Asimo, diseñado por uno de sus alumnos más aventajados, Toru Takenaka, para Honda: “Asimo es más fácil de mirar que la mayoría de robots humanoides dotados de rostros humanos”, dado que “se le puede mirar sin sentir repulsión” (
Es de notar que las presentaciones de Asimo han sido especialmente cuidadosas en aras de respetar las distintas sensibilidades culturales que lo han recibido. Así, por ejemplo, Yuji Sone ha puesto de manifiesto las diferencias entre su puesta de largo en una exhibición celebrada en Tokyo y en un tour por Australia, dos contextos “muy diferentes dramatúrgicamente” y celebrados el mismo año. En ambos casos, las acciones ejecutadas por Asimo, pese a ser las mismas, se desarrollaban en marcos completamente distintos: “Conscientes del énfasis occidental en el empirismo y su preocupación por lo racional, es posible que”, en el caso australiano, “Honda deseara focalizarse exclusivamente en ASIMO como una máquina de alto rendimiento”. Contrariamente, el espectáculo de Tokyo, celebrado unos meses antes, apelaba a la “relación afectiva entre la audiencia japonesa y los robots”, en lugar de presentarlo “como un sofisticado juguete o una simple pieza de equipamiento, un objeto en aislamiento” (
Asimo supera, por un lado, las fronteras del “valle inquietante” al seguir las recomendaciones de Mori. Por otro lado, al incorporar la forma humana sin exagerar la fidelidad aspectual se puede interactuar con ello desde una perspectiva cómoda, en la que ni se eliminan los vectores necesarios para simpatizar con él ni su dimensión estrictamente mecánica. Su gestión y economía de movimientos es fluida y su despliegue escénico perfecto, como el que solo una máquina bien calibrada puede lograr. Esta circunstancia no impide que sea reconocido en su apariencia humana y que exista una respuesta favorable de los usuarios, basada en esa misma semejanza.
Paralelamente al principio de abstracción hay otro principio en juego. Es preciso indicar que, en términos de perfección de las acciones programadas, existe una diferencia sustantiva entre la puesta en escena de Asimo y aquella del ser humano. Cuando el hombre camina, lo hace de espaldas a la perfección y más bien en términos de simple eficacia. Comoquiera que una de sus rutinas programables es justamente caminar o subir escaleras, la máquina, por el contrario, las ejecuta en términos de eficiencia tecnológica: la inteligencia artificial de Asimo, cuando camina, baila o sube escaleras, controla en todo momento “que el proceso se mantenga dentro de ciertos límites” medidos al milímetro y que, además, se apliquen en ello criterios de economía de esfuerzo, energía y tiempo, de forma que la evaluación de las acciones se haga con arreglo al “grado en que los resultados de la acción coinciden con los objetivos que intencionalmente” se perseguían al programarla (
El campo artístico es particularmente ilustrativo de esta cuestión. Se trata de casos en los que las funciones del robot comercial se liberan estéticamente, “alternativo a las agendas institucionales de investigación y en el que los agentes creativos pueden trabajar con independencia de criterios utilitarios” (
Veámoslo bajo un prisma kantiano. La satisfacción estética se culmina, en este caso, de acuerdo a una base de determinación objetiva definida previamente por un fin y una adecuación del diseño orientada hacia la función correspondiente, de manera que la escenificación del robot —que, no se olvide, no es intencional en sentido propio, sino programada previamente—, cuando lo liberamos de sus objetivos concretos, no puede sin embargo liberarse estéticamente de un principio de adecuación basado en la eficiencia con la que acomete uno u otro objetivo. Así, la apreciación estética de cualquier tarea que realice solo puede ser leída en clave funcional, en el sentido de que lo que informa la experiencia estética no es tanto la rutina o el fin de la misma, como la perfección con la que ésta se lleva a cabo. Es previsible así que en el futuro exista un robot social antropomorfo, con gestualidad suficiente para provocar respuestas afectivas humanas, y que sea también capaz de ejecutar, por ejemplo, la complicada secuencia de fouettes que el personaje de Odile ejecuta al finalizar el tercer acto del Lago de los cisnes. La perfección mecánica hará desaparecer el temblor de la pierna de trabajo de la bailarina, a veces imperceptible, pero siempre presente al finalizar el ejercicio; también se acabarán los desplazamientos del pie de apoyo de la intérprete sobre el escenario, fruto del desgaste de control a medida que se suceden los giros; carecerá de sentido apreciar el trabajo postural de las muñecas o de la sonrisa, que a veces pone más de manifiesto la tensión que el confort. Ahora bien, ¿pervivirá el placer estético del espectador? Diríamos que sí, pero, conforme al análisis inmediatamente anterior, ¿de qué tipo será?
El hecho de que los robots bailarines ejecuten con tanta perfección sus movimientos revela una condición escénica interesante que ya hemos mencionado y que comparten con Asimo y con otros dispositivos: la total disponibilidad. Se trata de un concepto proveniente de las artes escénicas. Decimos que algo está disponible cuando podemos gozar libremente de ello en términos de uso o utilización. Así, cuando un actor interpreta un papel, existe toda una miríada de entidades a su alrededor que difieren en términos de mayor o menor disponibilidad: disponibles para él son, hasta cierto punto, los miembros del elenco con los que comparte escenario; disponible es también el equipo de iluminación, el espacio sonoro o la propia escenografía; disponible el maquillaje o la indumentaria. Sin embargo, existen elementos que tradicionalmente se consideran indisponibles o que muestran un cierto grado de indisponibilidad.
La teórica Erika Fischer-Lichte considera, por ejemplo, que la presencia de animales en la puesta en escena la vuelve altamente indisponible al tratarse de organismos incontrolables, que siguen sus propios instintos incluso en aquellos casos en los que estos hayan sido mermados por el adiestramiento: de ello se da cuenta el público, que ante tales situaciones se pone en tensión. Y esta indisponibilidad no solo afecta “a la materialidad de las realizaciones escénicas”, sino que también atañe “a su desarrollo, al bucle de retroalimentación autopoiético”: o sea, al propio decurso de la realización escénica, definido por la relación viva entre actantes y espectadores (Fischer-Lichte, 2011, 217). El comportamiento de un simple animal —por ejemplo, tres arañas aviculáridas en el montaje Zij was en Zij is, zelfs (1991) de Jan Fabre— se vuelve difícil de predecir y de controlar. Pero lo cierto es que esta condición de la indisponibilidad también afecta al público, por cuanto éste nunca es del todo previsible, como podría confirmar cualquier actor. Hasta tal punto está presente la dimensión de la disponibilidad que afecta, de hecho, a los propios intérpretes, en la medida en que sus cuerpos no siempre están del todo disponibles ni siquiera para ellos mismos —a veces los actores dicen que, sencillamente, no se encuentra “a tono”—.
Cuando algo se realiza actualmente, es decir, en vivo y en directo, en presencia mutua de actantes y espectadores, se revela una exposición de la propia puesta en escena a la indisponibilidad que, por otro lado, forma parte del encanto estético en general, teatral en particular, máxime en algunos géneros particulares —monólogos cómicos, espectáculos de burlesque o circenses, donde la retroalimentación del público y la consciencia del mismo por parte de los actantes es el combustible de la propia ejecución—. Podría argüirse que la puesta en escena del robot, toda vez que se superan los problemas derivados del “valle inquietante”, revela, por el contrario, una total disponibilidad buscada por los propios programadores y, en consecuencia, una expectación basada en esa misma disponibilidad: el robot es programable; es previsible, en ausencia de obstáculos imprevistos, que alcance la perfección de sus rutinas; en términos de belleza funcional —o, más exactamente, mecánica— el robot será siempre más eficiente en la economía, esfuerzo e inversión de movimientos. El error desaparece y, por tanto, el placer debería aumentar.
Y, sin embargo, hay un problema de satisfacción estética en la expectación. Es poco probable que, como el joven Tomás de la historia, le asalte al espectador un arrebato mecanoclasta. Es incluso posible que sienta una cierta simpatía por esos robots imitativos de formas vivas, abstractos en su interfaz, como de hecho me sucede cada vez que veo a Spot, Atlas y Conveyor bailando al ritmo de The Contours. Pero lo cierto es que también me aborda la certeza de que si los robots más avanzados del mundo fueran capaces de ejecutar con la máxima perfección las secuencias más complejas y refinadas de El lago de los cisnes, también me resultaría insoportablemente aburrido. Aun cuando podamos confirmar la presencia de una satisfacción estética basada en una pulcritud mecánica, existiría, sin embargo, un déficit de placer allí donde el resultado permanente, con base en la propia programación, consiste siempre en la perfección. Mi propósito consiste ahora en reflexionar, a propósito de los ejemplos que hemos visto, sobre la condición estética humana en contraposición a la robótica y arrojar una propuesta, todavía en estado embrionario, del lugar en el que pienso que reside la belleza genuinamente humana. Y de por qué carecería de sentido su reproducción robótica.
La puesta en escena del robot antropomorfo depende de su disponibilidad, que será tanto mayor cuanto más se satisfagan dos condiciones, comportamental y mecánica. Por lo que respecta a la primera, un robot es una entidad previsible y determinada conductualmente conforme a su naturaleza programable; en relación a la segunda, bien se trate de un robot multitarea o especializado en un set específico de acciones, el diseño del mismo siempre atenderá a la máxima eficiencia mecánica de sus componentes, de ahí que en su imitación de seres humanos la perfección no sea ni extraña ni imprevisible: nadie querría un robot aspirador expuesto a crisis de ansiedad, por lo que nadie querría, tampoco, un robot actor dubitativo en sus monólogos o un robot bailarín temeroso de hacerlo mal y víctima de temblores incontrolables. En otras palabras, la precisión con que los elementos mecánicos satisfacen las tareas asignadas conlleva a su vez la perfección del comportamiento. Lo que explica, paradójicamente, el previsible colapso del deleite estético en el espectador ante una performance robótica.
Éste es el precio que se paga por la persecución de la belleza funcional y, más exactamente, mecánica, en la reproducción imitativa del hombre: si se logra la perfección, se aleja de la experiencia genuinamente humana —falible y vulnerable como especie, frágil, además, como individuo—; si se incorpora la imperfección, la propia robótica, por social que sea, pierde su sentido — no tendría sentido un robot social que cometiera los mismos errores que un ser humano—. Sea por el campo de la estética, sea por el de la tecnología, el robot persiste e insiste en su condición de máquina radicalmente distinta de lo humano. Por lo tanto, la pregunta gira no tanto en torno al sentido del diseño antropomórfico (Pradier, 2019), como de la mimetización humana. Y la sospecha se cierne sobre el hecho de que existen dimensiones exclusivamente humanas que ponen de relieve lo ridículo de algunas decisiones.
Volvamos nuevamente a Kant. En el caso de la belleza funcional o mecánica, el conocimiento del concepto del objeto, que viene recogido en su fin, media sobre la inmediata generación de la satisfacción empírica, de tal manera que la satisfacción estética viene mediada por ese conocimiento. Cuanto más conocimiento se obtenga del objeto, tanto mayor será la apreciación estética y menos inmediato y de menor intensidad será el deleite estético, el cual, en cierto modo, queda diluido. No se niega con ello que no exista una belleza mecánica en particular, funcional en general. Tan solo se indica que la belleza mecánica se define por generar una satisfacción estética basada en el conocimiento del logro efectivo de la perfección en la acción o secuencia de acciones correspondiente. Ello no significa que no sea susceptible de apreciación estética. Tan solo significa que el deleite estético, siempre presente en el caso de la belleza libre de las formas naturales; en las flores y en el vuelo del vencejo; en los arroyos y los collados del altiplano; en los cuerpos que bailan sobre el escenario… ni cansa, ni aburre, ni hastía, con base en su variedad y prodigalidad, “en multiplicidades hasta la exuberancia” (
Kant definía la belleza adherente como aquella que presupone un concepto de aquello que deba ser el objeto, por lo que el concepto ejerce también aquí la función de mediador de la propia experiencia. Así, “la belleza de un ser humano […], la belleza de un caballo, de un edificio […] presupone el concepto de un fin que determina lo que la cosa deba ser y, en esta medida, un concepto de su perfección” (
Dicho de otro modo, si tales fines desaparecen o se intentan poner en suspenso —tal es el caso de los robots bailarines de Boston Dynamics—,no desaparece, sin embargo, esa persistente orientación de las acciones, típicamente robótica, que imprime perfección a todo aquello que hace la máquina como una condición necesaria de su praxis. Tal persistencia en el íntegro y completo acabado de sus acciones tiende a generar un tipo de satisfacción donde el criterio estético que rige la ejecución de los pasos acaba oponiéndose al propio gusto. Y ello se debe a que lo que debería estimular la imaginación en el juego libre, espontáneo, sin fines, pero teleológico —recuérdese el momento de la definición de lo bello como “finalidad sin fin”— de lo bello no permite que nos recreemos “largamente en su contemplación, sino que aburre a menos de tener expresamente como propósito el conocimiento o un determinado fin práctico” (
Si la disponibilidad es condición necesaria de la puesta en escena del robot, la exposición a la indisponibilidad es lo propio de la puesta en escena de lo humano. El cuerpo en movimiento y la gestualidad que lo acompaña son los elementos expresivos fundamentales de un bailarín o de una bailarina. Pero, como ya hemos indicado, ello no significa que ambos estén disponibles en todo momento para los sujetos. En este sentido, aun cuando la disponibilidad del cuerpo de un profesional sea mucho mayor para sí mismo que aquella de la que pueda disfrutar de su propio cuerpo un amateur, esto no implica que aquella sea total, como sí lo es en el caso de los robots. Es posible que exista un tramo en el que los cálculos de la máquina coincidan aproximativamente con los del intérprete, pero allí donde aquella sigue calculando, el ser humano intuye, arriesga y apuesta, por cuanto camina en torno al error y enmarca su acción en relación al mismo.
Esa razón es la que explica que el ballet ejecutado por humanos no aburra —no, al menos, a quien disfruta de ello—, porque ni siquiera en sus más altos niveles de ejecución técnica se logra la perfección de la máquina. Ninguna bailarina es capaz de conseguir la perfección total que lograrán los robots del futuro en la ejecución de los fouettes de Odile en El lago de los cisnes: siempre habrá, por pequeño que sea, un desplazamiento del pie de apoyo hacia uno u otro lado del eje de giro; tal vez un balanceo del cuerpo hacia delante o hacia atrás en las últimas vueltas; quizás, al concluir el ejercicio, la pierna de trabajo se incline en exceso hacia atrás; tal vez, incluso, no esté a tono antes de saltar al escenario. Pero es justo ahí, en esa brecha abierta entre la eficiencia impenitente de la máquina y la exposición de la bailarina a su propia vulnerabilidad, donde se ubican las fuentes mismas de la belleza humana, a saber, en esa tendencia hacia la perfección que necesariamente se expone al error, merodea el fracaso y agoniza —i.e. lucha— por concluir, pese a todo, de la mejor manera posible.
Es evidente que el diseño antropomórfico de los robots es un tema controvertido, especialmente por el rechazo que parecen provocar, bien cuando se aproximan a lo humano sin conseguirlo —momento en que desatan el efecto inquietante—, bien cuando consiguen mimetizar al ser humano —momento en que revelan su condición esencialmente mecánica—. En el primer caso generan un rechazo profundamente afectivo. Las páginas que integran este ensayo nos han permitido aproximarnos a la célebre hipótesis de Masihiro Mori sobre el “valle inquietante” y, al mismo tiempo, ahondar en las dos posibles soluciones propuestas: la adopción de un principio de abstracción en el diseño exterior, tendente a la simplificación de la gestualidad —por ejemplo, a partir de fuentes provenientes de la animación o del manga— y la redefinición estética de los robots en términos de belleza funcional o, más exactamente, mecánica.
Esta última posibilidad, en segundo lugar, terminará por aburrir tanto a usuarios como espectadores: ni son buenos conversadores, ni buenos amigos, ni buenos artistas escénicos. La perfección que guía sus acciones, tengan o no utilidad práctica, es necesaria para su propia definición, pero los aleja de la humanidad en un camino que se revela aporético para aquellos ingenieros que aspiran a la mímesis total de lo humano. El robot persistirá siempre en su condición de herramienta a nuestro servicio. Llama la atención que cueste tanto aceptarlo.
El legendario autómata de san Alberto Magno, que sería sin duda una espléndida pieza de museo, revelaba, tras treinta años de trabajo, la misma disponibilidad que los robots de Boston Dynamics. Pero por eficiente que resultara en su tarea de conversar, la excelencia en la ejecución de sus rutinas tan solo sería engañosa, pues hasta en las conversaciones humanas más interesantes y profundas siempre hay titubeos, dudas, equívocos, errores gramaticales, lapsus linguae y, sobre todo, silencios cargados de sentido, difícilmente programables y reproducibles —que se lo digan, si no, a cualquier joven estudiante de arte dramático—.
Es previsible que, tras la sorpresa inicial, el autómata de san Alberto también acabara aburriendo: ahí están los ingeniosos Furby, en el fondo del armario junto al resto de juguetes olvidados; ahí está ELIZA, una inteligencia tan idiota como previsible, cubriendo alguna página de manual (
Por el contrario, en su tremenda fealdad e ineficiencia biológica, la Criatura de Frankenstein logra una belleza imperfecta e impensable para un robot, que lejos de ser mecánica es orgánica. No puede, en efecto, alcanzar la perfección, pero tiende a ella. Su cuerpo puzzleado y fragmentado, partiendo de unas condiciones miserables, intenta llevar a cumplimiento su específica entelequia. Y lo logra. Alcanza sus fines de movimiento y comunicación y, ante ese logro imperfecto, seguramente ineficiente, somos sin embargo capaces de poner entre paréntesis los defectos de su cuerpo o las carencias de su expresividad, y, aun sabiendo las dificultades y conociendo de antemano los fines, sorprendernos de cómo la naturaleza se abre camino en él de la mejor manera posible, de una forma completamente nueva e inesperada.
Y así, cuando imaginamos a esa criatura hablar, caminar o correr, sentimos que lo hace de acuerdo a una voluntad que lo impulsa a ello y a una naturaleza que, al comienzo de su vida, lo encuentra mermado y devastado; pero que, pese a ello, lo conducen hacia la mejor expresión de sí mismo, ante la cual uno solo puede enmudecer de asombro y, en ciertas versiones cinematográficas, de alegría al confirmar la belleza de la vida cuando ésta se impone al fracaso… sin dejar de bordearlo. En realidad, cuando el autómata culmina las acciones previstas por su programación, siempre dada de antemano, la vida humana sigue manifestando, en constante danza con el error, su irreductible dignidad.